Avril, dijo la mujer que se llamaba. Avril. No nos dijo su apellido. Tenuemente, como algo que resucita tras haber estado aparentemente muerto durante mucho tiempo, me vino el recuerdo de una niña ataviada con un vestido sucio merodeando por el enlosado pasillo de la granja, sujetando de manera descuidada con su brazo rollizo y flexionado una muñeca color rosa, calva y desnuda, y mirándome con una mirada de gnomo que nada podía desviar. Pero la persona que ahora tenía ante mí no podía ser esa niña, que ahora tendría ¿cuántos, cincuenta y pico años? A lo mejor la niña recordada era una hermana de ésta, mucho mayor, es decir, nacida mucho antes. ¿Era eso posible? No, Duignan había muerto joven, siendo cuarentón, de modo que era imposible que esta Avril fuera su hija, puesto que él era adulto cuando yo era un niño y… Mi mente se atascaba en los cálculos como una vieja bestia de carga confusa y agotada. Pero Avril, venga. ¿Quién, en esta parte del mundo, le habría puesto a su hija un nombre tan delicadamente vernal?

Volví a preguntarle por los Duignan y Avril dijo que sí, que Christy Duignan había muerto -¿Christy? ¿Sabía yo que el nombre de Duignan era Christy?-, pero que la señora D. seguía viviendo, estaba en una residencia para ancianos de la costa.

– Y Patsy tiene una casa cerca de Old Bawn y Mary está en Inglaterra, pero el pobre Willie murió.

Asentí. De repente me entró el desánimo al tener noticias suyas, de esos retoños de la dinastía de Duignan, tan sólida ya en sus nombres, tan mundanamente real, Patsy el granjero y Mary la emigrante y el pequeño Willie que murió, todos aglomerándose en mi ceremonia privada del recuerdo como los parientes pobres y que no han sido invitados de un funeral de lujo. No se me ocurría nada que decir. Toda la levitante euforia del momento anterior había desaparecido, y me sentí demasiado carnal y superado por el momento, allí de pie, sonriente y asintiendo débilmente, saliendo de mí el último soplo de aire. Pero Avril, aparte de decir su nombre, no se había identificado, y parecía pensar que yo debía conocerla, que debía haberla reconocido, pero ¿cómo iba a hacerlo, a partir de qué, aun cuando estuviera en lo que antaño fue la entrada a la casa de los Duignan? Me asombraba que supiera tanto de los Duignan si no era uno de ellos, pues parecía seguro que no lo era, o al menos no familia directa de todos esos Willies y Marys y Patsys, ninguno de los cuales pudo haber sido su progenitor, pues de lo contrario sin duda ya lo habría dicho. Enseguida mi tristeza se aglomeró en una oleada de amargo resentimiento en su contra, como si por alguna razón maligna se hubiera instalado allí, con ese disfraz tan poco convincente -ese pelo con hena, esas botitas de anciana-, con la intención de usurpar un rincón de mi mítico pasado. La piel grisácea de su cara, observé, estaba salpicada por todas partes de diminutas pecas. No tenían ese color rojizo de las de Claire, ni tampoco eran tan grandes y ostentosas como las que abundaban en los antebrazos extrañamente femeninos de Christy Duignan, ni, ya puestos, como esas tan preocupantes que hoy en día han comenzado a aparecer en el dorso de mis manos y en la carne color pollo de los declives de mis hombros, a cada lado de la muesca de la clavícula; pero eran mucho más oscuras, del mismo matiz de marrón apagado del abrigo de Claire, apenas más grandes que pinchazos, y, lamento decir, sugerían una crónica y general falta de limpieza. Con inquietud, me recordaban algo, pero no sabía qué era.

– Lo que pasa, ya ve -dije-, es que mi esposa ha muerto.

No sé por qué me dio por soltarlo así. Esperé que Claire, a mi espalda, no lo hubiera oído. Avril me miró a la cara sin expresión, a la espera de que dijera algo más, sin duda. Pero ¿qué más podía decir? Cuando se anuncia algo así no hay manera de ampliarlo. Avril se encogió de hombros en un gesto que quería denotar simpatía, levantando al mismo tiempo un hombro y una comisura de la boca.

