Hanna no aparece mencionada en el libro con su nombre, ni siquiera como personaje mínimamente identificable. A veces creí reconocerla en una guardiana que la autora describe como una mujer joven, guapa y de una «escrupulosidad sin escrúpulos» en el cumplimiento del deber. Pero no estaba seguro. De entre todas las acusadas, estaba claro que sólo Hanna coincidía con la descripción. Pero ellas no habían sido las únicas guardianas. La hija cuenta que aquella mujer le recordaba a otra guardiana que había conocido en uno de los campos, también joven, guapa y concienzuda, pero cruel e incapaz de dominarse, a la que llamaban «la yegua». Quizá la hija no fuera la única persona que había notado el parecido. Y quizá Hanna lo sabía, lo recordaba y por eso se había sentido molesta cuando la comparé con un caballo.
El campo de las afueras de Cracovia fue para madre e hija la última etapa después de Auschwitz. Fue un cambio para mejor. El trabajo era duro, pero no tanto como en Auschwitz; se comía mejor; y también era preferible dormir con seis mujeres más en una habitación a compartir un barracón con un centenar. Además, las prisioneras no pasaban tanto frío, gracias a la leña que recogían en el camino de la fábrica al campo. Existía, desde luego, el temor a las selecciones. Pero tampoco ese miedo era tan intenso como en Auschwitz. Cada mes enviaban de vuelta allí a sesenta mujeres, sesenta de un total unas mil doscientas, así que quien estuviera mínimamente dotada para resistir el trabajo podía contar con una esperanza de vida de unos veinte meses, y siempre cabía la posibilidad de tener más fuerzas que la mayoría. Además, podía ser que la guerra se acabase antes de esos veinte meses.
El desastre empezó cuando el personal del campo recibió la orden de desmantelarlo e iniciar la marcha hacia el oeste. Era invierno y nevaba. Con la ropa que tenían, las prisioneras pasaban mucho frío en la fábrica, aunque no tanto en el campo; pero desde luego aquella ropa era insuficiente para una marcha de muchos kilómetros. Sin embargo, lo peor era el calzado, que en muchos casos se limitaba a unos trapos envueltos en papel de periódico y atados de modo que aguantaban las caminatas, pero de ningún modo una larga marcha por la nieve y el hielo. Además, las mujeres no caminaban: las hacían correr. «¿Marcha de la muerte?», se preguntaba la hija en el libro. «No: trote de la muerte, galope de la muerte.» Muchas se desplomaron por el camino, otras no se levantaban después de pasar la noche en un pajar o recostadas contra una pared. Al cabo de una semana habían muerto casi la mitad.
Dormir en la iglesia era preferible a hacerlo en un pajar o contra una pared. Cuando se quedaban a pasar la noche en alguna granja abandonada, los soldados y las guardianas se instalaban en la vivienda. En aquel pueblo poco menos que abandonado, escogieron la casa del párroco, y las prisioneras encontraron, por una vez, un refugio mejor que un pajar o una mera pared. Esto, sumado al hecho de que en el pueblo les dieron sopa caliente, les hizo ver más cercano el fin de sus padecimientos. Y se durmieron. Poco después cayeron las bombas. Al principio el fuego afectó sólo al campanario, y las mujeres encerradas lo oían, pero no lo veían. Cuando la aguja del campanario se desprendió y cayó sobre el tejado de la iglesia, pasaron unos cuantos minutos hasta que se hizo visible el resplandor del fuego. Y entonces empezaron a llover llamas que prendieron las ropas de las mujeres; las vigas en llamas, al desplomarse, incendiaron los bancos y el pulpito, y al cabo de poco rato el tejado se vino abajo sobre la nave y todo empezó a arder como una tea.
