7

La misma terquedad que irritaba al juez cuando Hanna le llevaba la contraria, irritaba a las otras acusadas cuando le daba la razón, pues era desastrosa para su causa. Pero también para la de Hanna.

En realidad no había pruebas suficientes para acusarlas. Las únicas que apoyaban el primer punto principal de la acusación eran el testimonio de las supervivientes y el libro que había escrito la hija. Una buena defensa habría podido negar de manera convincente, sin alterar en lo sustancial las declaraciones de madre e hija, que hubieran sido precisamente las acusadas las encargadas de llevar a cabo las selecciones. Las declaraciones de los testigos no eran lo bastante precisas, ni podían serlo; al fin y al cabo, había un comandante, compañías de soldados, otras guardianas y toda una jerarquía de tareas y disciplina de la que las prisioneras sólo veían una parte, y por lo tanto no podían conocer al completo. Algo parecido podía aplicarse al segundo punto de la acusación. En el momento de los hechos, la madre y la hija estaban encerradas dentro de la iglesia y no podían saber qué pasaba fuera. Las acusadas, desde luego, no podían afirmar que no estaban allí, ya que los otros testigos, los habitantes del pueblo, habían hablado con ellas y las recordaban. Pero esos otros testigos tenían razones para andarse con cuidado, no fuera a ser que les acusasen también a ellos de no haber hecho nada por salvar a las prisioneras. Si allí sólo quedaban unas pocas guardianas, ¿qué les habría costado a los aldeanos reducir a un puñado de mujeres y abrir las puertas de la iglesia? No tenían más remedio que coincidir con la defensa en que las acusadas se habían visto forzadas a actuar como lo hicieron, lo cual, si era cierto, los exculpaba a unos y a otros. Al fin y al cabo, estaban bajo la opresión o bajo las órdenes de los soldados, que, según la defensa, todavía no habían huido, o bien, como afirmaban las acusadas, no tardarían en volver, pues sólo habían salido para llevar a los heridos a un hospital de campaña.

Cuando los abogados de las otras acusadas se dieron cuenta de que Hanna echaba por tierra sus argumentos al admitir la verdad, cambiaron de estrategia. Aprovecharían la actitud de Hanna para convertirla en única culpable y descargar a las otras acusadas. Lo hicieron con una frialdad muy profesional. Las acusadas, en cambio, los secundaron con arrebatos de indignación.

– Dice usted -le preguntó a Hanna el abogado de otra de las acusadas- que sabía que enviaba a las prisioneras a la muerte. Pero usted sólo puede hablar por sí misma, ¿no? Usted no puede saber lo que sabían sus compañeras. Puede suponerlo, pero, a fin de cuentas, no puede juzgarlo, ¿no?

– Pero es que todas nosotras sabíamos…

– Decir «nosotras» o «todas nosotras» es más fácil que decir «yo» o «sólo yo», ¿verdad? ¿No es cierto que usted, y sólo usted, tenía sus protegidas en el campo, chicas jóvenes, cada una durante una temporada, y luego otra, y así sucesivamente?

Hanna vaciló.

– Me parece recordar que yo no era la única que…

– ¡Mentira podrida! ¡Tú eras la única que tenía favoritas! -profirió, visiblemente exaltada, otra de las acusadas, una mujer grosera, con un aspecto de apacible gallina clueca y al mismo tiempo una lengua viperina.

– ¿No puede ser que esté usted diciendo que «sabía» cosas que, como mucho, sólo podía suponer, y «suponiendo» cosas que en realidad se saca de la manga?

El abogado meneó la cabeza cariacontecido, como si Hanna hubiera respondido ya afirmativamente a su pregunta.

– ¿No es cierto también que todas sus protegidas, cuando usted se hartaba de ellas, iban a parar a Auschwitz en el siguiente envío?

Hanna no contestó.

– Ésa era su parte personal de la selección, ¿verdad? Usted se niega a reconocerlo y pretende disimular acusando a las demás de haber hecho lo mismo. Pero en realidad…

– ¡Dios mío! -exclamó de pronto, tapándose la cara con las manos, la hija, que después de declarar se había instalado entre el público-. ¿Cómo he podido olvidarme?