– Es una lástima -dijo en un tono monótono, sin adornos-. Lamento oírlo. -En cierto modo, pareció como si lo dijera por decir.

El sol de otoño caía sesgado en el patio, y los adoquines emitían un resplandor azulado, y en el porche una maceta de geranios producía las últimas flores encarnadas de la estación. De verdad, cómo está el mundo.

En el silencio floculento del Hotel Golf parecíamos, mi hija y yo, los únicos clientes. Claire quería tomar un té, y cuando lo pedí nos enviaron a un jardín de invierno frío y desolado situado en la parte de atrás que daba a la playa y a la marea en retirada. Allí, a pesar del frío glacial, perduraba un atisbo apagado de las jaranas del pasado. Flotaba un olor mezcla de cerveza derramada y humo de cigarrillo estancado, y en un rincón, sobre una tarima, había un piano vertical que le daba un incoherente aire de Far West, la tapa levantada, mostrando la mueca desdentada de sus teclas. Tras aquel encuentro en el corral me sentía agitado y alicaído, como una diva que se retira del escenario tras una noche desastrosa de agudos fracasados, apuntes no oídos, el derrumbe del decorado. Claire y yo nos sentamos el uno junto al otro en un sofá, y al momento un muchacho desgarbado y de pelo anaranjado, vestido con una chaqueta negra de camarero y pantalones con franja vertical a los lados, trajo una bandeja y la colocó ruidosamente sobre una mesita baja que había delante de nosotros y se marchó, trastabillando con sus zapatones. La bolsa de té es un infame invento, y a mi ojo quizá excesivamente melindroso le recuerda lo que una persona descuidada deja en el retrete cuando no tira de la cadena. Me serví una taza de ese té color turba y le añadí un chorrito de mi petaca (nunca hay que circular sin una reserva de anestésico, eso es algo que he aprendido en el último año). Ahora la luz de la tarde era sucia e invernal, y en el horizonte se estaba levantando un muro de nubes denso, azul barro. Las olas arañaban la arena suave que había en la línea del agua, escarbando para afianzarse en la playa, pero inevitablemente fracasaban. Ahí fuera había más palmeras, despeinadas y ahusadas, la corteza gris gruesa y dura como el pellejo de un elefante. Debe de ser una raza resistente para sobrevivir en este clima septentrional. ¿Quizá sus células recuerdan el calor abrasador del desierto? Mi hija estaba hundida en su asiento, enfundada en su abrigo y rodeando la taza de té con las dos manos para entrar en calor. Observé con un espasmo de dolor sus uñas infantiles, su esmalte lila pálido. Una hija es siempre una hija.

Le hablé del Prado, del chalet, de los Duignan.

– Vives en el pasado -me dijo.

Estuve a punto de contestarle mal, pero me contuve. Después de todo, tenía razón. Se supone que la vida, la auténtica vida, es una lucha, una acción y una afirmación inagotable, la voluntad embistiendo con su cabeza roma contra la pared del mundo, cosas por el estilo, pero cuando vuelvo la vista atrás me doy cuenta de que la mayor parte de mis energías se dedicaron siempre a la simple búsqueda de cobijo, de comodidad, de, sí, lo admito, un rincón acogedor. Comprenderlo se me hace sorprendente, por no decir escandaloso. Antes me veía como una especie de bucanero, enfrentándome a todo el que se me ponía a tiro con un alfanje entre los dientes, pero ahora me veo obligado a reconocer que me engañaba. Esconderme, protegerme, guarecerme, eso es todo lo que realmente he querido siempre, amadrigarme en un lugar de calor uterino y quedarme allí encogido, oculto de la indiferente mirada del sol y de la severa erosión del aire. Por eso el pasado supone para mí un refugio, allí voy de buena gana, me froto las manos y me sacudo el frío presente y el frío futuro. Y no obstante, ¿cuál es la verdadera existencia del pasado? Después de todo, no es más que lo que fue el presente una vez el presente ya ha pasado, no más que eso. Pero vaya.

