Tres
– Puesto que Bob es un perrito tan bueno y yo estoy de tan buen humor, voy a ayudarte a encontrar a Eddie DeChooch -dijo Lula.
Tenía el pelo de punta donde Joyce se lo había estirado y había perdido un botón de la camisa. Llevarla conmigo probablemente reforzaría mi seguridad, ya que parecía verdaderamente salvaje y peligrosa.
Joyce seguía en el suelo, pero tenía un ojo abierto y los dedos le temblaban. Sería mejor que Lula, Bob y yo nos fuéramos antes de que Joyce abriera el otro ojo.
– ¿Y a ti qué te parece? -quiso saber Lula una vez que estuvimos los tres en el coche de camino a la calle Front-. ¿Te parece que estoy gorda?
Lula no parecía tener demasiada grasa. Se la veía sólida. Sólida como una bratwurst. Pero era una bratwurst enorme.
– No exactamente gorda -dije-. Eres más bien grande.
– Y tampoco tengo ni un gramo de celulitis de ésa.
Eso era cierto. Una bratwurst no tiene celulitis.
Conduje en dirección oeste, hacia Hamilton, acercándome al río, a la calle Front. Lula iba de copiloto, en el asiento delantero, y Bob iba detrás con la cabeza fuera de la ventana, los ojos entrecerrados y las orejas agitándose al viento. El sol brillaba y al aire sólo le faltaban un par de grados para ser primaveral. Si no hubiera sido por Loretta Ricci habría pasado de buscar a Eddie DeChooch y me habría escapado a la costa. El hecho de que tenía que pagar el plazo del coche me estimuló para enfilar el CR-V en dirección a Ace Pavers.
En Ace Pavers se dedicaban al asfalto y eran fáciles de localizar. La oficina era pequeña. El garaje, enorme. Una apisonadora gigantesca estaba encadenada bajo la tejabana contigua al garaje junto a otros varios artefactos renegridos por el alquitrán.
Aparqué en la calle, encerré a Bob en el coche, y Lula y yo nos dirigimos a la oficina. Esperaba encontrarme con un director administrativo. Lo que me encontré fue a Ronald DeChooch jugando a las cartas con otros tres tíos. Tenían todos cuarenta y tantos años y vestían en plan cómodo, con pantalones de sport y niquis de punto con tres botones. No parecían ejecutivos, pero tampoco parecían trabajadores. Parecían esos chicos listos que salen en la televisión por cable. Bien por la televisión; ahora en Nueva Jersey sabían vestirse.
Jugaban a las cartas en una mesa destartalada, sentados en sillas plegables de metal. Encima de la mesa había un montón de dinero y ninguno pareció alegrarse de vernos a Lula y a mí. DeChooch era una versión joven y más alta de su tío, con algunos kilos de más repartidos de manera proporcionada. Dejó las cartas boca abajo sobre la mesa y se levantó. -¿Puedo ayudarlas, señoras?
Me presenté y le dije que estaba buscando a Eddie. Todos los de la mesa sonrieron.
– Ese DeChooch -dijo uno de los hombres- es increíble. He oído que os dejó a las dos sentadas en el salón mientras él se escapaba por la ventana.
Aquello le proporcionó unas sonoras carcajadas.
Si conocierais a Choochy habríais sabido que teníais que vigilar las ventanas -dijo Ronald-. En sus buenos tiempos saltó por muchas ventanas. Una vez le pillaron en el dormitorio de Florence Selzer. El marido de Flo, Joey el Trapo, llegó a casa y pilló a Choochy saliendo por la ventana y le pegó un tiro en el… ¿cómo lo llaman, glútamus máximus?
Un tipo grandón con una enorme barriga se tambaleó en la silla.
– Posteriormente, Joey desapareció.
– ¿Ah, sí? -dijo Lula-. ¿Qué le pasó? El tipo grande levantó las palmas.
– Nadie lo sabe. Uno de esos misterios sin resolver.
Ya. Probablemente fue el parachoques de un SUV, como Jimmy Hoffa.
