– ¿Ido? ¿Qué quieres decir con que se ha ido?

– O sea, que ha desaparecido, colega. Me llamó el martes y me dijo que tenía algo que hacer, pero que fuera a su casa a ver la lucha libre anoche. Íbamos a verla en la pantalla gigante de Dougie. Era un combate impresionante, colega. En fin, que Dougie no se presentó. No se perdería la lucha libre a no ser que le pasara algo terrible. Lleva encima, o sea, cuatro buscas y no contesta a ninguno. No sé qué pensar.

– ¿Has salido a buscarle? ¿Podría estar en casa de algún amigo?

– Te estoy diciendo que no es su estilo perderse la lucha libre -dijo El Porreta-. Nadie se pierde la lucha libre, colega. Estaba como loco por verla. Creo que le ha pasado algo malo.

– ¿Como qué?

– No lo sé. Es un mal presentimiento.

Los dos dimos un respingo cuando sonó el teléfono, como si nuestras sospechas de un desastre lo hubieran hecho sonar.

– Está aquí -dijo la abuela al otro lado de la línea.

– ¿Quién? ¿Quién está dónde?

– ¡Eddie DeChooch! Mabel me recogió después de que te fueras para venir a presentarle nuestros respetos a Anthony Varga. Lo están velando en la funeraria de Stiva y ha hecho un buen trabajo. No sé cómo lo hace Stiva. Anthony Varga no tenía tan buen aspecto desde hace veinticinco años. Debía de haber venido a ver a Stiva cuando estaba vivo. En fin, que todavía estamos aquí y Eddie DeChooch acaba de entrar en la funeraria.

– Voy para allá.

En el Burg uno iba a presentar sus respetos aunque estuviera sufriendo una depresión o acusado de asesinato.

Cogí el bolso de la encimera de la cocina y saqué a El Porreta a empujones de casa.

– Tengo que irme corriendo. Haré unas llamadas de teléfono y me pondré en contacto contigo. Mientras tanto, deberías ir a casa y puede que Dougie aparezca.

– ¿A qué casa debería ir, colega? ¿Debería ir a casa de Dougie o a la mía?

– A la tuya. Y llama a casa de Dougie de vez en cuando.

Que El Porreta estuviera preocupado por Dougie me fastidiaba, pero no parecía ser grave. Por otro lado, Dougie había faltado a la lucha libre. Y El Porreta tenía razón… nadie se pierde la lucha libre. Por lo menos, en Jersey.

Crucé corriendo el pasillo y bajé las escaleras. Como un rayo, atravesé el vestíbulo, la puerta, y entré en el coche. La funeraria de Stiva estaba a unos tres kilómetros, en la avenida Hamilton. Hice inventario mental del equipo. Spray irritante y esposas en el bolso. La pistola eléctrica probablemente también estaría ahí, pero podía no estar cargada. Mi 38 estaba en casa, en la lata de las galletas. Y llevaba una lima de uñas en caso de que las cosas se pusieran muy feas.

La funeraria de Stiva está ubicada en una construcción blanca que en otros tiempos fue una residencia particular. Se le han añadido garajes para los diferentes tipos de vehículos funerarios y salas de velatorio para los diferentes muertos. Tiene una pequeña zona de aparcamiento. Las ventanas están guarnecidas con persianas negras y el amplio porche delantero está cubierto de moqueta verde de exterior.

Dejé el coche en el aparcamiento y me dirigí rápidamente a la entrada principal. Los hombres formaban un grupo en el porche, fumando y contándose anécdotas. Eran hombres de clase trabajadora, vestidos con trajes corrientes, en cuyas cinturas y calvas se descubría la edad. Pasé junto a ellos en dirección al recibidor. Anthony Varga estaba en la Sala Velatorio número uno. Y Caroline Borchek estaba en la número dos. La abuela Mazur estaba escondida detrás de un ficus artificial en el vestíbulo.

– Está dentro con Anthony -me dijo la abuela-. Está hablando con la viuda. Probablemente la esté evaluando, en busca de otra mujer que matar a tiros y almacenar en su cobertizo.

Había unas veinte personas en el velatorio de Varga. La mayoría estaban sentadas. Unas cuantas estaban de pie junto al féretro. Podía entrar y acercarme hasta su lado sigilosamente y ponerle las esposas. Probablemente era la mejor manera de acabar con aquel trabajo. Desgraciadamente, también se formaría una escena y disgustaría a personas que estaban sufriendo. Y lo peor es que la señora Varga llamaría a mi madre y le relataría con detalle todo el desagradable incidente. Las otras alternativas eran abordarle junto al féretro y pedirle que saliera conmigo. O podía esperar hasta que se fuera y pillarle en el aparcamiento o en el porche.

– ¿Y ahora qué hacemos? -quiso saber la abuela-. ¿Vamos y le detenemos simplemente o qué?

Oí a alguien resollar detrás de mí. Era la hermana de Loretta Ricci, Madeline. Acababa de entrar y había visto a DeChooch.

– ¡Asesino! -le gritó-. Has matado a mi hermana.

DeChooch se puso blanco y se tambaleó hacia atrás, perdiendo el equilibrio y tropezándose con la señora Varga. Tanto DeChooch como la señora Varga se apoyaron en el féretro para no caerse, éste se balanceó precariamente sobre el carro con faldones y todo el mundo contuvo la respiración mientras Anthony Varga se iba hacia un lado y se golpeaba la cabeza con el acolchado de satén.

Madeline metió la mano en su bolso, alguien gritó que iba a sacar una pistola y todos se alborotaron. Unos se tiraron al suelo y otros salieron corriendo por el pasillo hasta el recibidor.

