El otro punto principal de la acusación estaba relacionado con el bombardeo nocturno que acabó con todo. Aquella noche, al llegar a un pueblo medio abandonado, los soldados y las guardianas encerraron en la iglesia a las prisioneras, varios centenares de mujeres. Cayeron sólo unas pocas bombas, quizá dirigidas en principio a la línea de ferrocarril cercana, o lanzadas simplemente porque habían sobrado del ataque a una ciudad más grande. Una de las bombas cayó en la casa del párroco, en la que dormían los soldados y las guardianas. Otra acertó en el campanario. Primero ardió el campanario, luego el tejado, y después el armazón del tejado se vino abajo en llamas sobre el interior de la iglesia y el fuego se extendió a la sillería. Las gruesas puertas no cedieron. Las acusadas pudieron haberlas abierto. Pero no lo hicieron, y las mujeres encerradas en la iglesia murieron quemadas.

6

Las cosas no podían ir peor para Hanna. Ya en el interrogatorio previo causó una mala impresión al tribunal. Tras la lectura de la acusación, pidió la palabra para quejarse de una inexactitud; sin embargo el juez la reconvino recordándole que había tenido tiempo para estudiar a fondo la acusación y hacer todas las objeciones que quisiera, pero que ya se había iniciado el juicio oral y sólo las pruebas aportadas por las partes indicarían qué cosas eran ciertas y cuáles no. Cuando empezó el examen de las pruebas, el juez propuso renunciar a la lectura de la versión alemana del libro de la hija, ya que el manuscrito, que estaba siendo preparado para su publicación por una editorial alemana, había sido puesto a disposición de todos los implicados; pero Hanna no estaba de acuerdo, y su abogado tuvo que convencerla, bajo la mirada irritada del juez, de que diera su conformidad. No quería.

Tampoco admitía haber reconocido, en una declaración anterior ante el juez, que ella tuviera la llave de la iglesia. Es más, decía ahora: nadie la tenía; ni siquiera existía «la llave de la iglesia», sino varías, una para cada puerta, y estaban metidas en los cerrojos. Pero no era eso lo que decía el acta de su declaración ante el juez, que ella había leído y firmado, y Hanna empeoró todavía más las cosas al preguntar por qué querían cargarle con una culpa que no era suya. No levantó la voz, ni preguntó con impertinencia, pero sí con terquedad; y me pareció que también con una confusión y un desconcierto que se palpaban en su cara y en su voz. Sólo quería quejarse de que estuvieran culpándola de algo de lo que no era culpable, y no pretendía ni mucho menos acusar al juez de prevaricación, pero éste lo entendió así y reaccionó con dureza. El abogado de Hanna se levantó de un salto y protestó enérgica y atropelladamente, pero al preguntarle el juez si se adhería al reproche de su defendida, volvió a sentarse.

Hanna quería dejar las cosas claras. Cuando creía que la trataban injustamente, contradecía al tribunal; en cambio, admitía las acusaciones que consideraba justificadas. Contradecía con terquedad y admitía sin empacho, como si al admitir se ganara el derecho a contradecir, o como si al contradecir contrayera la obligación de admitir las acusaciones que se le hacían legítimamente. Pero no se daba cuenta de que su terquedad enojaba al juez. No era consciente del contexto, de las reglas de juego, del mecanismo por el cual todo lo que decía, y todo lo que decían las otras acusadas, se convertía en un factor en favor o en contra de su inocencia, en favor de su condena o de su absolución. Para compensar esa inconsciencia habría necesitado un abogado más experto y seguro de sí mismo, o, simplemente, un abogado mejor. Pero, desde luego, también era cierto que Hanna le estaba poniendo las cosas difíciles; era evidente que no se fiaba de él, pero de hecho tampoco había querido escoger un abogado de confianza. Era un defensor de oficio, designado por el juez.

A veces Hanna tenía algo parecido a pequeños éxitos.

Recuerdo cuando la interrogaron acerca de las selecciones que se llevaban a cabo en el campo. Las otras acusadas negaban haber participado en ellas en ningún momento. En cambio, Hanna sí admitió haberlo hecho, no ella sola, pero sí en el mismo grado que todas las demás, Y lo admitió tan de buen grado, que el juez creyó oportuno entrar en detalle en el asunto.

– ¿Cómo se efectuaban las selecciones?

Hanna explicó que las guardianas tenían a su cargo seis grupos del mismo número de prisioneras, y habían acordado seleccionar cada una la misma cantidad de prisioneras, diez por grupo, en total sesenta; pero cuando en un grupo había pocas enfermas y en otro muchas, podía ser que las cifras divergieran, por lo que en último término todas las guardianas de turno decidían conjuntamente a quién había que enviar de regreso a Auschwitz.

– ¿Ninguna de ustedes se negó a participar? ¿Actuaron todas de común acuerdo?

– Sí.

– ¿No sabían que enviaban a las prisioneras a la muerte?

– Sí lo sabíamos, pero cada mes nos mandaban prisioneras nuevas, y había que hacer sitio.

– ¿Así que, para hacer sitio, ustedes decían: Tú, tú y tú os volvéis a Auschwitz para que os maten?

Hanna no entendió lo que el juez quería decir con aquella pregunta.

– Bueno, yo… O sea… A ver, ¿qué habría hecho usted en mi lugar?

Hanna lo preguntaba en serio. No se le ocurría que otra cosa debía o podía haber hecho, y quería que el juez, que parecía saberlo todo, le dijera qué habría hecho él.

Por un momento se hizo el silencio. En los usos judiciales alemanes no está previsto que los acusados hagan preguntas a los jueces. Pero ahora la pregunta ya estaba planteada, y todos esperábamos la respuesta del juez. Tenía que contestar; no podía pasar por alto la pregunta o borrarla con un reproche o con otra pregunta en tono de reconvención. Todos nos habíamos dado cuenta, él mismo también, y entonces comprendí por qué utilizaba el truco de adoptar una expresión de desconcierto. Esa expresión era su máscara. Oculto tras ella, podía ganar un poco de tiempo para encontrar una respuesta. Pero no podía demorarse demasiado; cuanto más tardara, más crecerían la tensión y la expectación, y más convincente tendría que ser la respuesta.

– Hay cosas en las uno no debe mezclarse, y que uno debe negarse a hacer a menos que le cueste la vida.

Quizá le habría bastado con decir lo mismo pero hablando de Hanna o incluso de sí mismo. Pero hablar de lo que uno debe o no debe hacer, o de lo que le puede costar algo a uno, no estaba a la altura de la seriedad de la pregunta de Hanna. Ella quería saber qué debería haber hecho en su situación, no que le contaran que hay cosas que no deben hacerse. La respuesta del juez pareció torpe y penosa. Todos lo sintieron así. La sala reaccionó con un suspiro decepcionado y miró sorprendida a Hanna, que en cierto modo había vencido en aquel combate de esgrima dialéctica. Pero ella estaba sumida en sus pensamientos.

– Entonces, ¿debería… no debería… no debería haberme alistado cuando estaba en Siemens?

La pregunta no iba dirigida al juez. Hablaba consigo misma, se preguntaba a sí misma, vacilante, porque todavía no se había planteado la pregunta, y dudaba de que fuera la pregunta correcta, y de cuál podía ser la respuesta.


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