– Bueno, ¿y alguno de ustedes ha visto a Choochy? ¿Alguien sabe dónde puede estar?
– Podías probar en su club social -dijo Ronald.
Todos sabíamos que no iría a su club social. Puse una de mis tarjetas encima de la mesa.
– Por si a alguno de ustedes se le ocurre algo.
Ronald sonrió.
– A mí ya se me está ocurriendo algo.
¡Puaj!
– Ese Ronald es un baboso -dijo Lula cuando nos metimos en el coche-. Y te miraba como si fueras su almuerzo.
Tuve un estremecimiento involuntario y nos fuimos de allí.
A lo mejor mi madre y Morelli tenían razón. A lo mejor debería buscar otro tipo de trabajo. O a lo mejor no debía trabajar en nada. A lo mejor tendría que casarme con Morelli y hacerme ama de casa, como mi perfecta hermana Valerie. Podría tener un par de niños y pasarme la vida coloreando en sus cuadernos de dibujo y contándoles cuentos de trenecitos de vapor y de ositos.
– Podría ser divertido -le dije a Lula-. Me gustan los trenecitos de vapor.
– Por supuesto -dijo Lula-. ¿De qué coño estás hablando?
– De cuentos infantiles. ¿No recuerdas el del trenecito de vapor?
– Yo no tenía libros de pequeña. Y si hubiera tenido alguno no habría sido sobre trenecitos de vapor…, habría sido sobre una cucharilla de crack.
Crucé Broad Street y volví a meterme en el Burg. Quería hablar con Angela Marguchi y tal vez echarle un vistazo a la casa de Eddie. Por lo general podía contar con la colaboración de los familiares y amigos del fugitivo para que me ayudaran a atraparle. En el caso de Eddie me daba la impresión de que no iba a ser así. Sus amigos y familiares no tenían mentalidad de chivatos.
Aparqué delante de la casa de Angela y le dije a Bob que sólo tardaría un minuto. Lula y yo estábamos a mitad de camino de la puerta de Angela cuando Bob se puso a ladrar en el coche. A Bob no le gustaba que le dejaran solo. Y sabía que lo del minuto no era del todo cierto.
– Chica, cómo ladra de alto ese Bob -dijo Lula-. Me está empezando a dar dolor de cabeza.
Angela asomó la cabeza por la puerta de su casa.
– ¿Qué es todo ese ruido?
– Es Bob -dijo Lula-. No le gusta que le dejen en el coche.
La cara de Angela se iluminó.
– ¡Un perro! Qué monada. Me encantan los perros.
Lula abrió la puerta del coche y Bob salió disparado. Corrió hasta Angela, le puso las patas en el pecho y la tiró al suelo de culo.
– No se ha roto nada, ¿verdad? -preguntó Lula levantando a Angela.
– No lo creo -dijo Angela-. Tengo un marcapasos que me mantiene en marcha y las caderas y las rodillas de acero inoxidable y Teflón. Sólo tengo que tener cuidado de que no me caiga un rayo ni me metan en un microondas.
Imaginar a Angela metida en un microondas me hizo pensar en Hansel y Gretel, que se enfrentaron a un horror semejante. Y esto me llevó a pensar en lo poco fiables que son las miguitas de pan para marcar caminos. Y eso me llevó a la deprimente conclusión de que yo estaba aún peor que Hansel y Gretel, porque Eddie DeChooch ni siquiera había dejado miguitas de pan.
– Me imagino que no habrá visto a Eddie -le dije a Angela-. No habrá regresado a casa, ¿verdad? Ni habrá llamado para pedirle que le riegue las plantas.
– No. No he tenido noticias de Eddie. Probablemente sea el único de todo el Burg del que no he sabido nada. El teléfono está sonando sin parar. Todo el mundo quiere saber qué pasó con la pobre Loretta.
– ¿Eddie solía tener muchas visitas?
– Tenía algunos amigos. Ziggy Garvey y Benny Colucci. Y un par más.
– ¿Alguno de ellos llevaba un Cadillac blanco?
