– Me imagino que conocías al tipo que se quitó la ropa en tu descansillo -dijo Morelli.
– El Porreta. Quería enseñarme la ropa interior.
– Me parece de lo más normal.
– Dice que Dougie ha desaparecido. Dice que se fue ayer por la mañana y que no ha vuelto.
Morelli hizo un esfuerzo para dejar de ver el boxeo.
– ¿Dougie no tiene un juicio pendiente?
– Sí, pero El Porreta no cree que se haya fugado. El Porreta piensa que ha pasado algo malo.
– Probablemente el cerebro de El Porreta se parece a un huevo frito. Yo no daría demasiado crédito a lo que piense El Porreta.
Le pasé el teléfono a Morelli.
– Podrías hacer algunas llamadas. Ya sabes, preguntar en los hospitales y en el depósito. Como policía, Morelli tenía el acceso más fácil que yo.
Quince minutos después Morelli había repasado toda la lista. Nadie que se ajustara a la descripción de Dougie había entrado en el St. Francis, la Helen Fuld, ni el depósito. Llamé a El Porreta y le conté nuestras averiguaciones.
– Jo, tía -dijo El Porreta-, empieza a darme miedo. No es sólo lo de Dougie. Mi ropa ha desaparecido.
– No te preocupes por tu ropa. La tengo yo.
– Tía, qué buena eres -dijo El Porreta-. Eres la mejor.
Puse los ojos en blanco mentalmente y colgué. Morelli dio unas palmaditas en el sofá, a su lado.
– Siéntate y hablemos de DeChooch.
– ¿Qué pasa con DeChooch?
– No es un buen tío.
Un suspiro salió de mis labios involuntariamente. Morelli lo ignoró.
– Costanza me ha dicho que lograste hablar con DeChooch antes de que escapara.
– Está deprimido.
– Supongo que no mencionaría a Loretta Ricci.
– No, no dijo ni una palabra sobre Loretta. A Loretta la encontré yo sola.
– Tom Bell se está encargando de este caso. Le he visto después del trabajo y me ha dicho que la Ricci estaba ya muerta cuando le pegaron los tiros.
– ¿Qué?
– No sabrá la causa de la muerte hasta que le hagan la autopsia.
– ¿Por qué querría alguien dispararle a una mujer muerta?
Morelli indicó con un gesto que no tenía ni idea. Genial.
– ¿Tienes algo más para mí?
Morelli me miró y sonrió.
– Aparte de eso -dije.
Estaba dormida y, en sueños, me estaba asfixiando. Sentía un enorme peso en el pecho y no podía respirar. Normalmente no suelo tener sueños en los que me asfixio. Sueño con ascensores que salen disparados por el tejado de los edificios conmigo encerrada dentro. Sueño con toros que me siguen en estampida. Y sueño con que se me olvida vestirme y voy a un centro comercial desnuda. Pero nunca sueño que me asfixio. Hasta este momento. Me obligué a despertarme y abrí los ojos. Bob estaba dormido a mi lado con sus grandes patas y su cabeza perruna apoyadas en mi pecho. El resto de la cama estaba vacía. Morelli se había ido. Había salido de puntillas al romper el alba y había dejado a Bob conmigo.
– Muy bien, chicarrón -dije-, si te quitas de encima te doy de comer.
Puede que Bob no entendiera todas las palabras, pero casi siempre entendía el significado cuando se hablaba de comida.
Levantó las orejas, los ojos le brillaron y estaba fuera de la cama en un segundo, correteando con una expresión feliz.
Preparé un cuenco de comida seca para perros y busqué en vano algo de comida para personas. Ni Pop-Tarts, ni pretzels, ni Cap'n Crunch con Crunchberries. Mi madre siempre me daba un montón de comida para traerme a casa, pero tenía la cabeza en Loretta Ricci cuando me fui de casa de mis padres y me olvidé de la bolsa de comida, que dejé en la cocina.
– Fíjate -le dije a Bob-, soy un fracaso como ama de casa.
Bob me lanzó una mirada que decía: «Oiga, señora, a mí me da de comer, o sea que no puede ser tan mala».
Me puse unos Levi's y botas, me eché una cazadora vaquera encima del camisón y le enganché la correa a Bob; luego lo arrastré escaleras abajo y lo metí en el coche para llevármelo a la casa de mi archienemiga, Joyce Barnhardt, a que hiciera caca. Así no tenía que recoger las cacas del suelo y me daba la sensación de que estaba cumpliendo un objetivo. Hacía años había descubierto a Joyce tirándose a mi marido (ahora, mi ex marido) en la mesa de mi comedor y, de vez en cuando, me gusta devolverle la gentileza.
Joyce vive a sólo medio kilómetro, pero es distancia suficiente para que el mundo cambie por completo. Joyce ha conseguido buenas condiciones de sus ex maridos. De hecho, el marido número tres estaba tan ansioso por perderla de vista que le dejó la casa sin discutir. Es una casa grande situada en una pequeña parcela dentro de un barrio de profesionales liberales triunfadores. Es una casa de ladrillo rojo con ostentosas columnas blancas que sujetan un tejadillo encima de la puerta principal. Algo así como una mezcla del Partenón con la casa de los tres cerditos. El vecindario tiene una normativa muy estricta sobre la recogida de excrementos y por eso Bob y yo sólo visitamos a Joyce al abrigo de la oscuridad. O, como en este caso, a primera hora de la mañana, antes de que la calle se despierte.
Aparqué a media manzana de la casa de Joyce. Bob y yo nos introdujimos sigilosamente en su jardín, Bob hizo sus cosas, volvimos al coche en silencio y salimos disparados hacia el MacDonald's. Ninguna buena acción queda sin recompensa. Yo torné una Egg McMuffin y café y Bob se tomó una Egg McMuffin y un batido de vainilla.