El ayudante de Stiva, Harold Barrone, se lanzó sobre Madelinne, la agarró por las rodillas y la hizo caer encima de la abuela y de mí, tirándonos a todos unos encima de otros.

– ¡No dispare! -le gritó Harold a Madeline-. ¡Contrólese!

– Sólo iba a sacar un pañuelo, subnormal -dijo Madeline-. Quítese de encima de mí.

– Eso, y de encima de mí-dijo la abuela-. Soy vieja. Mis huesos podrían quebrarse como ramitas.

Me levanté y eché una mirada alrededor. Eddie DeChooch no estaba. Salí corriendo al porche donde estaban los hombres.

– ¿Alguno de ustedes ha visto a Eddie DeChooch?

– Sí -dijo uno de los hombres-. Eddie acaba de irse.

– ¿Por dónde se ha ido?

– Hacia el aparcamiento.

Bajé las escaleras volando y llegué al aparcamiento justo cuando DeChooch se alejaba en un Cadillac blanco. Solté unas cuantas palabrotas muy reconfortantes y salí detrás de DeChooch. Iba más o menos una manzana por delante de mí, pisando la línea blanca y saltándose semáforos cerrados. Se dirigía al Burg y me pregunté si iría a su casa. Le seguí por la avenida Roebling, rebasando la calle que debería haber tomado para ir a su casa. Éramos el único tráfico de Roebling y me di cuenta de que me había descubierto. DeChooch no estaba tan ciego como para no ver las luces en su espejo retrovisor.

Siguió su camino por el Burg, cogiendo las calles Washington y Liberty y retrocediendo luego por Division. Me veía persiguiendo a DeChooch hasta que uno de los dos se quedara sin gasolina. Y entonces ¿qué? No llevaba ni pistola ni chaleco antibalas. Y no tenía quien me cubriera. Tendría que confiar en mis dotes de persuasión.

DeChooch se detuvo en la esquina de Division y Emory, y yo paré a unos siete metros, detrás de él. Era una esquina oscura, sin farolas, pero podía ver el coche de DeChooch claramente a la luz de mis faros. DeChooch abrió la puerta, salió con las rodillas anquilosadas y se agachó. Me miró un momento, protegiéndose los ojos del brillo de mis faros. Luego, como si tal cosa, levantó su arma y disparó tres tiros. Pam. Pam. Pam. Dos dieron en el suelo junto a mí coche y uno rebotó contra el parachoques delantero.

¡Leche! Se acabaron las dotes persuasivas. Metí la marcha atrás del CR-V y apreté el acelerador. Giré por la calle Morris, pegué un sonoro frenazo, metí la marcha y salí disparada del Burg.

Cuando llegué a mi aparcamiento ya había dejado de temblar y comprobé que no me había mojado los pantalones, o sea, que, después de todo, estaba bastante orgullosa de mí misma. Tenía un arañazo muy feo en el parachoques. Podía haber sido peor, me dije. Podía haber sido un arañazo en mi cabeza. Estaba intentando tomármelo con calma con Eddie DeChooch porque era viejo y estaba deprimido, pero la verdad era que empezaba a caerme mal.

La ropa de El Porreta seguía en el descansillo cuando salí del ascensor, así que la recogí para llevármela al apartamento. Me paré junto a la puerta y escuché. La televisión estaba encendida. Parecía un combate de boxeo. Estaba casi segura de haber apagado la televisión. Apoyé la frente en la puerta. ¿Ahora qué?

Todavía estaba con la frente apoyada en la puerta cuando ésta se abrió y Morelli me sonrió desde el otro lado.

– Uno de esos días, ¿eh?

Eché una mirada alrededor.

– ¿Estás solo?

– ¿Quién esperabas que estuviera aquí?

– Batman, el Fantasma de las Navidades pasadas, Jack el Destripador -tiré la ropa de El Porreta al suelo del recibidor-. Estoy un poco alucinada. Acabo de tener un tiroteo con DeChooch. Sólo que él era el único que tenía pistola.

Le di a Morelli los detalles morbosos y cuando llegaba al momento en que descubría que no me había mojado los pantalones, sonó el teléfono.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó mi madre-. Tu abuela acaba de llegar a casa y dice que saliste detrás de Eddie DeChooch.

– Estoy bien, pero he perdido a DeChooch.

– Myra Szilagy me dijo que están contratando gente en la fábrica de botones. Y dan beneficios. Seguramente podrías conseguir un trabajo en la planta. O puede que hasta en las oficinas.

Cuando colgué el teléfono Morelli estaba despatarrado en el sofá, viendo otra vez el boxeo. Llevaba una camiseta negra y un Jersey de punto abierto color crema encima de unos pantalones vaqueros. Era delgado, de músculos duros y moreno mediterráneo. Era un buen poli. Podía ponerme los pezones duros con sólo mirarme. Y además era fan de los Rangers de Nueva York. Eso le hacía prácticamente perfecto… salvo por lo de ser poli.

Bob el Perro estaba en el sofá junto a Morelli. Bob es un cruce entre un golden retriever y Chewbacca. En principio había venido a vivir conmigo, pero luego decidió que le gustaba más la casa de Morelli. Uno de esos rollos de tíos, me imagino. Total, que ahora Bob vive más tiempo con Morelli. A mí no me importa, porque Bob se lo come todo. Si se le dejara a su aire, Bob dejaría una casa reducida a unos cuantos clavos y algunos trozos de baldosa. Y a causa de la frecuente ingesta que hace de grandes cantidades de materia sólida, como mobiliario, zapatos y plantas de interior, Bob expulsa con frecuencia montañas de caca de perro.

Bob sonrió y me meneó la cola, y enseguida volvió a mirar la televisión.


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