Recorrí un pequeño cuarto de baño, el comedor y el salón. Eché un vistazo al interior del armario de la entrada y revisé los bolsillos de los abrigos mientras Lula vigilaba la calle por una rendija de las cortinas del salón.

Subí las escaleras y miré en los dormitorios, aún con la esperanza de encontrar una miga de pan. Todas las camas estaban cuidadosamente hechas. En la mesilla de noche del dormitorio principal había un libro de crucigramas. Ni una sola miga. Fui al cuarto de baño. Lavabo limpio. Bañera limpia. El armario de las medicinas lleno a rebosar de Darvon, aspirinas, diecisiete clases diferentes de antiácidos, pastillas para dormir, un tarro de Vicks, limpiador de dentaduras y pomada antihemorroidal.

La ventana de encima de la bañera estaba sin cerrar. Me encaramé sobre la bañera y la cerré. La huida de DeChooch parecía muy posible. Salí de la bañera y del cuarto de baño. Me quedé en el rellano pensando en Loretta Ricci. No había ningún rastro de ella en aquella casa. Ni manchas de sangre. Ni huellas de lucha. La casa estaba sorprendentemente limpia y recogida. Ayer también me había sorprendido eso cuando subí a buscar a DeChooch.

Ni notas escritas en el cuadernillo junto al teléfono. Ni carteritas de cerillas de algún restaurante tiradas en la encimera de la cocina. Ni calcetines por el suelo. Ni ropa sucia en el cesto del cuarto de baño. Oye, pero ¿yo qué sé? A lo mejor los viejos deprimidos se vuelven obsesivamente limpios. O puede que DeChooch se pasara toda la noche limpiando las manchas de sangre del suelo y luego pusiera la lavadora. La conclusión: ni una miga de pan.

Volví a la sala e hice un esfuerzo para no torcer el gesto. Quedaba un sitio por mirar. El sótano. ¡Uf! Los sótanos de este tipo de casa siempre eran oscuros y espeluznantes, con calderas de petróleo ruidosas y vigas llenas de telarañas.

– Bueno, supongo que ahora debería mirar en el sótano -le dije a Lula.

– Muy bien -dijo Lula-. Sigue sin haber moros en la costa.

Abrí la puerta del sótano y accioné el interruptor de la luz. Escaleras de madera carcomida, suelo de cemento gris, vigas llenas de telarañas y ruidos espeluznantes de sótano. No me decepcionó.

– ¿Pasa algo? -preguntó Lula.

– Es horripilante.

– ¡ Ajá!

– No quiero bajar ahí.

– No es más que un sótano -dijo Lula.

– ¿Por qué no bajas tú?

– Ni loca. Odio los sótanos. Son espeluznantes.

– ¿Tienes un arma?

– ¿Cagan los osos en el bosque?

Cogí la pistola de Lula y empecé a descender las escaleras del sótano. Un panel de madera con herramientas… destornilladores, llaves inglesas, martillos. Un banco de trabajo con un

torno. Ninguna de las herramientas parecía haber sido usada recientemente. En un rincón se amontonaban varias cajas de cartón. Estaban cerradas, pero no precintadas. La cinta que las había precintado estaba tirada por el suelo. Curioseé en un par de cajas. Adornos de Navidad, algunos libros, una caja de bandejas y platos. Nada de migas de pan.

Subí las escaleras y cerré la puerta. Lula seguía mirando por la ventana.

– Huy-huy -dijo Lula.

– ¿Por qué ese «huy-huy»? Odio ese «huy-huy».

– Un coche de la poli acaba de aparcar delante.

– ¡Mierda!

Cogí la correa de Bob, y Lula y yo corrimos hacia la puerta de servicio. Salimos de la casa y nos dirigimos a la escalinata que hacía las veces de porche trasero de Angela. Lula empujó la puerta y los tres nos metimos dentro de un salto.

Angela y su madre estaban sentadas a la pequeña mesa de la cocina, tomando café y tarta.

