Yo pensaba entonces que el culpable se hallaba en la sala. Bajo la luz de una vela, la joven mayordomo sonreía. Me daba cuenta entonces de un detalle en el que no había reparado: la joven usaba ojos de cristal. Cuando creía que, guiada por ella, me dirigía a la puerta que comunicaba con la otra sala me encontraba con la desagradable sorpresa de que la puerta daba simplemente a la calle. La joven mayordomo me invitaba a marcharme diciéndome con amabilidad: «Haga el favor, es por ahí.» Me rebelaba furiosa, quería hacer preguntas, gritaba, amenazaba, pero de nada servía. Afortunadamente me bastaban unos cuantos pasos por la calle, muy fría a aquella hora, para conseguir olvidarme de la escena anterior. Tras subir una dura rampa proseguía un camino que, en lo alto de una escollera, me conducía a un misterioso muelle. Al mirar hacia abajo me daba cuenta de que andaba demasiado cerca del borde, por el lado donde la escollera carecía de parapeto. Era muy evidente que no estaba en Sitges. Por debajo de la pared vertical se hundía mi mirada en el agua. El agua subía y bajaba contra la piedra. Las sombras del malecón la coloreaban de un verde oscuro, y ésta era la primera imagen realmente bella del sueño.

Poco después, todo pasaba de nuevo a ser una pesadilla cuando unos borrachos, empeñados en seguirme, me arrancaban el sombrero haciendo retumbar sus carcajadas en el muelle. Iba contra los muros, envuelta en una capa negra, con aire triste, como si acabara de perder la vida o la última esperanza de salir adelante en mi investigación. Desaparecía entre las sombras y renunciaba a continuar mis investigaciones. Avanzaba por un oscuro corredor, andando sobre una alfombra que era una intrincada trama de leopardos y de letras negras que, componiendo una leyenda sobre el continente africano, grababan con precisión las huellas de mis pasos. Miraba a mi alrededor y no hallaba para mi fatigada vista el reposo deseado. Veía una breve escena en la que a Lucrecia Borgia le arrancaban el sexo orinando después sobre él. Cerraba los ojos y no servía de nada. Veía a un cardenal que, protegido por la imagen de un dios nebuloso, estaba ensartado, entre platillos de incienso, en un gigantesco tambor de oro.

Abría una puerta, luego otras; buscaba la salida. Tras una de las puertas, hallaba, al abrirla, una habitación cuadrada de muebles altos y tapices de todos los colores representando diversas escenas de persecuciones policíacas. Recuperaba mi buen humor y me reía, pero pronto me veía obligada a reprimir mis risas por temor a enojar a unos personajes que hablaban y se agitaban en las regiones menos visibles del aposento.

Abría los ojos y descubría que estaba muerta. Me encontraba en un féretro y había sido condenada a escuchar eternamente aquellas voces. Después despertaba de mi sueño y comenzaba a reconocer los muebles y las ventanas de mi habitación de hotel en Sitges. Aún cegada por las últimas visiones, veía, a modo de breves ráfagas que cerraban aquel mal sueño, celdas de castigo, revólveres, placas policíacas, famosos criminales en acción.

Mientras mis ojos iban abriéndose lentamente a la realidad, pensaba entre suspiros de alivio que todo había sido una pesadilla. Miraba por la ventana, y mi sorpresa era grande: no quedaba ni rastro de la playa de Sitges y, en su lugar, se levantaba un gran jardín que daba a una bulliciosa calle. Estaba en París, en casa de Juan Herrera. Comprendí lo absurdo que resultaba seguir haciendo conjeturas donde todo, absolutamente todo, estaba rodeado del más insondable, misterio. Nunca sabría si Herrera había sido asesinado. Entonces, desperté violentamente. Fui hacia la ventana. Era de día y el jardín no era tan grande como en el sueño. La calle no era tan bulliciosa.