El juez le preguntó si quería ampliar su declaración. Sin esperar a que la hicieran salir al estrado, se puso de pie y habló desde su sitio entre el público.

– Sí, tenía favoritas, siempre alguna de las más jóvenes, alguna chica débil y delicada. Las ponía bajo su protección y se encargaba de que no tuvieran que trabajar, las alojaba en sitios más cómodos y las alimentaba y las mimaba, y por la noche se las llevaba a su habitación. Les tenía prohibido contar lo que hacían con ella por la noche, y todas pensábamos que… Estábamos convencidas de que se divertía con ellas y luego, cuando se cansaba, las metía en el siguiente envío. Pero no era así; un día, una de las chicas habló, y nos enteramos de que sólo las obligaba a leerle libros, noche tras noche. No era tan malo como nos lo habíamos imaginado… Y también era mejor que tenerlas en la obra trabajando hasta reventar; debí de pensar que era mejor, si no, no se me habría olvidado tan fácilmente. Pero ahora me pregunto si de verdad era mejor.

Y se sentó.

Entonces Hanna se volvió y me miró. Su mirada me localizó de inmediato, y comprendí que ella había sabido todo el tiempo que yo estaba allí. Se limitó a mirarme. Su cara no pedía nada, no reclamaba nada, no afirmaba ni prometía nada. Se mostraba, eso era todo. Me di cuenta de lo tensa y agotada que estaba. Tenía ojeras, y las mejillas cruzadas de arriba abajo por una arruga que yo no conocía, que aún no era honda, pero ya la marcaba como una cicatriz. Al verme enrojecer, apartó la mirada y volvió a fijarla en el tribunal.

El juez se dirigió al abogado que acababa de interrogar a Hanna y le dijo si tenía más preguntas. También se lo preguntó al abogado de Hanna. Pregúntale, pensé. Pregúntale si escogía a las chicas más débiles y delicadas porque sabía que no resistirían el trabajo en la obra y de todos modos iban a volver a Auschwitz en el siguiente envío, y ella quería hacerles más grato el último mes de su vida. Díselo, Hanna. Diles que querías hacerles más grato el último mes de su vida. Diles que por eso escogías precisamente a las más delicadas y débiles. Que no había ningún otro motivo ni podía haberlo.

Pero el abogado no preguntó nada, y Hanna también calló.

8

La versión alemana del libro de la hija sobre su paso por los campos de exterminio no apareció hasta acabado el juicio. De hecho, el manuscrito ya estaba listo, pero sólo se les había facilitado a los implicados en el proceso. Yo tuve que leer el libro en inglés, algo que por entonces todavía era para mí una empresa inusual y trabajosa. Y, como siempre que se lee en una lengua extranjera que no se domina y con la que hay que pelearse, el resultado fue una extraña combinación de distancia y cercanía. Uno se esfuerza en profundizar todo lo posible en el texto, pero no consigue hacerlo suyo. Sigue siendo extraño, lo mismo que la lengua en que está escrito.

Años más tarde volví a leerlo y descubrí que esa distancia está en el libro mismo. No invita al lector a identificarse con nadie, y no pinta con rasgos amables a ningún personaje, ni a la madre y la hija ni a las personas con las que ambas compartieron su destino en diferentes campos de concentración, y finalmente en Auschwitz y en las afueras de Cracovia. En cuanto a las jefas de barracón, las guardianas y los soldados, no les imprime suficiente carácter y perfil como para que el lector pueda definirse respecto a ellos o juzgarlos con mayor o menor severidad. El libro está embebido en ese embrutecimiento que ya he intentado describir. Pero el embrutecimiento no hizo perder a la hija la capacidad de anotar y analizar lo que había visto. Y tampoco se dejó corromper por la autocompasión ni por el orgullo que evidentemente le producía el haber sobrevivido a aquellos años en los campos de exterminio y haber sido capaz, no sólo de superarlos, sino de plasmarlos literariamente. Al hablar de sí misma no oculta su comportamiento de adolescente prematuramente desengañada y, cuando hacía falta, taimada, y lo describe con la misma sobriedad que aplica a todo lo demás.


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