– ¡Socorro! ¡Policía! -se puso a chillar la madre de Angela cuando irrumpimos por la puerta.

– Es Stephanie -le gritó Angela a su madre-. ¿Te acuerdas de Stephanie?

– ¿Quién?

– ¡Stephanie!

– ¿Qué quiere?

– Hemos cambiado de opinión respecto a la tarta -dije arrastrando una silla y sentándome.

– ¿Qué? -gritó la madre de Angela-. ¿Qué?

– Tarta -le contestó ésta a gritos-. Quieren un poco de tarta.

– Pues dásela, por Dios santo, antes de que nos peguen un tiro.

Lula y yo miramos la pistola que llevaba en la mano.

– No se preocupe -grité-. Es una pistola de mentira.

– Pues a mí me parece muy de verdad -gritó la madre de Angela-. A mí me parece una Glock del calibre cuarenta de catorce disparos. Con eso se le puede hacer un buen agujero a un hombre en la cabeza. Yo solía llevar una, pero cambié a la escopeta cuando fui perdiendo vista.

Carl Costanza llamó a la puerta de servicio y todas dimos un brinco.

– Estábamos haciendo una ronda de seguridad y he visto vuestro coche ahí fuera -dijo Costanza, quitándome el trozo de tarta de la mano-. Quería cerciorarme de que no se os ocurría hacer nada ilegal… como violar la escena del crimen.

– ¿Quién, yo?

Costanza me sonrió y se fue con mi trozo de tarta.

Volvimos a centrar nuestra atención en la mesa, donde ahora había un plato de tarta vacío.

– Por todos los santos -dijo Angela-, ahí había una tarta entera. ¿Qué demonios puede haberle pasado?

Lula y yo intercambiamos miradas. Bob tenía un trozo de glaseado de azúcar blanco colgándole de los labios.

– Tal vez sea mejor que nos vayamos ya -dije, tirando de Bob hacia la puerta principal-. Si saben algo de Eddie no dejen de decírmelo.

– No nos ha servido de mucho -dijo Lula en cuanto estuvimos en carretera-. No hemos descubierto nada de Eddie DeChooch.

– Compra filetes de pechuga de pavo en Giovichinni -dije.

– Y ¿qué quieres decir? ¿Que pongamos como cebo del anzuelo pechuga de pavo?

– No, lo que estoy diciendo es que es un tipo que ha pasado toda su vida en el Burg y que no se va a ir a ningún otro sitio. Está por aquí, paseando en su Cadillac blanco. Tendría que ser capaz de encontrarle.

Sería más sencillo si hubiera cogido el número de la matrícula. Le había pedido a mi amiga Norma que buscara Cadillacs blancos en el registro de automóviles, pero había demasiados para comprobarlos todos.

Dejé a Lula en la oficina y me fui a buscar a El Porreta. Éste y Dougie se pasaban casi todo el día viendo la televisión y comiendo ganchitos de queso, viviendo de alguna actividad ocasional semiilegal. En breve, todo el dinero de esas actividades se esfumaría convertido en humo de cigarrillos de la risa, y El Porreta y Dougie vivirían con muchos menos lujos.

Aparqué delante de la casa de El Porreta y Bob y yo nos acercamos a las escaleras de la entrada y llamamos a la puerta. La abrió Huey Kosa y me sonrió. Huey Kosa y Zero Bartha son los compañeros de casa de El Porreta. Son chicos encantadores, como él, pero que viven en otra dimensión.

– Colega -dijo Huey.

– Estoy buscando a El Porreta.

– Está en casa de Dougie. Tenía que hacer la colada y el Dougster tiene lavadora. El Dougster tiene de todo.

Recorrí la corta distancia que separaba ambas casas en coche y aparqué. Podía haberlo hecho andando, pero no habría sido el estilo de Jersey.