Según la hija, las mujeres podrían haberse salvado si hubieran unido sus fuerzas desde el primer momento para forzar una de las puertas. Pero cuando se dieron cuenta de lo que había pasado, de lo que iba a pasar y de que no les iban a abrir las puertas, era ya demasiado tarde. Cuando las despertó el impacto de la bomba, era noche cerrada. Durante un rato sólo oyeron un ruido extraño y amenazador que provenía del campanario, y guardaron silencio para poder oírlo e interpretarlo mejor. Hasta que el tejado empezó a arder visiblemente no comprendieron que aquel ruido era la crepitación y el chisporroteo de un fuego; que lo que de vez en cuando se agitaba tras las ventanas, iluminándolas, era el resplandor de las llamas; que el golpe que oyeron por encima de sus cabezas significaba que el fuego se extendía del campanario al tejado. Lo comprendieron y empezaron a chillar horrorizadas, a pedir socorro a gritos, y se arrojaron sobre las puertas, sacudiéndolas, golpeándolas, chillando sin parar.
Cuando el tejado en llamas se precipitó sobre la nave, los muros de la iglesia envolvieron el fuego como las paredes de un horno. La mayoría de las mujeres no murieron asfixiadas, sino que ardieron entre el fragor y la luz cegadora de las llamas. Al final, el fuego llegó a calcinar por completo las puertas y a fundir los herrajes. Pero eso fue horas más tarde.
La madre y la hija sobrevivieron porque la madre hizo lo que había que hacer, aunque fuera por motivos equivocados. Cuando el pánico hizo presa en las mujeres, no pudo aguantar más allí abajo y huyó a la tribuna. No le importaba estar más cerca de las llamas; sólo quería estar sola, lejos de aquellas mujeres que gritaban y se arremolinaban envueltas en llamas. La tribuna era estrecha, tanto que las vigas incendiadas apenas la rozaron al caer. La madre y la hija se quedaron acurrucadas contra la pared, viendo y oyendo las llamas. Al día siguiente no se atrevieron a bajar ni a salir de la iglesia. Por la noche tampoco, pues temían perder pie al bajar por la escalera o extraviarse en la oscuridad. Al amanecer del día siguiente, cuando salieron de la iglesia, se encontraron con unos cuantos aldeanos que, pasmados y mudos de asombro, les dieron ropa y comida y las dejaron marchar.
9
– ¿Por qué no abrió usted la puerta?
El juez, hizo la misma pregunta a todas las acusadas, una tras otra. Y ellas dieron una tras otra la misma respuesta: no podían. ¿Por qué? Una dijo que porque había resultado herida al caer la bomba en la casa del párroco. Otra, que se encontraba bajo un fuerte choque emocional debido al bombardeo. Otra, que, después de caer las bombas, había estado ocupándose de los soldados y las otras guardianas, sacando heridos de entre las ruinas, aplicando vendajes, cuidando a las víctimas. Otra, que no se le ocurrió pensar en la iglesia y no vio el incendio ni oyó los gritos, porque no estaba por aquella parte.
Y a todas las acusadas, una tras otra, el juez les replicó lo mismo: no era eso lo que se deducía del informe. La frase estaba formulada con calculada prudencia. No podía afirmarse que el informe de las SS negara directamente las alegaciones de las acusadas, pero de algún modo parecía desmentirlas. Nombraba a todos los muertos y heridos de la casa del párroco, y especificaba quiénes habían transportado a los heridos en camión al hospital de campaña y quiénes les habían seguido en otro vehículo militar. Añadía que varias guardianas se habían quedado en el lugar de los hechos para esperar a que se extinguieran los incendios, impedir que se extendieran y prevenir los intentos de fuga que pudieran tener lugar al amparo de las llamas. También mencionaba la muerte de las prisioneras.
El hecho de que los nombres de las acusadas no apareciesen en el informe indicaba que formaban parte del grupo que se había quedado en el pueblo. Y, a su vez, el hecho de que les hubieran encargado impedir los posibles intentos de fuga indicaba que cuando se acabó de rescatar a los heridos de la casa del párroco y el camión se puso en marcha hacia el hospital, las prisioneras todavía estaban vivas. Del informe se deducía que las guardianas que se habían quedado en el pueblo habían dejado que ardiera la iglesia sin intervenir, es decir, sin abrir las puertas. Y se deducía también que entre ellas estaban las acusadas.