Mi hija, una solterona maniática -ay, estoy convencido de que nunca se casará-, generalmente no huele a nada, al menos que yo haya notado. Ésta es otra de las numerosas cualidades que la diferencian de su madre, cuyo hedor a animal, para mí la fragancia a estofado de la vida misma, y que ni el perfume más fuerte podía disimular, fue lo primero que me atrajo de ella, hace tantos años. Ahora, misteriosamente, en mis manos hay trazas del mismo olor, su olor, no puedo librarme de él, por mucho que me las retuerza. En sus últimos meses olía, en sus mejores momentos, a la farmacopea.
Cuando llegamos me maravilló que hubiera muchas cosas del pueblo que yo recordaba que siguieran allí, aunque sólo fuera para los ojos que supieran dónde mirar, es decir, los míos. Era como encontrar una antiguo amor tras cuyos rasgos abotargados por la edad aún se pueden discernir claramente los delicados rasgos que un antiguo yo amó tanto. Pasamos junto a la desierta estación de tren y llegamos como un bólido al pequeño puente -¡todavía intacto, todavía en su sitio!-, y mi estómago, al llegar a lo alto, hizo esa recordada y repentina subida y bajada, y ahí estaba todo delante de mí, la carretera de la colina, y la playa al fondo, y el mar. No me detuve en la casa, sino que apenas disminuí la velocidad al pasar por delante. Hay momentos en que el pasado posee una fuerza tan poderosa que parece que podría aniquilarte.
– ¡Era eso! -le dije a Claire, excitado-. ¡Los Cedros! -En el camino de ida se lo había contado todo, o casi todo, de los Grace-. Ahí era donde se hospedaban.
Se volvió en su asiento para mirar.
– ¿Por qué no te has parado? -dijo.
¿Qué iba a responder? ¿Que de repente me abrumaba una agobiante timidez, ahí, en medio del mundo perdido?
Seguí conduciendo y doblé en la calle de la Playa. El Café Playa había desaparecido, y su lugar lo ocupaba una casa grande, achaparrada y extraordinariamente fea. Ahí estaban los dos hoteles, más pequeños y más viejos, claro, que mi recuerdo de ellos, y el Golf ostentaba, como dándose importancia, una bandera bastante imponente en el tejado. Incluso desde dentro del coche podíamos oír el tableteo de las secas hojas de las palmeras del césped de delante, un sonido que en las noches violeta de verano de mucho tiempo atrás había parecido prometer toda Arabia. Ahora, bajo el broncíneo sol de la tarde de octubre -las sombras ya se alargaban-, todo presentaba un aspecto pintorescamente descolorido, como si fuera una serie de fotos de postales antiguas. La tienda de comestibles-pub-oficina de correos de Myler se había hinchado para convertirse en un chabacano hipermercado con un aparcamiento asfaltado delante. Me acordé de cómo, en una tarde solitaria, silenciosa y aletargada por el sol de hace medio siglo se me había acercado sigilosamente, sobre la zona de gravilla que había delante de la tienda de Myler, un perrillo de apariencia inofensiva que cuando le acerqué la mano me enseñó los dientes en lo que erróneamente consideré una sonrisa amistosa y me mordió en la muñeca con una dentellada asombrosamente rápida y enseguida se alejó corriendo, con una risita, o eso me pareció; y cómo, cuando volví a casa, mi madre me reprendió virulentamente por mi estupidez de acercarle la mano a ese animal y me envió, solo, al médico del pueblo, el cual, elegante y educado, me colocó un rutinario esparadrapo en la muñeca, amoratada y bastante hinchada, y luego me dijo que me quitara toda la ropa y me sentara sobre sus rodillas a fin de que, con una mano maravillosamente pálida, rolliza y seguramente manicurada, apretada cálidamente contra la parte inferior del abdomen, pudiera demostrarme cómo respirar bien.
– Deja que el estómago se hinche en lugar de contraerlo, ¿lo ves? -dijo en voz baja, con un ronroneo, el calor de su cara grande y blanda golpeando mi oreja.
Claire soltó una carcajada inexpresiva.
– ¿Quién te dejó la señal más duradera -me preguntó-, los dientes del perro o la zarpa del médico?
Le enseñé la muñeca, donde en la piel que hay sobre el estiloide cubital todavía pueden verse las tenues cicatrices que quedan del par de incisiones que me dejaron los caninos del can.
– No era Capri -dije-, y el doctor Ffrench no era Tiberio.
Lo cierto es que sólo tengo buenos recuerdos de ese día. Todavía recuerdo el aroma del café de después de comer en el aliento del médico y el movimiento suspicaz del ojo del ama de llaves cuando me vio en la puerta principal.
