PRÓLOGO
TAN MEZCLADAS Y ENTRELAZADAS SE encuentran en mi vida las ocasiones de risa y de llanto que me es imposible recordar sin buen humor el penoso incidente que me empujó a la publicación de estas páginas.
Fue el año pasado, en un viejo hotel de Bremen, andando en busca de Vidal Escabia. Por un laberinto de corredores había llegado hasta el 666, el número de su habitación, y como fuera que la puerta estaba entreabierta y nadie respondía a mis llamadas acabé empujándola para quedarme mirando en la oscuridad, que estaba aliviada tan sólo por el brillo de unos ventanales. La esquina de una mesa tenía un brillo tenue, y detrás podía verse un bulto caído sobre la alfombra. Hallé el botón de la luz y se encendió una lámpara de cristal que colgaba del techo. Vidal Escabia estaba allí, al pie de la mesa, mirándome con los ojos abiertos. Estaba muerto.
Observé detenidamente la escena y mi atención pronto se centró en la gruesa alfombra. En ella, junto al cuerpo del escritor, entre manchas de sangre, a la altura de sus impecables mocasines rojos, había una minúscula pistola y, a su lado, el sobre sellado que dos días antes yo le había enviado por correo. El sobre contenía el manuscrito original de La asesina ilustrada, las notas escritas por Ana Cañizal y una carta de presentación firmada por mí. Pensé en guardar los escritos en el amplio bolsillo de mi abrigo, pero pronto reflexioné con calma y acabé obrando del modo que suele ser más habitual en este tipo de situaciones: dejé todo tal como estaba y di dos gritos, muy femeninos y francamente espeluznantes, que pusieron en pie a todo el hotel. Eran las siete de la mañana. Al día siguiente, el forense dictaminaba que Vidal Escabia se había suicidado. Se me permitió recuperar los escritos que le había enviado, y así concluyó el episodio de mi encuentro, el primero y el último, con Vidal Escabia.
Como es muy probable que la obra de éste, y hasta su nombre, sean todavía desconocidos para el lector, precisaré que Vidal Escabia es un escritor recientemente descubierto por varias editoriales españolas que, al parecer, se proponen reeditar el próximo invierno parte de su obra, editada hasta ahora en publicaciones muy minoritarias.
Vidal Escabia había nacido en Elche en 1907, y los años de su juventud los pasó en su ciudad natal. Se exilió en Argentina durante la guerra civil y, para entonces, ya había publicado dos novelas cortas (la obra de Escabia, exceptuando dos libros de viajes y tres de poemas, se compone únicamente de novelas cortas): La vida en la corte y Pasiones de Eldorado (1934), que no conozco, y hasta creo que son una rareza bibliográfica. Su siguiente obra, El león del Zar (1942), apareció ocho años más tarde y es una conmovedora biografía de León Tolstoi. Del 42 al 45 viajó sin cesar, siempre en compañía de la bella Jenny López [1] . En La Habana, encontró el ambiente ideal para su siguiente novela: Perfidia (1945), un excelente melodrama, acaso su mejor obra.
Terminada la segunda guerra mundial, se instaló en Lima, donde se casó con Gilda Luna, una bailarina valenciana. Siguió escribiendo relatos -algunos muy extravagantes, como The fantastic story of Eva Siva, redactada en inglés con todos los diálogos en italiano- y vivió los años más felices de su vida. En 1951, Gilda Luna pereció en accidente de automóvil y Escabia, que quedó profundamente abatido, medio enloqueció. Vendió su casa de Lima y regresó a España.
En Elche, se empleó en la Biblioteca Municipal y ya no dejó este trabajo hasta el final de sus días. Siguió escribiendo novelas cortas -quizás la más destacada sea Agridulces damas de Elche - hasta que, en la primavera del 75, decidió hacer un largo viaje al extranjero tras veinticinco años de absoluto retiro en su ciudad natal. Algunos de sus amigos trataron de convencerle de que no se marchara. Se habían enterado de que se iba solo y juzgaban que a su edad debía viajar acompañado. Él no les hizo el menor caso y, el 25 de mayo, tomó un tren con dirección a Barcelona. Quería recorrer toda Europa, y de ahí lo extraño de su suicidio. Porque él andaba muy ilusionado con su viaje. En Barcelona, saludó a viejos amigos, rememoró escenas de su juventud, posó para una fotografía como la que un día Pablo Neruda se hizo en la Plaza Real, detrás de una inmensa jarra de cerveza, y cogió un tren que en doce horas le dejó en París. Allí encontró a unos amigos comunes que fueron quienes me informaron de su fugaz paso por la ciudad y de su partida hacia el Gran Hotel de Viena en Bremen, primera parada de un viaje por el Mar del Norte.
De su producción literaria, creo que son sus dos libros de viajes los que menos merecen ser leídos y, sin embargo, los que, al parecer, han desempeñado un papel más decisivo en la historia de su redescubrimiento. Porque, de todos los autores que en los años 30 vieron publicadas sus primeras obras y tras la guerra civil quedaron olvidados o postergados, él, sin duda, es el caso más curioso, ya que va a ser rehabilitado gracias a los textos más endebles y soporíferos de su producción. Parece ser que el proceso de rehabilitación de Escabia se inició cuando, a mediados del caluroso agosto del 73, llamó la atención de J. M. la aparición simultánea de dos críticas muy elogiosas de Navegación en mar peligrosa, pésimo relato en el que Escabia cuenta un viaje inventado. Estaba J. M. tan aburrido en aquellos días que acabó entrando en una librería de Benidorm e, interesándose por el libro, pese a que nada sabía sobre su autor, e ignorando, por supuesto, que una de aquellas elogiosas críticas había sido realizada por el propio Escabia que, oculto tras el seudónimo de Escaviar, calificaba a su propia obra de "relato maestro en su género". Picó J. M. en el anzuelo y acabó deslumhrado por el estilo ampuloso y por la burda palabrería de la que Vidal Escabia hace gala en este libro. Su entusiasmo fue tan notable que, inmediatamente, se puso en contacto telefónico con Escabia para preguntarle si tenía publicadas otras obras del mismo género. Este inventó la existencia de un libro inédito que sobre la marcha tituló -y ahí su imaginación no voló precisamente muy lejos- Por tierras lejanas, prometiendo a J. M. que se lo enviaría a su casa en cuanto le fuera posible.
