Era extremadamente inteligente, dotada para el razonamiento lógico hasta un punto que muchos consideraban molesto, especialmente los hombres, los cuales no se esperaban encontrar, ni les gustaba encontrarla esta cualidad en una mujer. Era un don que le resultó valiosísimo en la administración de los hospitales que acogían a los heridos de gravedad o los enfermos irreversibles, pero que no tenía sitio en las casas particulares de los caballeros ingleses. Habría sido capaz de dirigir todo un castillo y guiar las fuerzas para defenderlo y todavía le habría sobrado tiempo. Por desgracia, nadie deseaba que le dirigieran un castillo… y ya nadie los atacaba.

Y ya se estaba acercando a la treintena.

Las opciones realistas se movían entre la práctica de la enfermería, actividad para la cual ahora estaba dotada, aunque fuera más bien para trabajar con heridos que con los enfermos que se dan normalmente en un clima templado como el de Inglaterra, o bien prestar sus servicios en la administración de hospitales, probablemente en situación subalterna. Las mujeres no eran médicos y generalmente no se les tenía en cuenta para los puestos más importantes. Pero con la guerra habían cambiado muchas cosas y tanto el trabajo que se podía hacer como las reformas que podían conseguirse la entusiasmaban más de lo que hubiera querido admitir, dado que las posibilidades de participar en ellas eran muy escasas.

Tenía también la salida del periodismo, aun cuando difícilmente podría proporcionarle los ingresos necesarios para ganarse la vida. De todos modos, no había que abandonar del todo aquella posibilidad…

En realidad, deseaba consejo. Charles desaprobaría cualquiera de aquellas opciones, del mismo modo que había desaprobado en un primer momento su viaje a Crimea. Se preocupaba de su segundad, de su buen nombre, de su honor… y de todo aquello que de una manera general e inespecífica pudiera causarle algún daño. El pobre Charles era de lo más convencional. A Hester no le cabía en la cabeza que fueran hermanos.

De poco habría servido también consultar a Imogen. No tenía conocimientos suficientes para opinar y últimamente parecía absorta en algún problema personal. Hester había tratado de descubrir de qué se trataba sin inmiscuirse excesivamente en su vida, pero no había conseguido averiguar nada salvo una cosa: que, prescindiendo de lo que pudiera ser, Charles estaba menos enterado que ella.

Mientras miraba a través de la ventana y observaba la calle, sus pensamientos se dirigieron a su mentora y amiga de los días que precedieron a la guerra de Crimea, lady Callandra Daviot. Ella podría aconsejarla bien tanto en relación con sus posibilidades de conseguir algo, y cómo, cuanto en lo concerniente a los riesgos que podía correr y las satisfacciones que podía, eventualmente, obtener de todo ello. A Callandra nunca le había importado un bledo lo convencional y no daba por sentado que una persona tuviera que hacer lo que le dictaba la sociedad.

Ella le había dicho siempre que la recibiría de mil amores tanto en su casa de Londres como en Shelburne Hall cuando ella quisiera; en este último lugar disponía de habitaciones propias y estaba en libertad de invitar a quien se le antojara. Hester ya había escrito a ambas direcciones preguntando si la recibiría. Hoy había recibido una respuesta decididamente afirmativa.

Se abrió la puerta detrás de ella y oyó los pasos de Charles. Se volvió con la carta todavía en la mano.

– Charles, he decidido ir a ver a lady Callandra Daviot y pasar unos días con ella, una semana aproximadamente.

– ¿La conozco? -preguntó él inmediatamente, abriendo más los ojos.

– Creo que no -replicó Hester-. Tiene casi sesenta años y no hace mucha vida social.

– ¿Quieres ser su dama de compañía? -Charles siempre veía el lado práctico de las cosas-. No creo que sea un puesto para ti, Hester. Esperando que no te lo tomes a mal debo decirte que no eres la persona adecuada para hacer compañía a una anciana de costumbres recluidas. Tú eres una persona muy dominante y poco tolerante con las servidumbres corrientes que plantea la vida diaria. Jamás has sabido reservarte para ti las cosas descabelladas que piensas.

