Pero Escabia no logró nunca olvidarse de Herrera. Este fue el final de una relación entre dos hombres absolutamente opuestos tanto en su forma de ser como de pensar. Aparte de ser un excelente escritor (lo que, desde luego, Escabia nunca fue), Juan Herrera era, por ejemplo, un fanático del orden, todo lo contrario de Escabia, que, al parecer, fue siempre la persona más desordenada del mundo. En su escritorio (y en sus últimos veinte años tuvo el mismo en París, Sete y Trouville) Juan Herrera colocaba, según un esquema invariable, plumas, lápices, cenicero, lupa, abridor de cartas, diccionarios, folios, cuartillas, vaso de agua mineral y cajita con aspirinas, calmantes y centraminas. Era extremadamente ordenado y meticuloso y un tanto supersticioso: solía atribuir sus momentos de escasa inspiración literaria a la inexacta colocación de alguno de estos objetos sobre su mesa de trabajo. Y fue precisamente, sobre la arremetida del desorden contra el orden sobre lo que escribió la mayor parte de las veces en este escritorio. Vidal Escabia, al contrario, era la viva imagen del desorden: nunca había tenido escritorio (ni le hacía falta, puesto que otros le escribían la mayor parte de sus novelas), era muy despistado, olvidaba en los taxis los manuscritos de sus novelas, escribía en las playas o en los bares más concurridos, no le duraba una pluma más de quince días, el único diccionario que tuvo fue uno de sinónimos que le regalaron en Lima y que perdió en un prostíbulo (nunca se supo con qué idea lo había llevado hasta allí), fue un apasionado defensor de cualquier idea de caos y un entusiasta de su propio desorden.

Sabiendo que Vidal Escabia vivía en sus últimos tiempos atemorizado y que veía fantasmas por todas partes, escribí de remitente el nombre de su antiguo amigo. Estaba convencida de que iba a asustarle y no me es difícil imaginar que así debió de ser. Sin duda, él cayó en mi trampa y se azoró abriendo inmediatamente el sobre, quizás porque creía que Juan Herrera, rompiendo aquel terrible silencio al que durante años le había acostumbrado, reanudaba de pronto desde la tumba la correspondencia de antaño. Aunque quizás no pensara nada de esto y simplemente no pensara absolutamente nada (a esto era también muy aficionado), abriendo tranquilamente el sobre y comenzando a leer aquella carta en la que yo le presentaba La asesina ilustrada, mi breve relato, seguido de las notas que sobre el mismo escribiera Ana Cañizal.


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