Fuera anochecía. El mar, que antes había estado callado, levantaba ahora un vago tumulto, quizá era que cambiaba la marea. Claire había dejado de llorar pero no se había secado las lágrimas, parecía no haberse apercibido de su presencia. Temblé; en esos días, todo el camposanto está lleno de dolientes que se pasean insensibles sobre mi tumba.
Un hombre grande, vestido de chaqué, apareció por la entrada que quedaba a nuestra espalda, avanzó sin hacer ruido con pasos de sirviente, nos interrogó cortésmente con la mirada, buscando mis ojos, y volvió a alejarse. Claire sorbió por la nariz, y tras hurgar en el bolsillo sacó un pañuelo y se sonó estentóreamente.
– Depende -dije en voz baja- de a qué te refieras al hablar de sufrimiento.
Claire no dijo nada, pero volvió a esconder el pañuelo, se puso en pie y miró a su alrededor, ceñuda, como si buscara algo y no supiera qué. Dijo que me esperaría en el coche, y se alejó con la cabeza gacha y las manos sepultadas en los bolsillos de esa piel en forma de abrigo. Suspiré. Contra la cúpula azabachada del cielo las aves marinas se alzaban y se zambullían en el mar como trapos arrancados. Me di cuenta de que tenía dolor de cabeza, había estado palpitando desatendido en mi cráneo desde que puse el pie en esta caja acristalada de aire trabajado.
Regresó el camarero, vacilante como un zorrillo, y procedió a llevarse la bandeja, un mechón zanahoria cayéndole inerte sobre la frente. Con ese color de pelo podría ser otro miembro del clan Duignan, rama cadete. Le pregunté su nombre. Se detuvo, se inclinó torpemente desde la cintura y me miró bajo sus pálidas cejas en una especulativa alarma. La chaqueta estaba raída, los puños tornasolados de la camisa se veían sucios.
– Billy, señor -dijo.
Le di una moneda y él me lo agradeció y se la guardó, y recogió la bandeja y se dio la vuelta; a continuación vaciló.
– ¿Se encuentra bien, señor?-dijo.
Saqué las llaves del coche y las miré perplejo. Todo parecía ser otra cosa. Le dije que sí, que me encontraba bien, y se alejó. El silencio que me rodeaba era tan espeso como el mar. El piano que había en la tarima me lanzaba su repugnante sonrisa.
Cuando estaba saliendo del vestíbulo, vi al hombre del chaqué. Tenía una cara larga y cérea, curiosamente sin rasgos. Me hizo una inclinación de cabeza, me lanzó una radiante sonrisa, las manos entrelazadas en sendos puños ante el pecho, un gesto excesivo y operístico. ¿Qué tienen las personas como él que hace que las recuerde? Su expresión era petulante, aunque en cierto sentido amenazante. Quizá esperaba que también le diera propina. Como suelo decir: cómo está el mundo.
Claire me esperaba en el coche, los hombros encorvados, utilizando las mangas del abrigo como manguito.
– Deberías haberme pedido la llave -dije-. ¿Pensabas que no te la daría?