Después de tanta actividad estábamos exhaustos, así que volvimos al apartamento, Bob se echó una siesta y yo me di una ducha. Me puse un poco de espuma en el pelo y lo empujé para arriba de manera que formara muchos rizos. Me apliqué máscara de pestañas y perfilador de ojos y acabé con un toque de brillo en los labios. Era posible que no resolviera ningún problema aquel día, pero tenía un aspecto bastante estupendo.
Media hora después Bob y yo entrábamos en la oficina de Vinnie dispuestos a ponernos a trabajar.
– Ajá -dijo Lula-, Bob está en activo.
Se agachó para rascarle la cabeza.
– Hola, Bob, ¿qué hay de nuevo?
– Seguimos buscando a Eddie DeChooch -dije-. ¿Alguien sabe dónde vive su sobrino Ronald?
Conníe escribió un par de direcciones en una hoja de papel y me la entregó.
– Ronald tiene una casa en Cherry Street, pero a estas horas será más fácil que le encuentres en el trabajo. Dirige una empresa de adoquinado, Ace Pavers, en la calle Front, cerca del río.
Me guardé las direcciones en el bolsillo, me incliné hacia Connie y bajé la voz.
– ¿Se dice algo por ahí de Dougíe Kruper?
– ¿Como qué?
– Como que ha desaparecido.
La puerta del despacho de Vinnie se abrió de repente y Vinnie asomó la cabeza.
– ¿Cómo que ha desaparecido?
Dirigí la mirada a Vinnie.
– ¿Cómo has oído eso? Lo he dicho en un susurro y tenías la puerta cerrada.
– Tengo orejas en el culo. Lo oigo todo.
Connie pasó los dedos por el canto del escritorio.
– Serás cabrón -dijo Connie-. Has vuelto a poner micrófonos -volcó su cubilete lleno de lápices, revolvió los cajones, vació el contenido del bolso encima de la mesa-. ¿Dónde está?, ¡miserable gusano!
– No hay micros -dijo Vinnie-. Te estoy diciendo que tengo buen oído. Tengo un radar.
Connie encontró el micro pegado debajo del teléfono. Lo arrancó y lo machacó con la culata de su pistola. A continuación volvió a guardar el arma en su bolso y tiró el micro a la papelera.
– ¡Oye! -dijo Vinnie-. ¡Eso era propiedad de la empresa!
– ¿Qué le pasa a Dougie? -preguntó Lula-. ¿No va a presentarse al juicio?
– El Porreta me contó que había quedado con Dougie para ver juntos la lucha libre y que Dougie no apareció. Cree que le ha podido pasar algo malo.
– Yo desde luego no me perdería la oportunidad de ver a esos luchadores con braguitas de lycra en pantalla grande -dijo Lula.
Connie y yo estuvimos de acuerdo. Una chica tendría que estar loca para perderse a aquellos macizos en pantalla grande.
– No he oído nada -dijo Connie-, pero voy a preguntar por ahí.
La puerta de entrada de la oficina se abrió de golpe y Joyce Barnhardt entró hecha una furia. Llevaba su pelo rojo cardado hasta el límite. Iba vestida con camisa y pantalones tipo Cuerpos Especiales, los pantalones apretados al culo y la camisa desabrochada hasta la mitad del esternón, mostrando un sujetador negro y una buena porción de canalillo. En la espalda de la camisa llevaba escrito DEPARTAMENTO DE FINANZAS en letras blancas. Los ojos iban intensamente maquillados de negro y las pestañas con una espesa capa de máscara.
Bob se escondió debajo del escritorio de Connie y Vinnie se metió en su despacho y cerró la puerta con pestillo. Algún tiempo atrás, y tras una breve consulta con su rabo, Vinnie había aceptado contratar a Joyce como agente de detenciones. Su pilila todavía seguía encantada de haber tomado esa decisión, pero el resto de Vinnie no sabía qué hacer con Joyce.
– Vinnie, picha floja, te he visto encerrarte en el despacho. Sal ahora mismo de ahí -gritó Joyce.
– Qué agradable verte de tan buen humor -dijo Lula.
– Un perro ha vuelto a hacer sus cosas en mi césped. Es la segunda vez esta semana.
– Supongo que eso es lo que cabe esperar cuando una se busca los ligues en la perrera.
– No me busques, gorda.
Lula entrecerró los ojos.
– ¿A quién has llamado gorda? Si me vuelves a llamar gorda te arreglo la cara.
– Gorda, culona, grasienta, sebosa…
Lula se tiró encima de Joyce y las dos rodaron por el suelo, arañándose y pegándose. Bob permaneció firme debajo de la mesa. Vinnie escondido en su despacho. Y Connie brujuleó alrededor de ellas, esperó la oportunidad y le pegó a Joyce una descarga en el culo con su pistola eléctrica. Joyce soltó un alarido y se quedó inerte.
– Es la primera vez que utilizo una cosa de éstas -dijo Connie-. Tienen su gracia.
Bob salió a rastras de debajo del escritorio para echarle una mirada a Joyce.
– ¿Cuánto tiempo llevas cuidando a Bob? -preguntó Lula, levantándose del suelo.
– Se quedó anoche en casa.
– ¿Crees que lo del jardín de Joyce sería como tamaño Bob?
– Todo es posible.
– ¿Cómo de posible? ¿Un diez por ciento de posibilidades? ¿Un cincuenta por ciento de posibilidades?
Bajamos la mirada hacia Joyce. Empezaba a parpadear y Connie le dio otra descarga de su pistola eléctrica.
– Es que odio usar el recoge-caca… -dije.