A ella no le hacían falta más explicaciones, ya que comprendía que Hester debía tomar una decisión. Sabía que echaría de menos su compañía. Desde que se conocían siempre habían sido buenas amigas y las diferencias de carácter que existían entre ambas habían resultado más complementarias que molestas.

– Llévate a Gwen. No puedes alojarte en casa de aristócratas sin que te acompañe una doncella.

– ¡Claro que puedo! -la contradijo Hester con decisión-. Como no tengo doncella, no tengo más remedio que prescindir de ella. No la necesito para nada y a lady Callandra no le importará lo más mínimo.

Imogen la miró con aire dubitativo.

– ¿Y cómo vas a vestirte para la cena?

– ¡Por el amor de Dios! Me visto sola.

Imogen hizo una leve mueca.

– Sí, bastante me he dado cuenta. Es una postura encomiable cuando se trata de cuidar enfermos y enfrentarse con la rígida autoridad del ejército…

– ¡Imogen!

– ¿Y el peinado? -siguió apremiándola Imogen-. ¡No vas a sentarte a la mesa como si salieras de un vendaval!

– ¡Imogen! -exclamó Hester arrojándole un montón de toallas, una de las cuales fue a darle en la frente y le alborotó un rizo mientras el resto iba a parar al suelo.

Imogen le arrojó a su vez una sábana, con parecido resultado. Al ver el estado en que mutuamente se habían dejado, se echaron a reír. Unos momentos después estaban las dos respirando afanosamente, sentadas en el suelo entre montañas de enaguas y rodeadas de ropa blanca que pocos momentos antes estaba impecable.

En aquel momento se abrió la puerta y apareció Charles en el umbral, perplejo y un tanto alarmado.

– ¿Qué diablos ocurre? -preguntó tomando en un primer momento por una pelea las exclamaciones que había oído-. ¿Pasa algo? ¿Qué ha ocurrido?

Pero enseguida se dio cuenta de que estaban jugando, lo que todavía lo dejó más confundido y, como ninguna de las dos se interrumpió ni le hizo el menor caso, se sintió aún más contrariado.

– ¡Imogen! ¡A ver si te dominas un poco! -dijo con viveza-. ¿Se puede saber qué te pasa?

Imogen seguía riendo a mandíbula batiente.

– ¡Hester! -gritó ahora Charles, que hasta se había puesto colorado-. ¡Hester, para de una vez! ¡Inmediatamente!

Hester lo miró y todavía encontró la situación más divertida.

Charles lanzó un bufido, decidió ignorar aquella reacción considerándola una de tantas flaquezas como tienen las mujeres y, por tanto, al margen de toda lógica, y salió cerrando de un portazo para que ninguna criada pudiera ser testigo de tan ridícula escena.

Hester estaba más que acostumbrada a viajar, por lo que el viaje de Londres a Shelburne le pareció una insignificancia si se comparaba con la temible travesía por mar desde el golfo de Vizcaya, a través del Mediterráneo, hasta el Bósforo y mar Negro arriba hasta Sebastopol. Los barcos militares atestados de caballos aterrados y llenos a rebosar de pasajeros que no disponían de las más mínimas comodidades eran cosas que no cabían en la imaginación de la mayor parte de los ingleses y, ni que decir tiene, de las inglesas. Un simple viaje en tren a través de la campiña inglesa en pleno verano había de constituir, forzosamente, un motivo de placer, y el tranquilo paseo de una milla hasta la casa, recorrido en un carruaje de dos ruedas con un tiempo templado y perfumado por dulces aromas, no podía ser más que un halago para los sentidos.

Llegó a la magnífica entrada frontal, con sus columnas dóricas y su pórtico. No dio tiempo al cochero a que la ayudara a bajar, pues Hester había perdido la costumbre de aquellas muestras de cortesía, y bajó sin ayuda de nadie mientras aquél seguía con las riendas en la mano. Con el ceño fruncido, el cochero le bajó la maleta justo cuando un lacayo ya le abría la puerta de la casa para que entrara. Otro lacayo se encargó de entrar la maleta y desapareció con ella escaleras arriba.