De vuelta a casa insistió en conducir, a pesar de mi enérgica oposición. Era ya noche cerrada, y en el resplandor ojiabierto de los faros, sucesivos bosquecillos de terroríficos árboles sin hojas aparecían repentinamente ante nosotros e igual de repente desaparecían, sumiéndose en la oscuridad a cada lado como si cayeran por la presión de nuestro paso. Claire se inclinaba tanto hacia delante que la nariz casi le tocaba el parabrisas. La luz que surgía del salpicadero, como un gas verde, le daba a su cara un tono espectral. Le dije que me dejara conducir. Dijo que yo estaba demasiado borracho para conducir. Le dije que no estaba borracho. Dijo que me había terminado la petaca, que me había visto vaciarla. Le dije que no era asunto suyo y que no me reprendiera de ese modo. Volvió a llorar, gritando a través de las lágrimas. Le dije que incluso borracho era menos peligroso conduciendo que ella en ese estado. Y así seguimos, a la greña, tirándonos los trastos a la cabeza, lo que queráis. Di tanto como recibí, y le recordé, simplemente como correctivo, que durante la mejor parte, es decir, la peor parte -qué impreciso es el lenguaje, qué poco apropiado a la ocasión- del año que su madre tardó en morir, ella lo había pasado convenientemente en el extranjero, prosiguiendo sus estudios, mientras yo tuve que apechugar como pude. Eso sí que la hirió en lo más hondo. Soltó un sonoro bramido entre los dientes apretados y golpeó los pulpejos de las manos sobre el volante. A continuación comenzó a lanzarme todo tipo de acusaciones. Dijo que yo había apartado a Jerome de su lado. Me paré a pensar. ¿Jerome? ¿Jerome? Claro, se refería al bienhechor sin barbilla -cuantísimo bien le había hecho a ella- y antaño objeto de sus afectos. Jerome, sí, ése era el inverosímil nombre de ese bribón. ¿Y cómo, si se puede saber, le había apartado de su lado? A eso sólo contestó con un bufido y una sacudida de cabeza. Me puse a pensar. Era cierto que lo consideraba un pretendiente nada idóneo, y se lo había dicho a él, de manera clara, pero ella hablaba como si yo hubiera blandido un látigo o le hubiera hecho huir con una escopeta. Además, si era mi oposición lo que le había apartado de su lado, ¿qué decía eso a favor del carácter de ese sujeto o de su tenacidad? No, no, ella estaba mejor libre de tipos de esa calaña, eso seguro. Pero por el momento no dije nada más, me reservé mi opinión y al cabo de una milla o dos su fuego se había apagado. Es algo que siempre he visto en las mujeres, espera lo suficiente y te saldrás con la tuya.
Cuando llegamos entré directamente en casa, dejando que ella aparcara el coche, encontré el número de teléfono de los Cedros en la guía telefónica y llamé a la señorita Vavasour y le dije que deseaba alquilar una de sus habitaciones. A continuación subí arriba y me metí en la cama en calzoncillos. De repente me sentía muy cansado. Reñir con la propia hija siempre es, cuando menos, debilitante. Por aquel entonces me había trasladado de lo que había sido el dormitorio de Anna y el mío a la habitación de invitados que quedaba sobre la cocina, que solía ser el cuarto de los niños y donde la cama era baja y estrecha, poco más que un catre. Pude oír a Claire debajo en la cocina, haciendo ruido con las cacerolas y las sartenes. Todavía no le había dicho que había decidido vender la casa. La señorita V., por teléfono, me había preguntado cuánto tiempo planeaba quedarme. Por su tono pude comprobar que estaba desconcertada, que incluso desconfiaba. Mantenía una deliberada vaguedad. Unas semanas, dije, quizá meses. Se quedó callada durante un largo momento, pensando. Mencionó al coronel, dijo que era un huésped permanente, y persona de costumbres fijas. No hice ningún comentario. ¿Qué me importaban a mí los coroneles? Por mí podía albergar en su casa todo un cuerpo de oficiales. Dijo que tendría que llevar a lavar la ropa fuera. Le pregunté si me recordaba.
– Oh, sí -dijo sin inflexión-, sí, claro que le recuerdo.
Oí los pasos de Claire en la escalera. La cólera se le había consumido, y caminaba pesadamente, arrastrando los pies, desconsolada. No dudo que también le fatiga discutir. La puerta del dormitorio estaba entreabierta, pero no entró, sólo me preguntó apáticamente por la rendija si quería comer algo. Yo no había encendido las lámparas de la habitación, y el largo y ahusado trapezoide de luz que llegaba del descansillo y se derramaba por el linóleo, que ella ocupaba ahora, era un camino que llevaba directamente a la infancia, a la suya y a la mía. Cuando ella era pequeña y dormía en esta habitación, en esta cama, le gustaba oír el sonido de mi máquina de escribir procedente del estudio del piso de abajo. Era un sonido confortador, decía, como escucharme pensar, aunque no sé cómo el sonido de mi pensamiento podría confortar a nadie; yo hubiera dicho que todo lo contrario. Ah, pero qué lejanos, esos días, esas noches. De todos modos, ella no debería haberme gritado de ese modo en el coche. No me merezco que me griten así.
– Papá -volvió a decir, con una nota de impaciencia-, ¿quieres cenar o no?
No contesté y ella se alejó. Vivo en el pasado, ya lo creo.