En cuanto colgó el teléfono, Escabia se puso a trabajar en la redacción de un inventado viaje a la Patagonia. Escribió noche y día sin descanso a lo largo de toda una semana y, cuando hubo terminado su relato, lo envió inmediatamente a J. M. que, de nuevo fascinado por la cursilería y ramplonería del estilo, se decidió a poner en marcha los mecanismos para iniciar el proceso de rehabilitación de Vidal Escabia. Al mismo tiempo, mientras preparaba la edición de Por tierras lejanas, le encargó a Escabia un trabajo "prestigioso": el prólogo a la segunda edición de Burla del destino, el libro de memorias de Juan Herrera.
Llegados a este punto, no quisiera retrasar ya por más tiempo mi opinión sobre la obra en general de Vidal Escabia: me parece un revoltijo monótono, aburrido, donde Escabia quisiera que, tan torpes como él, consintiéramos en tomar su palabrería por elegancia, su estilo ampuloso por ingenio y sus plagios por imaginación; al leerle, sólo se encuentran banalidades, cuando son suyas, y cosas de mal gusto, cuando deliberadamente saquea a los demás.
Al saber que se dirigía al Gran Hotel de Viena en Bremen no perdí el tiempo. Dejé París, cuyo clima en aquellos días me era perjudicial, y marché a Worpswede, cerca de Bremen, para instalarme en la casa de una antigua amiga. Desde allí le envié a Escabia aquel voluminoso sobre sellado. Buscando que, desde el primer momento, se interesara por mi envío utilicé un truco para llamar con toda seguridad su atención. Imitando a la perfección la caligrafía de Juan Herrera escribí este nombre como remitente de aquel sobre. Siempre imaginé que Vidal Escabia encontró mi sobre encima de la mesa de su habitación y que, dirigiéndose hacia la cama con el sobre en la mano, comenzó a leer y releer, una y otra vez, el nombre del remitente sin creer en lo que estaba viendo. ¿Cómo es posible, debió preguntarse, que Juan, que hace ya un año que está muerto, me escriba? Dejad que imagine que la escena se desarrolló de este modo y que piense que Escabia, no sólo se aterró, sino que, excluyendo la posibilidad de que se tratara simplemente de una broma, tropezó con la colcha, cayó sobre la cama, se levantó enfurecido, volvió a tropezar, esta vez con la cortina, se tambaleó de miedo. Tenía, desde luego, sus razones para reaccionar de esta manera, pues, aunque en determinados círculos se sabía que había sido amigo de Juan Herrera (y por esto le habían encargado el prólogo al libro de memorias de éste), se ignoraba la existencia de una abundante correspondencia entre uno y otro escritor. Por esto, aquel nombre, escrito en la esquina de un sobre sellado (tal como era costumbre en Herrera únicamente cuando se dirigía a Escabia) tuvo forzosamente que inquietarle e inspirarle los más variados temores.
En breve, toda la correspondencia entre Herrera y Escabia (guardada celosamente durante años en un cajón de mi cómoda) será publicada, y el lector tendrá acceso a una extraña serie de cartas cuyo tono general es más bien sorprendente. Herrera detestaba a Escabia y, si se carteó durante tanto tiempo con él, fue únicamente porque era muy aficionado a descubrir secretos y porque tenía motivos muy fundados para sospechar que Escabia no había escrito una sola línea de muchas de sus novelas. Esta sospecha, nunca confesada de un modo explícito en las cartas que le enviaba, obligó a Herrera a tratar los temas más absurdos, y a cual más delirantes, con el fin de ir tendiendo lentamente una serie de trampas a Escabia y acabar obligando a éste a confesar toda la verdad. Tardó más de diez años en conseguirlo, pero al final acabó obteniendo la recompensa a tanta molestia, paciencia y esfuerzo (por no hablar de tanta palabrería inútil) cuando, en una breve carta, fechada en Elche el 30 de mayo de 1968, Vidal Escabia, entre avergonzado y confuso, comprendiendo que Herrera le había conducido a un callejón sin salida, confesó que, en efecto, las contradicciones en las que había ido cayendo a lo largo de sus cartas habían puesto al descubierto la gran verdad, es decir, que él no había escrito ni una sola línea de muchas de las novelas de las que tanto alardeaba. A continuación, citaba el nombre de los verdaderos autores (Jenny López y Gilda Luna entre ellos) y cerraba la carta pidiendo, en un tono marcadamente patético, el mayor silencio sobre aquella revelación que ponía gravemente en juego su reputación. Quizás esperó siempre una respuesta amable de Herrera en la que éste, restando gravedad al asunto, valorara la sinceridad y valentía de Escabia, pero lo cierto es que Herrera, al recibir la carta, respiró con profundo alivio y dio por terminada su investigación archivando con gran alegría aquella carta que por fin había premiado su esfuerzo de años y olvidándose para siempre de Escabia.