– Aprendió a leer con usted. Se llevaba en préstamo de la biblioteca los libros que usted le había grabado, y seguía palabra por palabra y frase por frase lo que oía. De tanto pararlo y ponerlo en marcha y rebobinar hacia adelante y hacia atrás, el aparato acabó estropeándose, y había que repararlo cada dos por tres. Para las reparaciones hace falta un permiso firmado por mí, y así fue como acabé enterándome de lo que hacía Frau Schmitz. Al principio no quería hablar de ello, pero luego empezó también a escribir y me pidió un libro de caligrafía, y ya no intentó ocultarlo más. Además, estaba orgullosa de haberlo conseguido, y tenía ganas de expresar su alegría.

Mientras la directora hablaba, yo seguía arrodillado mirando las fotos y las notas y sofocando el llanto. Cuando me di la vuelta y me senté en la cama, me dijo:

– Tenía tantas ganas de que usted le escribiera… Sólo recibía correspondencia de usted, y cuando repartían el correo preguntaba: «¿No hay carta para mí?», y le aseguro que no se refería al habitual paquete de las cintas. ¿Por qué no le escribió nunca?

Volví a callar. No habría podido hablar, sólo balbucear y llorar.

Se dirigió a la estantería, cogió un bote de té de hojalata, se sentó a mi lado y se sacó del bolsillo del traje de chaqueta un papel doblado.

– Me ha dejado una carta, una especie de testamento. Le leo lo que le afecta a usted.

Desplegó el papel.

– «En el bote de té de color lila hay más dinero. Déselo a Michael Berg para que él se lo entregue, junto con los siete mil marcos de mi libreta de ahorro, a la hija de la superviviente del incendio. Que haga con el dinero lo que quiera. Y a él déle recuerdos, de mi parte.»

Así que no me había dejado una nota. ¿Lo había hecho para herirme? ¿Para castigarme? ¿O quizá porque tenía el alma tan cansada que ya sólo podía hacer lo mínimo imprescindible?

– Cuénteme cómo era Hanna, cómo fue durante todos estos años -dije cuando recuperé el aliento-, y cómo fueron los últimos días.

– Estuvo muchos años viviendo aquí como en un convento. Como si hubiera venido por su propio pie para retirarse del mundo, como si se hubiera sometido voluntariamente a las reglas que rigen en esta casa; el trabajo al que se dedicaba, que era bastante monótono, se lo tomaba como si fuese una especie de ejercicio de meditación. Con las otras mujeres era amable pero distante, y ellas le tenían mucho respeto. Es más, tenía autoridad, le pedían consejo cuando había problemas, y cuando había alguna disputa ella intervenía y todas decían amén. Hasta que hace unos años empezó a abandonarse. Siempre había velado por su aspecto, era fuerte pero esbelta, y de una limpieza extremada, muy minuciosa. Pero a partir de entonces empezó a comer demasiado y a lavarse poco; al cabo de un tiempo engordó y empezó a oler mal. Y no se la veía triste ni insatisfecha. Era como si hasta el convento le pareciera ya superpoblado, demasiado ruidoso, y se viera obligada a retirarse a un rincón aún más apartado, a una ermita solitaria en la que no tuviera que ver a nadie y en la que ya no fueran importantes el aspecto, la ropa y el olor. He dicho que se abandonó, pero eso no expresa la realidad. Lo que hizo fue redefinir su posición de la manera que ella creía correcta, aunque eso le costase perder su influencia sobre las demás.

– ¿Y los últimos días?

– Estaba como siempre.

– ¿Puedo verla?

Asintió con la cabeza, pero siguió sentada.

– ¿Puede ser que, cuando se pasa por una fase tan larga de aislamiento, la idea de volver al mundo resulte insoportable? Quizá sea mejor matarse que cambiar el convento y la ermita por el mundo.

Me miró.

– Frau Schmitz no ha dejado escritos los motivos de su suicidio. Y usted se niega a contar lo que hubo entre los dos, aunque creo que eso ayudaría a entender el hecho de que Frau Schmitz se matara justo la noche antes de que usted pasara a buscarla.

Dobló el papel, se lo metió en el bolsillo, se levantó y se alisó la falda.