Claire y yo llegamos al Prado.
De hecho ya no es un prado, sino una deprimente urbanización de vacaciones sin orden ni concierto con lo que seguramente son bungalows chapuceramente construidos, diseñados, sospecho, por algún patoso dibujante responsable del adefesio que hay al extremo de este jardín. No obstante, me alegró observar que el nombre dado al lugar, por artificial que pueda ser, es los Lupinos, y que el constructor, pues imagino que fue el constructor, incluso dejó unos cuantos altos ejemplares de este modesto arbusto silvestre -Lupinus, un género de las papilionáceas, acabo de consultarlo-, además del ridículamente grandioso portalón imitación gótico por el que se entra desde la carretera. Fue bajo los arbustos de lupino donde mi padre, semana sí semana no, en la noche más oscura, con pala y linterna, maldiciendo en voz baja, cavaba un agujero en la tierra blanda y arenosa y enterraba un cubo de excrementos de nuestro retrete químico. Nunca he podido oler el perfume tenue pero extrañamente antropoide de esas flores sin que me parezca percibir por debajo un persistente y dulzón tufillo a cloaca.
– ¿Es que no vas a pararte? -dijo Claire-. Me estoy empezando a marear.
A medida que pasan los años me hago la ilusión de que mi hija tiene cada vez más mi misma edad y de que ahora somos casi coetáneos. Probablemente sea la consecuencia de tener una hija tan inteligente: si ella hubiera querido, habría sido una estudiosa de un nivel muy superior al que yo nunca pude aspirar. También me comprende hasta un punto que causa desasosiego, y no me consiente mis debilidades ni excesos, tal como hacen otros que me conocen menos y, por tanto, me temen más. Pero he enviudado y estoy dolido y necesito que me consientan. Si existe una versión alargada de la penitencia, entonces eso es lo que necesito ahora. D é jame en paz, le grito en mi fuero interno, deja que pase de largo por la vieja y vilipendiada pensi ó n de los Cedros, que pase junto al desaparecido Caf é Playa, que pase de largo por los Lupinos y el Prado que fue, que pase de largo por este pasado, pues si me detengo seguramente me disolver é en un vergonzoso charco de l á grimas. Sin embargo, sumisamente detuve el coche a un lado de la carretera y ella se apeó en un silencio irritado y cerró de un portazo al salir, como si me soltara un sopapo. ¿Qué había hecho yo para molestarla? Hay veces en que es tan terca y temperamental como su madre.
Y entonces, de repente, lo que menos te esperas, detrás del grupo de casas para duendes de los Lupinos estaba el callejón de Duignan, lleno de surcos, como siempre, entre setos enmarañados de espino y zarzas polvorientas. ¿Cómo había conseguido sobrevivir a las depredaciones de camiones y grúas, de excavadoras mecánicas y humanas? Aquí, cuando yo era niño, bajaba cada mañana, descalzo y con un bote mellado en la mano, para comprarle a Duignan el lechero o a su esposa, estoicamente alegre y de grandes caderas, la leche del día. Aun cuando el sol llevara ya alto muchas horas, el húmedo frío de la noche todavía rondaba el patio adoquinado, donde las gallinas se paseaban con pasos afectados entre sus propios excrementos color tiza y verde oliva. Siempre había un perro atado y tendido bajo una carreta inclinada que no me perdía de vista cuando yo pasaba, tambaleándome de puntillas para mantener los talones fuera de la mierda de gallina, y un triste caballo de tiro de color blanco que aparecía y asomaba la cabeza por encima de la media puerta del establo y me observaba de soslayo con una mirada divertida y escéptica desde debajo de un copete que era exactamente del mismo matiz ahumado de color nata que la flor de la madreselva. No me gustaba llamar a la puerta de la granja, pues me daba miedo la madre de Duignan, una anciana bajita y recia que parecía tener una pierna amputada en cada esquina y que jadeaba al respirar y acomodaba el pólipo pálido y húmedo de su lengua sobre el labio inferior, por lo que me quedaba a la sombra violeta del establo esperando que aparecieran Duignan o su mujer y me salvaran de un encuentro con la vieja bruja.