– Eddie llevaba últimamente un Cadillac blanco. Su coche se estropeó y alguien le dejó un Cadillac blanco. No sé quién. Lo dejaba aparcado en el callejón, detrás del garaje.
– ¿Loretta Ricci le visitaba con frecuencia?
– Que yo sepa, ésta fue la primera vez que vino a ver a Eddie. Loretta estaba como voluntaria en el programa de Comida Sobre Ruedas para los ancianos. La vi entrar a la hora de la cena con una caja. Me imaginé que alguien le habría dicho que Eddie estaba deprimido y no se alimentaba bien. O puede que Eddie les llamara. Aunque no me pega que Eddie hiciera algo así.
– ¿Vio salir a Loretta?
– No la vi salir exactamente, pero me di cuenta de que el coche había desaparecido. Estuvo dentro aproximadamente una hora.
– ¿Y disparos? -preguntó Lula-. ¿Oyó cuando se la cargaban? ¿La oyó gritar?
– No oí ni un grito -dijo Angela-. Mamá es sorda como una tapia. Cuando enciende la televisión, aquí ya no se puede oír nada. Y la televisión está encendida desde las seis hasta las once. ¿Les gustaría tomar un poco de tarta? He traído una deliciosa rosca de almendras de la panadería.
Le agradecí a Angela su oferta pero le dije que Lula, Bob y yo teníamos que seguir trabajando.
Salimos de la casa de Marguchi y nos metimos en la puerta de al lado, la mitad de DeChooch. Por supuesto, la mitad de DeChooch nos estaba vedada, rodeada de cinta de la policía como parte de una investigación en marcha. No había polis custodiando ni la casa ni el cobertizo, por lo que asumí que habrían trabajado mucho el día anterior para acabar de recoger todas las pruebas.
– Probablemente no deberíamos entrar ahí, dado que todavía está el precinto -dijo Lula.
– A la policía no le gustaría -ratifiqué yo.
– Claro que ya estuvimos aquí ayer. Probablemente dejamos huellas por todas partes.
– O sea, ¿que no crees que importe que entremos hoy?
– Bueno, no importaría si nadie se, enterara -dijo Lula.
– Y tengo la llave, o sea, que realmente no se trata de un allanamiento con violencia.
El problema es que robé la llave.
Como agente de fianzas también tengo derecho a entrar en la casa de un fugitivo si tengo una buena razón para sospechar que está dentro. Y, llegado el caso, estoy segura de que podría encontrar una buena razón. Puede que me falten muchas de las habilidades de un cazarrecompensas, pero puedo mentir como el mejor.
– Podrías comprobar si realmente es la llave de la casa de Eddie -dijo Lula-. ¿Sabes? Sólo por probarla.
Inserté la llave en la cerradura y la puerta giró sobre sus goznes.
– Caray -dijo Lula-. Mira lo que ha pasado. La puerta está abierta.
Nos colamos en el vestíbulo oscuro y yo cerré la puerta con pestillo detrás de nosotras.
– Tú vigila. No quiero que nos sorprenda la policía o Eddie.
– Confía en mí -dijo Lula-. Centinela es mi segundo nombre.
Empecé por la cocina, revisando armarios y cajones, repasando todos los papeles que había en la encimera. Yo estaba entregada a mi rollo Hansel y Gretel, buscando miguitas de pan que me indicaran el camino. Esperaba encontrar un número de teléfono garabateado en una servilleta de papel, o tal vez un mapa con una enorme flecha anaranjada señalando un motel cercano. Lo que encontré fue el cacharrerío habitual que se amontona en todas las cocinas. Eddie tenía cuchillos, platos y cuencos para sopa que su mujer había comprado y utilizado a lo largo de su matrimonio. No había platos sucios abandonados en la encimera. Todo estaba cuidadosamente ordenado en los armarios. No había mucha comida en el frigorífico, pero estaba mejor abastecido que el mío. Una caja pequeña de leche, unos filetes de pechuga de pavo comprados en la carnicería de Giovichinni, huevos, una barra de mantequilla y algunos condimentos.