– Su muerte me ha afectado, ¿sabe?, y en estos momentos estoy furiosa, con Frau Schmitz y con usted. Pero bueno, vamos.

Echó a andar de nuevo delante de mí, esta vez sin decir palabra. Hanna estaba en la enfermería, en una habitación pequeña. Apenas había espacio para pasar entre la pared y la camilla. La directora levantó la sábana.

Hanna tenía un pañuelo atado alrededor de la cabeza, para sostener la mandíbula inferior hasta que llegara el rigor mortis. La cara no parecía ni especialmente serena ni especialmente atormentada. Parecía, simplemente, rígida y muerta. Pero tras un rato de contemplación, en el rostro muerto se transparentó la imagen del rostro viviente, y sobre el rostro de la vejez el rostro de la juventud. Algo así les debe pasar a los matrimonios ancianos, pensé: para ella, el viejo alberga en su interior el joven que fue, y para él la vieja guarda aún en su seno la hermosura y la gracia de la joven. ¿Por qué no había visto yo aquella imagen una semana anterior?

No lloré. Al cabo de un rato, la directora me miró con aire interrogante; asentí con la cabeza y ella volvió a echar la sábana por encima del rostro de Hanna.

11

Cuando llevé a cabo el encargo de Hanna, ya era otoño. La hija vivía en Nueva York, y aproveché un congreso en Boston para ir a llevarle el dinero: un cheque por el valor de los ahorros de Hanna y el bote de té con dinero en metálico. Le había escrito una carta en la que, tras presentarme como especialista en historia del Derecho y mencionar el juicio, solicitaba una entrevista con ella. Me invitó a tomar el té.

Fui de Boston a Nueva York en tren. Los bosques relucían en tonos marrones, amarillos, naranjas, castaños y rojizos, y en el rojo encendido del arce. Me acordé de las fotos de paisajes otoñales de la celda de Hanna. Cuando, entre el deslizamiento de las ruedas y el traqueteo del vagón, me venció el cansancio, soñé que Hanna y yo vivíamos en una casa en las colinas de colorido otoñal que iba cruzando el tren. Hanna era mayor que cuando nos habíamos conocido, pero más joven que en el momento de nuestro reencuentro, mayor que yo, más guapa que antes, con los años más relajada en sus movimientos, y más a gusto dentro de su cuerpo. La veía salir del coche y coger un par de bolsas de la compra, la veía dirigirse a casa a través del jardín, dejar las bolsas de la compra en el suelo y subir la escalera delante de mí. Mi deseo de estar con Hanna se hacía tan fuerte que sentía dolor. Me resistía a ceder al deseo, argumentando que era incompatible con mi realidad y la de Hanna, con la realidad de nuestras edades, de nuestros entornos vitales. ¿Cómo iba a vivir Hanna en América si no hablaba inglés? Y, además, tampoco sabía conducir.

Desperté y recordé que Hanna estaba muerta. Y también comprendí, que, en realidad, el deseo que en el sueño se aferraba a ella, no era sino el deseo de volver a casa.

La hija vivía en una calle pequeña cerca de Central Park. La calle estaba bordeada a ambos lados por viejas casas adosadas de piedra oscura, con escaleras de la misma piedra, que llevaban al primer piso. El conjunto transmitía un aire de severidad: casa tras casa, fachadas casi iguales, escalera tras escalera, y a intervalos regulares árboles plantados no hacía mucho, con unas pocas hojas amarillas en las delgadas ramas.

La hija sirvió el té ante una gran ventana que daba a los jardincillos del patio de manzana, unos verdes y vistosos y otros simples montones de trastos. En cuanto nos sentamos, llenamos las tazas, echamos azúcar y lo removimos, pasó del inglés en que me había dado la bienvenida al alemán.

– ¿A qué debo su visita?

La pregunta no era amable ni antipática; el tono era de absoluta neutralidad. Todo en ella parecía neutral: la actitud, los gestos, la ropa. La cara parecía extrañamente intemporal. Como después de un lifting. Pero quizá era que el sufrimiento a edad temprana la había congelado. Intenté en vano acordarme de su cara durante el juicio.


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