Dos

Ya era de noche cuando salí de casa de mis padres. No esperaba que Eddie DeChooch estuviera en casa, pero pasé por delante de ella de todos modos. La mitad de la Marguchi estaba brillantemente iluminada. La mitad de DeChooch estaba muerta. Alcancé a ver la cinta amarilla de la policía atravesando el patio de atrás.

Quería hacerle algunas preguntas a la señora Marguchi, pero tendrían que esperar. No quería molestarla a aquellas horas. Ya habría tenido un día bastante difícil. Me pasaría mañana y, de camino, me acercaría a la oficina para conseguir las direcciones de Garvey y Colucci.

Di una vuelta a la manzana y me dirigí hacia la avenida Hamilton. Mi edificio de apartamentos está situado a unos tres kilómetros del Burg. Es un bloque macizo de ladrillo y cemento de tres pisos construido en los años setenta pensando en la economía. No está equipado con grandes comodidades, pero tiene un portero decente que hace lo que le pidas a cambio de un paquete de seis cervezas, el ascensor funciona casi siempre y el alquiler es razonable.

Dejé el coche en el aparcamiento y miré hacia mi apartamento. Las luces estaban encendidas. Había alguien en casa y no era yo. Probablemente sería Morelli. Tenía llave. Sentí una oleada de excitación ante la idea de verle, seguida de inmediato por la sensación de agujero en el estómago. Morelli y yo nos conocemos desde pequeños y las cosas nunca han sido sencillas entre nosotros.

Subí por las escaleras considerando mis sentimientos y me decidí por «condicionalmente contenta». La verdad es que Morelli y yo estamos bastante seguros de que nos queremos. De lo que no estamos tan seguros es de que soportemos vivir juntos el resto de nuestras vidas. Yo no tengo mucho interés en casarme con un poli. Morelli no quiere casarse con una cazarrecompensas. Y además está Ranger.

Abrí la puerta del apartamento y me encontré con dos viejos sentados en mi sofá, viendo un partido de béisbol en la televisión. Morelli no estaba a la vista. Los dos se levantaron y sonrieron cuando entré en la habitación.

– Usted debe de ser Stephanie Plum dijo uno de los hombres-. Permítame que haga las presentaciones. Yo soy Benny Colucci y éste es mí amigo y colega Ziggy Garvey.

– ¿Cómo han entrado en mi apartamento?

– La puerta estaba abierta.

– Eso no es verdad.

Su sonrisa se ensanchó.

– Ha sido Ziggy. Tiene un toque especial para las cerraduras.

Ziggy sonrió y agitó los dedos.

– Soy un viejo chocho, pero los dedos todavía me funcionan.

– No me vuelve loca que la gente se cuele en mi apartamento -dije.

Benny asintió solemnemente.

– Lo entiendo, pero pensamos que en esta ocasión sería correcto, puesto que tenemos algo muy serio que discutir.

– Y urgente -añadió Ziggy-. También es de naturaleza urgente.

Los dos se miraron y asintieron. Era urgente.

– Y, además -dijo Ziggy-, tiene algunos vecinos muy chismosos. La estábamos esperando en el pasillo, pero había una señora que no dejaba de asomarse a la puerta para mirarnos. Nos resultaba incómodo.

– Creo que estaba interesada en nosotros, si sabe a lo que me refiero. Y nosotros no hacemos cosas raras de ésas. Somos hombres casados.

– Tal vez cuando éramos más jóvenes -dijo Ziggy sonriendo.

– Y ¿cuál es ese asunto tan urgente?

– Resulta que Ziggy y yo somos muy buenos amigos de Eddie DeChooch -dijo Benny-. Los tres nos conocemos desde hace mucho. Por eso, Benny y yo estamos preocupados por la repentina desaparición de Eddie. Nos preocupa que Eddie esté metido en un lío.

– ¿Quieren decir porque mató a Loretta Ricci?

– No, no creemos que eso sea un problema serio. La gente siempre está acusando a Eddie de matar a gente.

Ziggy se acercó y dijo en un susurro confidencial:

– Rumores injustificados, todos ellos.

Por supuesto.

– Estamos preocupados porque, tal vez, Eddie no tenga las ideas muy claras -dijo Benny-. Lleva tiempo deprimido. Vamos a verle y no quiere hablar con nosotros. Nunca se había comportado así.

– No es normal -dijo Ziggy.

– En cualquier caso, sabemos que le está buscando y no queremos que resulte herido, ¿me entiende?

– No quieren que le dispare.

– Sí.

– Casi nunca disparo a nadie.

– A veces pasa, pero quiera Dios que no sea a Choochy -dijo Benny-. Estamos intentando evitar que eso le pase a Choochy.

– Miren -dije-, si le pegan un tiro la bala no será mía.

– Y hay otra cosa -dijo Benny-. Estamos intentando encontrar a Choochy para ayudarle.

Ziggy asintió.

– Creemos que tal vez debería ir a un médico. Puede que necesite un psiquiatra. Por eso se nos ha ocurrido que, como usted está buscándole, podríamos trabajar juntos.

– Claro -dije-. Si le encuentro se lo haré saber.

Después de que le haya entregado en el juzgado y lo tengan metido entre rejas.

– Y nos preguntábamos si tendría ya alguna pista.

– No. Ni una.

– Caray, contábamos con que tuviera alguna pista. Hemos oído que es usted muy buena.

– La verdad es que no soy tan buena… es más bien que tengo suerte.

Otro intercambio de miradas.