Proseguí mi atenta lectura de Burla del destino organizando mentalmente, al mismo tiempo, la estructura del prólogo que me proponía escribir. La lectura de las memorias de Herrera (al igual que en el sueño que acababa de tener) me arrastraba -como creo que puede pasarles a muchos de sus futuros lectores- a un enamoramiento del personaje de Elena Villena, cuya presencia cruza de parte a parte las memorias. Ningún otro personaje está mejor descrito, más ensalzado; ninguno pintado con tanta pasión y amor. Un nuevo examen del estudio de Herrera me condujo a nuevos y sorprendentes hallazgos. Bajo la lámpara del escritorio había un objeto rectangular de color azul: un fichero en el que Herrera había ordenado meticulosamente, de la A a la Z, los temas de los que se compone Burla del destino. En un rincón del estudio, un tapiz representaba el jardín de una casa en la que, frente a una decoración completamente vacía, atravesada únicamente por escaleras y columnas, se hallaba la torpe imitación de una pintura de Boldini apoyada en el saliente de un mueble que imitaba la forma de una roca negra y triangular. De pronto me di cuenta de que la casa representada en el tapiz era la que yo estaba habitando y que el jardín allí representado no era otro que aquél que podía yo ver desde mi ventana: a la izquierda se veía un matorral verde; en el centro, un macizo de rosas al pie de un pruno amarronado; a la derecha, una albahaca en un tiesto, recortada sobre un fondo de casas parisinas. En la casa, las ventanas aparecían cerradas, pero en la segunda planta, en la ventana correspondiente a la habitación en la que yo me encontraba, pesados cortinajes parecían interceptar la luz que, proveniente del interior, iluminaba una escena que yo estaba, como espectadora, condenada a ignorar.

Finalmente, una tarde, cuando bajaba de mi aposento para salir a la calle, encontré a Elena Villena en la sala.

– La estaba esperando -se apresuró a decirme apenas aparecí.

Y, a continuación, me presentó a un hombre joven, muy bien vestido y de aire distraído, que, según me dijo, tenía la intención de comprar la casa. No me alegró la noticia, ya que en aquel momento iba a comenzar la redacción de mi prólogo y, por otra parte, me encontraba muy cómoda en la casa.

Armándome de valor, me acerqué a Elena Villena y le pedí sin rodeos aquel cuaderno de música que yo había entrevisto en el estudio de Herrera. Era un simple pretexto para iniciar una relación más intensa con ella. Se quedó extrañada y fingió no saber nada sobre el cuaderno.

– ¿De qué me está hablando? -preguntó.

– ¿Por qué me oculta ese cuaderno? -repliqué por decir algo.

– Está usted completamente loca. No entiendo nada de lo que me dice -dijo muy convencida.

Me callé un rato, pero finalmente acabé insistiendo, pues era raro que negara haber visto el cuaderno.

– De todos modos, ese cuaderno existe. Estoy segura de que usted se lo llevó de aquí y me lo está ocultando.

Una serie de miradas, tensas y ansiosas, se sucedieron entre las dos. El joven comprador nos observaba sin entender qué era lo que estaba pasando. Desvié mi mirada hacia la luz sin horizonte del paisaje lluvioso que podía verse tras los ventanales. Aquella luz que entraba era tan apagada que apenas lograba hacer brillar el tablero de la mesa en la que, de pronto, Elena Villena depositó el cuaderno en cuya portada había sido escrito, en grandes caracteres, La asesina ilustrada.

– Venía a restituirlo -dijo en voz baja, dejándome en un estado de gran perplejidad.

El comprador -siempre me he preguntado si realmente era un comprador, porque desapareció de mi vista después de aquel día y nunca más lo he vuelto a ver- dio muestras de impaciencia y tosió repetidas veces. Era evidente que quería ver el resto de la casa. Elena Villena se la enseñó a gran velocidad, y al poco rato se fueron los dos casi sin despedirse de mí. Traté de concertar una cita con Elena Villena, pero ella dijo que ya pasaría algún día por la casa. Cuando me hube quedado sola, encendí las luces de la sala y me dispuse a dar un vistazo al cuaderno que tenía en las manos. Me veo abriéndolo por la primera página sin imaginarme hasta qué punto iba a inquietarme su lectura.


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