Le comuniqué la muerte de Hanna y la puse al corriente de su encargo.
– ¿Por qué yo?
– Supongo que porque es la única superviviente.
– ¿Y qué hago yo con el dinero?
– Lo que le parezca más conveniente.
– Y con eso le daría la absolución a Frau Schmitz, ¿no?
Al principio quise contradecirla, pero lo cierto es que Hanna pedía mucho. Hanna quería que los años pasados en prisión fuesen algo más que un castigo; quería darles un sentido, y quería que se le reconociese esa intención. Así se lo dije a la hija.
Ella meneó la cabeza. No supe si con ello pretendía negar mi interpretación o negarle a Hanna el reconocimiento que pedía.
– ¿No puede darle el reconocimiento sin por eso darle también la absolución?
Se rió.
– A usted le caía bien, ¿verdad? Dígame, ¿qué clase de relación tenían?
Vacilé un momento.
– Le leía libros. La cosa empezó cuando yo tenía quince años, y continuó cuando ella estaba ya en la cárcel.
– ¿Y cómo podía…?
– Le enviaba cintas. Frau Schmitz fue analfabeta casi toda su vida; aprendió a leer y escribir en la cárcel.
– ¿Por qué hizo usted todo eso?
– Cuando tenía quince años, tuvimos una relación amorosa.
– ¿Quiere decir que se acostaban juntos?
– Sí.
– Qué brutal llegó a ser esa mujer. ¿Ha conseguido usted superar ese choque tan fuerte a los quince años? No, usted mismo dice que empezó a leerle otra vez cuando estaba en la cárcel. ¿Ha estado usted casado?
Asentí con la cabeza.
– Y su matrimonio fue breve y desgraciado, y no ha vuelto a casarse, y el hijo, si es que lo tienen, está en un internado.
– Eso les pasa a miles de personas. Para eso no hace falta una Frau Schmitz.
– En los últimos años, cuando estaban en contacto, ¿tenía la sensación de que ella sabía lo que le había hecho?
Me encogí de hombros.
– En cualquier caso, sabía lo que les había hecho a otros en el campo de concentración y durante la marcha de la muerte. No sólo me lo dijo así, sino que en los últimos años dedicó mucho interés al tema.
Le conté lo que me había dicho la directora de la prisión.
Se levantó y empezó a andar a grandes pasos de un lado a otro de la habitación.
– ¿Cuánto dinero es?
Me dirigí al vestíbulo, donde había dejado el maletín, y volví con el cheque y el bote de té.
– Véalo usted misma.
Miró el cheque y lo dejó en la mesa. En cuanto al bote, lo abrió, lo vació, volvió a cerrarlo y lo sostuvo en la mano, mirándolo fijamente.
– De pequeña tenía un bote de té en el que guardaba mis tesoros. No era como éste, aunque en aquella época ya había botes como éste, sino un bote con letras cirílicas que se cerraba encajando la tapa por fuera, no por dentro como éste. Conseguí llevármelo al campo de concentración y allí un día me lo robaron.
– ¿Qué había dentro?
– Pues lo típico: un mechón de mi perro, entradas de óperas a las que me había llevado mi padre, un anillo que había ganado no sé dónde o que regalaban con algún producto… No me lo robaron por el contenido. En el campo un bote era un objeto de valor por sí mismo y por lo que se podía hacer con él.
Lo dejó encima del cheque.
– ¿Qué propone usted hacer con el dinero? Utilizarlo para algo que tenga que ver con el Holocausto me parecería como una especie de absolución, y yo no puedo ni quiero darla.
– Para analfabetos que quieran aprender a leer y escribir. Seguro que hay fundaciones, asociaciones, sociedades benéficas a las que se les pueda dar el dinero.
– Sin duda -dijo, intentando hacer memoria.
– ¿Y hay alguna asociación judía de ese tipo?
– De una cosa puede estar seguro: si hay asociaciones para una cosa, entre esas asociaciones habrá alguna judía. Aunque, eso sí, el analfabetismo no es precisamente un problema que afecte a los judíos.
Me acercó el cheque y el dinero.
– Vamos a hacer una cosa. Usted se informa de qué asociaciones judías de ese tipo hay, aquí o en Alemania, y hace una transferencia a la cuenta de la asociación que más le convenza. Y si eso del reconocimiento -rió- es muy importante para usted, puede hacer el donativo a nombre de Hanna Schmitz.
Volvió a coger el bote de té.
– El bote me lo quedo yo.
12
Ya han pasado diez años desde todo aquello. En los primeros tiempos después de la muerte de Hanna siguió atormentándome la duda de si realmente la había negado y traicionado, de sí al amarla me hice culpable, de si debería haberme liberado de ella de palabra y obra, y de cómo podría haberlo hecho. A veces me preguntaba si era responsable de su muerte. Y a veces me enfurecía con ella y por todo lo que me hizo. Hasta que el odio perdió fuelle y las dudas trascendencia. No importa lo que hice o no hice, ni lo que ella me hizo a mí: es mi vida, eso es todo.
La decisión de escribir nuestra historia la tomé poco después de su muerte. Desde entonces, esta historia se ha escrito muchas veces en mi cabeza, cada vez un poco diferente, cada vez con nuevas imágenes y fragmentos de acción y pensamiento. Por eso, además de la versión que he escrito, hay muchas otras. Supongo que esta versión es la verdadera, porque la he escrito mientras las otras se han quedado sin escribir. Esta versión pedía ser escrita; las otras no.
Al principio quería escribir nuestra historia para librarme de ella. Pero la memoria se negó a colaborar.
Luego me di cuenta de que la historia se me escapaba, y quise recuperarla por medio de la escritura, pero eso tampoco hizo surgir los recuerdos. Desde hace unos años he dejado de darle vueltas a esta historia. He hecho las paces con ella. Y ha vuelto por sí misma con todo detalle, y tan redonda, cerrada y compuesta que ya no me entristece. Durante mucho tiempo pensé que era una historia muy triste. No es que ahora piense que es alegre. Pero sí pienso que es verdadera y que por eso la cuestión de si es triste o alegre carece de importancia.
En cualquier caso, eso es lo que pienso cuando me viene a la cabeza sin más. Pero cuando me siento herido vuelven a asomar las antiguas heridas, cuando me siento culpable vuelve, la culpabilidad de entonces, y en los deseos y las añoranzas de hoy se ocultan el deseo y la añoranza de lo que fue. Los estratos de nuestra vida reposan tan juntos los unos sobre los otros que en lo actual siempre advertimos la presencia de lo antiguo, y no como algo desechado y acabado, sino presente y vivido. Lo comprendo. Pero a veces me parece casi insoportable. Quizá sí escribí la historia para librarme de ella, aunque sé que no puedo.
En cuanto volví de Nueva York, envié el dinero de Hanna, a su nombre, a la Jewish League Against Illiteracy. Recibí una breve carta escrita con ordenador, en la que la Jewish League agradecía a Mrs. Hanna Schmitz su donativo. Con la carta en el bolsillo me fui al cementerio, a la tumba de Hanna. Fue la primera y la única vez que estuve ante su tumba.