Claire, como si fuera una tortuga, metió la cabeza dentro de la concha de su abrigo y se quitó los zapatos de dos patadas y se abrazó los pies apoyándolos en el borde de la mesita. Siempre tiene algo de conmovedor ver los pies de una mujer enfundados en unas medias, creo que debe de ser por la manera en que los dedos se aprietan entre sí hasta que casi parece que se funden. Los dedos de Myles Grace eran naturalmente, de manera poco natural, así. Cuando los separaba, cosa que podía hacer con la misma facilidad que si fueran dedos de las manos, las membranas que había entre ellos se extendían en una telaraña palmeada, rosada, translúcida y recorrida, como si se tratara de una hoja, por una tracería de finas venas rojas como una llama cubierta, las marcas de una deidad, ya lo creo.

De repente, el azul cada vez más denso de la tarde me recordó la familia de ositos de peluche que fueron los compañeros de Claire durante toda su infancia. Los consideraba unos objetos ligeramente repulsivos que parecían animados. Cuando me inclinaba hacia ella para darle las buenas noches, a la granulosa luz de la lámpara de la mesita, me encontraba observado desde el borde del tapamiento por media docena de pares de ojos diminutos y relucientes, de un marrón húmedo, inmóviles, misteriosamente vigilantes.

– Tus lares familiares -dije en ese momento-. Supongo que todavía los tienes, sentados en tu sofá de soltera.

Un empinadísimo rayo de sol se extendió sobre la playa, blanqueando de color hueso la arena que había sobre la línea del agua, y un ave marina de color blanco, deslumbrante contra el muro de nubes, levantó el vuelo con sus alas en hoz, se dio la vuelta con un chasquido insonoro y se hundió, un cheurón que se cierra, en la rebelde negrura del mar. Claire permaneció un momento inmóvil y a continuación se echó a llorar. No emitió ningún sonido, sólo lágrimas, grandes abalorios de mercurio en la última efulgencia de luz marina cayendo del alto muro de cristal que había delante de nosotros. Llorar de esa manera silenciosa y casi incidental es otra de las cosas que hace exactamente igual que su madre.

– No eres el único que sufre -dijo.

La verdad es que sé tan poco de ella, de mi hija. Un día, cuando era niña, tendría doce o trece años, supongo, y estaba ya en el umbral de la pubertad, entré sin llamar estando ella en el lavabo, se había olvidado de cerrar la puerta con pestillo. Estaba desnuda, a excepción de una toalla que le envolvía la cabeza como un turbante, apretada. Volvió la cabeza para mirarme en medio de la luz serena que entraba por el cristal esmerilado de la ventana, ni se inmutó, se me quedó mirando con todo el cuerpo. Sus pechos eran aún incipientes pero ya se insinuaban esos grandes melones que tiene ahora. ¿Qué sentí, al verla allí? Un caos interior, recubierto de ternura y un poco de temor. Dos años después abandonó sus estudios de historia del arte -Vaublin y el estilo fête galante; ésa es mi chica, o era- y se puso a dar clases a niños retrasados en uno de los suburbios abarrotados de gente cada vez más numerosos de la ciudad. Qué desperdicio de talento. No pude perdonarla, y sigo sin poder. Lo intenté, pero no lo conseguí. Fue todo culpa de un joven, un tipo muy leído de escasa barbilla y opiniones extremadamente igualitarias, del que se había quedado prendada. La relación, si es que la hubo -sospecho que sigue siendo virgen-, acabó mal para ella. El canalla, tras haberla convencido de que abandonara lo que debería haber sido el trabajo de su vida a favor de un fútil gesto social, se fugó, dejando plantada a mi desdichada niña. Quise perseguirlo y matarlo. Al menos, le dije, deja que pague a un buen abogado para que le demande por incumplimiento de promesa. Anna me lo impidió, dijo que eso sólo empeoraría las cosas. Ya estaba enferma. ¿Qué iba a hacer yo?


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