Duignan era un tipo larguirucho de cabeza diminuta, pelo ralo y pajizo y pestañas invisibles. Llevaba camisas de penal sin cuello que ya eran antiguas incluso entonces y pantalones sin forma metidos dentro de unas botas altas de goma e incrustadas de barro. En la lechería, mientras me vertía la leche con un cazo, me hablaba de chicas con una voz, ronca y fina -moriría al poco de una enfermedad de la garganta-, diciéndome que estaba seguro de que yo tenía alguna novia y que quería saber si me dejaba besarla. Mientras hablaba no perdía de vista la flauta fina y larga de leche que vertía en mi bote, sonriendo para sí y agitando velozmente sus pestañas incoloras. Aunque me repugnaba un poco, también ejercía sobre mí cierta fascinación. Siempre te pinchaba para que le contaras cosas, como si, a cambio, él pudiera enseñarte una foto obscena o algo importante, general y desagradable que sólo conocían los adultos. La lechería era una celda de poca altura, cuadrada y encalada de un blanco tan blanco que era casi azul. Los tarros de leche, de acero, parecían centinelas diminutos con sombreros aplastados, y cada uno de ellos lucía una idéntica escarapela blanca sobre el hombro, allí donde se reflejaba la luz procedente de la puerta. Unas cacerolas grandes llenas de leche, poco profundas y envueltas con muselina, perdidas en su propio silencio, estaban colocadas en el suelo, aparte, y había una mantequera de madera accionada a mano que siempre quise ver funcionar y nunca lo conseguí. El olor frío, espeso y secreto de la leche me hacía pensar en la señora Grace, y sentía el impulso oscuro y excitante de ceder a los sonsacamientos de Duignan y hablarle de ella, pero me contuve, sensatamente, sin duda.
Y ahora allí estaba, ante la puerta de la granja de nuevo, el niño de aquellos días convertido en un tipo corpulento, entrecano y casi viejo. Un cartel mal pintado sobre el poste de la verja advertía que se demandaría a los intrusos. Claire, detrás de mí, decía algo acerca de los granjeros y las escopetas, pero no le presté atención. Avancé sobre los adoquines -¡seguía habiendo adoquines!- no como si anduviera, sino como si rebotara, torpemente, como un globo cautivo a medio hinchar, azotado por sucesivas ráfagas del pasado que te quitan el aire. Una rastra oxidada estaba inclinada allí donde solía inclinarse la carreta de Duignan…, ¿o acaso la carreta era un engaño de mi memoria? La lechería también estaba allí, pero en desuso, su absurda puerta cerrada con candado, imposible imaginar de quién se la quería proteger, pues las ventanas estaban llenas de polvo o rotas y la hierba crecía en el techo. En la parte delantera de la granja se había construido un elaborado porche, una especie de glorieta de cristal y aluminio que sugería el ojo rudimentario de un insecto gigante. Dentro de ella se abrió la puerta y apareció una mujer mayor, que se detuvo detrás del cristal y me miró con cautela. Avancé torpemente, sonriendo y asintiendo, como se acercaría un misionero grande y desmañado a la diminuta reina de una tribu de pigmeos feliz y aún sin convertir. Al principio permaneció precavidamente dentro del porche mientras yo me dirigía a ella a través del cristal, pronunciando mi nombre en voz alta y gesticulando agitadamente con las manos. Ella se quedó inmóvil y siguió mirando. Me pareció una especie de actriz muy maquillada para parecer vieja, aunque no de una manera convincente. El pelo, teñido de color betún marrón para botas y permanentado en una masa de ondas tupidas y relucientes, era demasiado voluminoso para su carita chupada, rodeándola con una aureola de densas espinas, y parecía más una peluca que sus auténticos cabellos. Llevaba un delantal descolorido sobre un suéter que bien podía haber tejido ella misma, unos pantalones de pana de hombre pelados en las rodillas y esas botas hasta los tobillos color azul de Prusia con cremallera y de imitación terciopelo que causaban furor entre las ancianas cuando yo era joven, y que últimamente sólo llevaban las mendigas y las indigentes. Seguí vociferándole a través del cristal, contándole que de niño veraneaba en ese pueblo, en un chalet en el Prado, y que por las mañanas bajaba a la granja a buscar la leche. Ella me escuchó, asintió, apareció y desapareció una arruga en la comisura de la boca, como si reprimiera una carcajada. Al final abrió la puerta del porche y salió a los adoquines. En mi estado de euforia medio demente -la verdad es que estaba ridículamente excitado- sentí el impulso de abrazarla. Hablé sin parar de los Duignan, del hombre y la mujer, de la madre de Duignan, de la lechería, incluso del siniestro perro. Ella seguía asintiendo, enarcando las cejas con aparente incredulidad, y miró a mi espalda, hacia donde Claire se encontraba, de pie junto a la verja, los brazos cruzados, abrazándose con su abrigo caro y enorme adornado con pieles.