Me volví hacia la pared, dándole la espalda a la luz. Aun cuando tenía las rodillas dobladas, los pies me llegaban al extremo de la cama. Mientras me levantaba pesadamente sobre la maraña de sábanas -nunca he sabido qué hacer con la ropa de cama-, me llegó una vaharada de mi propio olor cálido a queso. Antes de la enfermedad de Anna, mantenía hacia mi yo físico una actitud de cariñoso disgusto, como muchas otras personas -mantienen con su propio yo físico, quiero decir, no con el mío-, tolerando, porque no hay otro remedio, los productos de mi tristemente ineludible humanidad, los diversos efluvios, los eructos de proa y de popa, la mugre, la caspa, el sudor y otros vulgares escapes, e incluso lo que el Bardo de Hartford [5] denomina pintorescamente las partículas del obrar inferior. No obstante, cuando el cuerpo de Anna la delató y a ella le entró miedo de su cuerpo y de lo que podía hacerle, a mí me entró, mediante un misterioso proceso de transferencia, una lenta repugnancia hacia mi propia carne. No es que sienta siempre esta aversión por mí mismo, o al menos no soy siempre consciente de ella, aunque probablemente esté ahí, esperando a que me encuentre solo, por la noche, o sobre todo a primera hora de la mañana, cuando se alza a mi alrededor como un miasma de gas de los pantanos. He acabado experimentando una enfermiza fascinación por los procesos de mi cuerpo, los que son graduales, la manera en que, por ejemplo, me siguen creciendo de manera insistente el pelo y las uñas, da igual en qué estado me encuentre, qué angustia experimente. Parece tan desconsiderada, tan desatenta a las circunstancias, esta implacable generación de materia que ya está muerta, de la misma manera que los animales prosiguen con su actividad animal, ignorantes o indiferentes a si su amo está despatarrado en la fría cama del piso de arriba con la boca abierta y los ojos vidriosos y ya no volverá a bajar nunca más, para servirles lo que hay en el cubo o abrirles la última lata de sardinas.
Hablando de mecanógrafos -hace un momento mencioné un mecanógrafo-, ayer por la noche, en un sueño, acabo de recordarlo, intenté escribir mi testamento en una máquina a la que le faltaba la letra I. La letra I, es decir, mayúscula y minúscula. [6]
Aquí abajo, junto al mar, el silencio posee una cualidad especial por la noche. No sé si esto es cosa mía, es decir, si esta cualidad es algo que yo aporto al silencio de mi habitación, e incluso a toda la casa, o si se trata de un efecto local, debido al salitre del aire, quizá, o al clima costero en general. No recuerdo haberme fijado cuando era joven y me alojaba en el Prado. Es algo denso y al mismo tiempo hueco. Me llevó mucho tiempo, noches y noches, identificar lo que queda de mí. Es como el silencio que conocí de pequeño cuando estaba enfermo, cuando me quedaba en la cama con fiebre, resguardado bajo un montículo de mantas húmedo y caliente, con el vacío apretándose en mis oídos como el aire de una batisfera. En aquellos días la enfermedad era un lugar especial, un lugar aparte, en el que nadie más podía entrar, ni el médico, con aquel estetoscopio que te provocaba escalofríos, y ni siquiera mi madre, cuando ponía su mano fría sobre la frente que me ardía. Es un lugar como el lugar en el que me parece que estoy ahora, a una distancia de millas de cualquier parte, de los demás. Pienso en los otros que viven en la casa, la señorita Vavasour, y el coronel, dormidos en sus habitaciones, y entonces pienso que a lo mejor no duermen, sino que están despiertos, como yo, melancólicos y demacrados en la oscuridad azul plomizo. Quizá pensamos el uno en el otro, pues el coronel, estoy convencido, piensa en nuestra castellana. Ella, no obstante, se ríe de él a sus espaldas, aunque de un modo no carente de cariño, y le llama coronel Metepatas, o Nuestro Valiente Soldado. Algunas mañanas la señora V. tiene los ojos tan enrojecidos que se diría que ha estado llorando por la noche. ¿Se echa la culpa de todo lo ocurrido y aún se lamenta por ello? Qué pequeño recipiente de tristeza somos, navegando en este apagado silencio a través de la oscuridad del otoño.