– Eh, colega -dijo El Porreta cuando llamé a la puerta de Dougie-. Estoy encantado de veros a ti y al Bob. Mi casa su casa. Bueno, en realidad es la casa del Dougster, pero no sé cómo se dice.

Iba vestido con otro de sus Súper Trajes. Esta vez era verde y sin la P cosida en el pecho, y más parecía PepinilloMan que El Porreta.

– ¿Salvando al mundo? -le pregunté.

– No. Haciendo la colada.

– ¿Sabes algo de Dougie?

– Nada, colega. Nada.

La puerta principal daba paso a una sala escasamente amueblada con un sofá, una silla, una sola lámpara de techo y una televisión de pantalla grande. En ella, a Bob Newhart le entregaban una bolsa con un animal atropellado en un episodio de Larry, Daryl y Daryl.

– Es una retrospectiva de Bob Newhart -dijo El Porreta-. Están poniendo todos los clásicos. Oro puro.

– Y entonces -dije recorriendo la habitación con la mirada-, ¿Dougie nunca había desaparecido de esta manera?

– No desde que yo le conozco.

– ¿Dougie tiene novia?

El Torreta se quedó sin expresión. Como si aquélla fuera una pregunta demasiado grande para comprenderla.

– Novia -dijo por fin-. Vaya, nunca he pensado en el Dougster con novia. O sea, nunca le he visto con una chica.

– ¿Y un novio?

– Creo que tampoco tiene de eso. Me parece que el Dougster es más… hum…, autosuficiente.

– Vale, vamos a probar otra cosa. ¿Dónde iba Dougie cuando desapareció?

– No me lo dijo.

– ¿Iba en coche?

– Sí. Cogió el Batmóvil.

– Y ¿qué aspecto tiene exactamente el Batmóvil?

– Parece un Corvette negro. He ido por ahí a ver si lo veía, pero no aparece por ningún sitio.

– A lo mejor deberías denunciarlo a la policía.

– ¡Para nada! El Dougster se metería en un lío con su fianza.

Estaba empezando a percibir unas malas vibraciones. El Porreta se estaba poniendo nervioso y ésta era una faceta poco conocida de su personalidad. Normalmente, El Porreta era Don Tranquilo.

– Aquí pasa algo más -le dije-. ¿Qué me estás ocultando?

– Eh, nada, colega. Lo juro.

Estaré loca, pero me gusta Dougie. Puede que fuera un mamarracho y un zángano, pero era un mamarracho y un zángano bueno. Y había desaparecido y yo tenía una sensación rara en el estómago.

– ¿Qué me dices de la familia de Dougie? ¿Has hablado con alguno de sus familiares? -pregunté.

– No, colega, están todos perdidos en Arkansas. El Dougster no hablaba mucho de ellos.

– ¿Dougie tiene una agenda de teléfonos?

– Nunca se la he visto. Puede que tenga una en su dormitorio.

– Quédate aquí con Bob y encárgate de que no se coma nada. Voy a echar un vistazo a la habitación de Dougie.

En el piso de arriba había tres habitaciones pequeñas. Ya conocía la casa de antes, así que sabía cuál era el dormitorio de Dougie. Y sabía lo que podía esperar de la decoración de interiores. Dougie no perdía el tiempo con los detalles insignificantes del hogar. El suelo de su dormitorio estaba cubierto de ropa, la cama estaba deshecha, la cómoda repleta de recortes de papel, una maqueta de la nave espacial Enterprise, revistas de chicas, platos con restos de comida seca y tazas.

Había un teléfono en la mesilla de noche, pero no había ninguna agenda junto a él. En el suelo, junto a la cama, había una hoja de papel amarillo de un bloc de notas. En ella, un montón de nombres y números sin orden ni concierto, algunos medio borrados por la marca de una taza de café. Hice un repaso rápido de la lista y descubrí que había varios Krupers con dirección de Arkansas. Ninguno en Jersey. Revolví en el batiburrillo que tenía en el cajón de la mesilla y, por si acaso, fisgoneé en su armario.


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