LA ASESINA ILUSTRADA

(Los números entre corchetes indican las páginas del cuaderno. El texto y los dibujos corresponden, página por página, al original.)

[1]

LE VI EN LA PENUMBRA reconstruyendo el mapa de Aroma, soñando la red de caminos que conducirían a la ciudad, pensando trazados azules sobre los puentes que, distintos unos a otros, vigilarían los canales. Puentes convexos, sobre pilastras y sobre barcas, colgantes o de parapetos calados. Canales de agua roja que recorrerían paisajes a la luz de la luna de Aroma, la ciudad en la que él siempre soñó. Casas coronadas por piedras de plata, aire de libertad, la magia de mil palomas en vuelo constante por un cielo gris de hielo, tres soles iluminando la noche eterna de Aroma.

Le vi luego en el resplandor nocturno de su habitación acodado a la ventana que daba a su jardín meditando al final de su vida, organizando el recuerdo: infinita sucesión de imágenes fragmentadas de una juventud perdida para siempre. Cercana ya la hora en que perdería la memoria.

[2]

Le envié imágenes, le hice señales al personaje, le advertí que perdería la vida aquella misma noche. Si ya mi vista, de llorar cansada, de cosa puede prometer certeza, bellísimas he de confesar que eran aquellas imágenes de la muerte que yo, bailando bajo la colina, me dediqué a enviarle. El se olvidó un instante de su querido fichero y se quedó pensativo. Sintió un pánico infinito y quiso llevar a cabo su antiguo proyecto: para cuando le rondara la muerte tenía previsto convertir la casa en un laberinto y cavar en el centro del gran salón la fosa en la que se enterraría para siempre. Tuvo un último recuerdo para su hermana Ariadna, desaparecida hacía años, y pensó en las largas noches de invierno en las que juntos pintaban retratos de místicos sometidos a intensas convulsiones, a traumatismos enloquecidos y a estados de éxtasis como los de su cuerpo, al que la fiebre atormentaba.

[3]

Y recordó entonces un episodio de su vida: siendo un niño entró un día sin previo aviso en la habitación de su hermana sorprendiéndola desnuda frente al espejo. Ariadna, que le doblaba en edad, enfureció y con crueldad le castigó duramente. Le ató de pies y de manos y le flageló con dureza hasta conseguir que la sangre recorriera su pequeño cuerpo. Accedió luego a desatarle con la expresa condición de que, arrodillándose ante ella, besara sus pies y agradeciera el castigo recibido. Así lo hizo y fue entonces cuando, bajo el látigo e inclinado ante la gran belleza de su hermana, se despertó en él por primera vez una sensación de goce y de placer estrechamente ligada a su descubrimiento de la mujer. Siempre creyó que este episodio iría borrándose de su memoria y se equivocó. Porque no tenía otro deseo que el de reencontrar a su hermana muerta y volver a hallarse rodeado de los muros de entonces; sentir que Ariadna le seguía llamando con aquel tono de voz que, desde las largas fiebres de la infancia, le había sido tan familiar.

[4]

Aquella noche comprendió que, lejos de aquellas dulces llamadas, se sentía perdido y caía en la desesperación. Ariadna le había dejado un día en el que, precipitándose los acontecimientos, renunció a la vida embriagándose hasta reventar y desplomarse muerta sobre el sillón en el que se había sentado a observarla, mudo de terror y de sorpresa ante el último espectáculo que ella le deparaba. Comenzó a imaginar que la veía emerger del fondo del espejo de su gabinete y que ella le llamaba dulcemente como antaño y le retenía unos instantes entre sus brazos. En realidad, cuando imaginaba esto, lo que deseaba era olvidarse de mí. Yo estaba detrás de él contemplándole. Él se hallaba sentado de espaldas, con los codos y antebrazos reposando sobre el tablero de una mesa mientras su cabeza estaba inmóvil. Se levantó y cerró los cortinajes y fue hacia el espejo. Se contempló largo rato y en un ángulo inferior del espejo le pareció ver la sombra de un personaje que volaba a su lado. Tenía mi rostro ese personaje. Dos alas, grandes y abiertas, me tapaban casi enteramente y me convertían en una nube. Apartó inmediatamente aquella imagen y la atribuyó a la fatiga.

[5]

Pero, al tumbarse sobre la cama, sintió un estremecimiento y creyó que era transportado por la nube sobrevolando ciudades que, al principio, le resultaron familiares: París, Londres, Amsterdam… Más tarde, paisajes ya desconocidos: grandes masas de tierra negra muy oscura, océanos de un azul extremadamente fuerte, volcanes en erupción. Giró y giró su cabeza y le pareció que estaba a punto de estallar. Le dio pánico ver que se alejaba cada vez más de la tierra y que ésta iba tomando la forma de una pequeña esfera de cristal que más tarde se convirtió en un globo de fuego y finalmente pasó a ser una locomotora que avanzaba sin caballos en medio de una gran extensión de azul girando sobre sus polos alrededor del Sol. Después, la extensión se volvió rosa y todo se convirtió en un gran desierto de arena caliente. Pronto, muy pronto, rebasó la Luna, un pequeño disco de la luz brillante y gelatinosa, y se puso entonces de pie sobre la cama intentando recuperarse, buscando su rostro en el espejo, pero sin lograr, pese a sus esfuerzos, detener el viaje. Su rostro había envejecido y se hallaba en un gran escenario.

[6]

Andaba renqueante, iluminado por una llama muy viva de bruscos fulgores verdes y purpúreos. Después, cayó rendido sobre la cama e intentó dormir, pero le resultó imposible. Estaba aterrorizado. Se quedó callado, como extrañamente transformado, mientras yo le observaba con calma y trataba de comprender las palabras que en su delirio pronunciaba. Comprendí que a su vida mental la traspasaban graves dolencias y que estaba ya paralizado por una enfermedad que le quitaba la palabra y el recuerdo, le desarraigaba el pensamiento. Me miró al ver que la vida se le escapaba. Con esa alegría que a veces suele encontrarse en los estados de plena ebriedad me dirigí al espejo y me coloqué una cabellera rubia, me pinté de rojo los labios, contorsioné las caderas, sonreí, me coloqué un sombrero de alto copete y canté Lazy, cuyo estribillo,

Out of the world,

repetí hasta la saciedad. Él intentó incorporarse. Su aspecto no era nada tranquilizador: su labio inferior, por ejemplo, colgaba como un cable; sus dientes estaban ensangrentados y se entremezclaba el polvo con las ondas rubias de sus cabellos.

[7]

Chorros de vino salían de sus orejas, y sus piernas barrían el suelo como dos mástiles ciegos. Todo terminó al alba: un amanecer rojo que comenzó remolineando en el jardín y que llegó a barrer la estancia cubriendo de luz los espesos almohadones y el tapiz en el que se representaba, velada por los cortinajes de la ventana, la escena de su muerte. Violeta azul y negro dominaban el colorido de los almohadones, y más lejos estos colores reaparecían en la ventana, en la pequeña bóveda, estrecha y gótica, y en las cortinas de la tela de pesados pliegues, movidas por el viento de la mañana. Me incorporé sobre la cama y contemplé su cuerpo caído al pie de una mesa. Le abracé, pronuncié su nombre. Como antaño su hermana en las largas noches de invierno, le llamé con un tono de voz que le era familiar. Pero ya no podía oírme. Todo estaba en calma; llegaron los primeros pájaros de la mañana. Olor de encierro, de tabaco de pipa y de sedas viejas y viejos pergaminos. Estaba (ahora lo sabía) abrazando a un cadáver.


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