– Y en este caso ¿tiene la impresión de que puede tener suerte? -preguntó Benny.

Era difícil que me sintiera con suerte cuando un ciudadano de la tercera edad se me acababa de escapar de las manos, había encontrado una mujer muerta en su cobertizo y había compartido la cena con mis padres.

– Bueno, es demasiado pronto para saberlo.

Se escucharon unos ruidos en la puerta, ésta se abrió de par en par y entró El Porreta. Iba enfundado de la cabeza a los pies en un mono de tejido elástico violeta con una P plateada cosida en el pecho.

– Hola colega -dijo El Porreta-. He intentado llamarte, pero nunca estás en casa. Quería enseñarte mi nuevo traje de Super Porreta.

– Caramba -dijo Benny-, lo que parece es mariquita perdido.

– Soy un superhéroe, colega -dijo El Porreta.

– Supermariquita sería más acertado. ¿Vas por ahí con ese traje todo el día?

– Para nada, colega. Es mi traje secreto. Normalmente sólo me lo pongo para hacer supermisiones, pero quería que aquí la coleguita tuviera un impacto total, y me cambié en el pasillo.

– ¿Puedes volar como Superman? -le preguntó Benny a El Porreta.

– No, pero puedo volar en mi imaginación, colega. No veas si puedo volar.

– Ay, madre -dijo Benny.

Ziggy miró el reloj.

– Nos tenemos que ir. Si sabe algo de Choochy nos lo dirá,?verdad?

– Desde luego.

A lo mejor.

Me quedé observándoles mientras se iban. Eran como Jack Sprat y su mujer. Benny tendría unos veinticinco kilos de sobrepeso y la papada le caía en cascada sobre el cuello. Y Ziggy parecía el esqueleto de un pavo. Supuse que los dos vivirían en el Burg y que pertenecerían al club de DeChooch, pero no lo sabía con certeza. Otra suposición era que ambos estarían en los archivos de Vincent Plum como antiguos clientes, puesto que no habían considerado necesario darme sus números de teléfono.

– Entonces, ¿qué te parece el traje? -me preguntó El Porreta cuando se fueron Benny y Ziggy-. Dougie y yo encontramos una caja llena. Creo que son para nadadores o deportistas o algo así. Dougie y yo no conocemos a ningún nadador que los pueda usar, pero pensamos que podíamos convertirlos en Súper Trajes. Mira, los puedes llevar como ropa interior y cuando tienes que hacer de superhéroe no tienes más que quitarte la ropa. El único problema es que no tenemos capas. Probablemente por eso el colega viejo no se ha dado cuenta de que era un superhéroe. Por la capa.

– No creerás en serio que eres un superhéroe, ¿verdad?

– Quieres decir, o sea, en la vida real.

– Sí.

El Porreta se quedó pasmado.

– Los superhéroes son, o sea, de ficción. ¿Nunca te lo había dicho nadie?

– Sólo quería asegurarme.

Fui al instituto con Walter El Porreta Dunphy y con Dougie El Proveedor Kruper.

El Porreta vive con otros dos chavales en una estrecha casa adosada de la calle Grant. Entre todos forman la Legión de los Perdedores. Son una pandilla de porreros e inadaptados que pasan de un trabajo menor a otro y viven completamente al día. También son amables e inofensivos y definitivamente adoptables. No es exactamente que salga con El Porreta. Es más bien que seguimos en contacto y cuando nuestros caminos se cruzan despierta en mí sentimientos maternales. El Porreta es como un desmañado gatito perdido que aparece de vez en cuando para que le dé un tazón de leche.

Dougie vive unos números más abajo en las mismas casas adosadas. En el instituto Dougie era el clásico chaval que llevaba anticuadas camisas de botones cuando todos los demás llevaban camisetas. Dougie no sacaba buenas notas, no era deportista, no tocaba ningún instrumento musical y no tenía un coche molón. El único atractivo de Dougie era su habilidad para sorber gelatina por la nariz con una pajita.

Tras la graduación corrió el rumor de que Dougie se había ido a Arkansas y había muerto. Y de repente, hace unos meses, Dougie apareció en el Burg vivito y coleando. Y el mes pasado fue arrestado por vender mercancía robada en su casa. En el momento de su arresto el trapicheo al que se dedicaba se consideraba más bien un servicio a la comunidad que un crimen, ya que se había convertido en proveedor del laxante Metamucil a bajo precio y, por primera vez en años, los mayores del Burg habían recuperado la regularidad.

– Creía que Dougie había dejado el trapicheo -le dije a El Porreta.

– No, tía, estos trajes los encontramos de verdad. Estaban, o sea, en una caja en el desván. Estábamos limpiando la casa y nos los encontramos.

Le creía sin ninguna duda.

– ¿Y qué te parece? -preguntó-. Molón, ¿eh?

El traje era de lycra extrafina y se adaptaba a su figura desgarbada a la perfección, sin una arruga… y eso incluía sus partes blandas. No dejaba mucho a la imaginación. Si el traje lo llevara Ranger no me quejaría, pero aquello era más de lo que quería verle a El Porreta.

– Es un traje fantástico.

– Ya que tenemos estos trajes tan geniales, Dougie y yo hemos decidido combatir el crimen… como Batman.

Batman me parecía una alternativa agradable. Por lo general, El Porreta y Dougie eran el Capitán Kirk y Mister Spock.

El Porreta se echó la capucha de lycra para atrás y soltó su larga melena castaña Dougie se ha ido.

– Íbamos a empezar a combatir el crimen esta noche. El único problema es que se ha ido.


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