– ¡Ni quiero! -le replicó Hester con acritud, un tanto herida por sus palabras, pese a que sabía que su hermano lo decía para su bien.

Charles sonrió con una cierta amargura.

– Ya lo sé, cariño. Pero si lo hubieras intentado, tú habrías sido la primera beneficiada.

– No tengo intención de convertirme en señora de compañía de nadie -señaló ella y a punto estuvo de decir que, de haber pensado en aquella posibilidad, lady Callandra habría sido la persona elegida, pero pensó que, si lo decía, quizá Charles le habría puesto obstáculos para que fuera a visitarla-. Es la viuda del coronel Daviot, que era cirujano del ejército. Quiero que me oriente sobre qué puedo hacer en el futuro.

Charles pareció sorprendido.

– ¿Crees en serio que te puede dar alguna idea? Me parece poco probable. De todos modos, ve a verla, si te parece. Tú has sido para nosotros de gran ayuda y te estamos muy agradecidos por ello. Viniste en cuanto te llamamos, sin que te importara dejar a todos tus amigos, y nos brindaste tu tiempo y tu afecto cuando lo necesitábamos con mayor urgencia.

– Fue una tragedia familiar. -Por una vez su ecuanimidad se teñía de afabilidad-. Mi deseo era estar con vosotros, no en otro sitio. Pero debo decir que lady Callandra tiene una considerable experiencia y tengo en mucho su opinión. Si me autorizas, me iré mañana temprano.

– Por supuesto… -Charles titubeó un momento como si se sintiera incómodo.

– ¿Ocurre algo?

– ¿Cuentas con los medios suficientes?

Hester sonrió:

– Sí, gracias… de momento.

Parecía aliviado. Hester sabía que no era generoso, aunque tampoco mezquino con su familia. Su renuencia venía a confirmar algo que ella había ido observando, es decir, la drástica reducción de los gastos domésticos en los últimos cuatro o cinco meses. También había otros pequeños detalles: la casa no contaba con el complemento de servicio que ella recordaba de los tiempos anteriores a su viaje a Crimea, ya que en aquellos momentos sólo disponía de cocinera, camarera de cocina, criada para la cocina, otra para la casa y una doncella que hacía las veces de doncella personal de Imogen. El mayordomo era el único hombre al servicio de la casa; no había lacayo, ni siquiera limpiabotas. De los zapatos se encargaba la criada de la cocina.

Imogen, por su parte, no había provisto su guardarropía de verano con la generosidad que le era habitual y se habían llevado a reparar al remendón como mínimo un par de botas de Charles. Además, del vestíbulo había desaparecido la bandeja de plata para las tarjetas de visita.

Razón de más, pues, para que Hester comenzase a pensar en su situación y en la necesidad de ganarse la vida. Una de las posibilidades era adquirir una formación de tipo académico, pero los estudios que entonces estaban al alcance de las mujeres eran pocos y las limitaciones de aquella forma de vida no la atraían. Si ella leía era por placer.

En cuanto salió Charles, subió al piso de arriba, donde encontró a Imogen en el cuarto ropero inspeccionando sábanas y almohadas. Ocuparse de aquello era una laboriosa tarea, pese a la parsimonia que las circunstancias imponían a una casa como aquélla, sobre todo ahora que no contaban con los servicios de una lavandera.

– Perdón -dijo Hester al entrar, poniéndose inmediatamente a ayudar a su cuñada a inspeccionar los bordados de los remates por si había desgarrones de la tela o descosidos-. He decidido ir al campo a pasar una temporada con lady Callandra Daviot para que me aconseje sobre lo que puedo hacer a partir de ahora… -Como vio la expresión de sorpresa de Imogen quiso explicarse un poco más y añadió-: Ella sabrá mejor que yo qué caminos se me ofrecen.

– ¡Ah! -El rostro de Imogen reveló una mezcla de satisfacción y disgusto.


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