Fabia Shelburne la esperaba en el saloncito hasta el que acompañaron a Hester. Era una estancia muy bonita y, en esta época del año, sus puertas ventanas abiertas al jardín, el perfume de las rosas que la cálida brisa arrastraba y la tranquila visión del verde ondulante del prado que se extendía al otro lado, hacían del todo innecesaria la chimenea enmarcada en mármol, del mismo modo que los cuadros eran otras tantas cerraduras que llevaban a otro mundo igualmente innecesario.

Lady Fabia no se levantó, pero acogió a Hester con una sonrisa tan pronto la vio entrar.

– Bienvenida a Shelburne Hall, señorita Latterly. Espero que el viaje no haya sido demasiado agotador. ¡La veo un poco alborotada! Debe de hacer mucho viento fuera. Confío en que no la haya molestado demasiado. Así que se haya arreglado un poco y se haya cambiado la ropa de viaje, supongo que querrá acompañarnos a tomar el té de la tarde. La cocinera hace unos buñuelos riquísimos. -Sonrió, un gesto convencional éste, que ejecutaba a la perfección-. Tendrá hambre, imagino. Será una buena oportunidad para que nos conozcamos todos. Por supuesto que lady Callandra estará también, así como mi nuera, lady Shelburne. Me parece que no se conocen ustedes, ¿verdad?

– No, lady Fabia, para mí será un placer.

Se había fijado en el vestido color violeta oscuro que Fabia llevaba, menos sombrío que el negro pero asociado también normalmente al luto. Callandra ya la había puesto al* corriente de la muerte de Joscelin Grey, aunque no le había dado detalles.

– Quisiera darle mi más sentido pésame por la pérdida de su hijo. Comprendo cómo debe de sentirse. Fabia levantó las cejas.

– ¿Sí? -dijo en tono interrogativo, como si lo dudara.

Hester se sintió ofendida en lo más íntimo. ¿Se figuraba acaso que era la única mujer del mundo que sufría? El dolor a veces se convertía en un sentimiento egoísta.

– Sí -replicó en tono absolutamente sereno-, también yo perdí a mi hermano mayor en Crimea y hace unos meses murieron mis padres, con tres semanas de diferencia entre mi padre y mi madre.

– ¡Oh…! -Por una vez a Fabia le faltaban las palabras. Se había imaginado que el sobrio vestido de Hester no era más que un cómodo recurso para el viaje, como si el luto que ella llevaba excluyese el de todos los demás-. ¡Cuánto lo siento!

Hester sonrió y pensó que, si lo decía sinceramente, suponía una gran muestra de afecto.

– Gracias -aceptó-. Y ahora, si me lo permite, seguiré su excelente consejo y me vestiré como corresponde para tomar el té con usted. Tiene mucha razón, sólo pensar en los buñuelos me ha entrado hambre.

El dormitorio que le habían asignado estaba en el ala de poniente, donde Callandra disponía también de un dormitorio y de una sala de estar propios desde que saliera del cuarto de los niños. Tanto ella como sus hermanos mayores habían crecido en Shelburne Hall, de donde lady Callandra había salido para casarse hacía treinta años, pero adonde todavía acudía a menudo y donde, al enviudar, pudo beneficiarse de la cortesía de disponer de un alojamiento que llevaba implícito el hospedaje.

La habitación era grande y un poco sombría, ya que una de las paredes estaba enteramente cubierta de tapicerías oscuras y las restantes empapeladas de una tonalidad que oscilaba entre el verde y el gris. Lo único relevante de aquella estancia era una deliciosa pintura de dos perros, encuadrada en un marco dorado que captaba la luz. Las ventanas estaban orientadas hacia poniente y, dado que hacía un día verdaderamente maravilloso, era una delicia ver el cielo al atardecer y, recortadas en él, las grandes hayas próximas a la casa, y más lejos aún, un herbario rodeado de tapias cuidadosamente dispuestas a las que estaba arrimada una hilera de árboles frutales. En el extremo más apartado, las cargadas frondas de la huerta ocultaban el parque que se extendía más allá de ella.

Encontró agua caliente en un gran aguamanil de porcelana blanca y azul y una jofaina a juego junto al mismo, además de toallas limpias. Hester no perdió tiempo en sacarse las faldas gruesas y cubiertas de polvo, se lavó la cara y el cuello y seguidamente dejó la jofaina en el suelo y sumergió en ella sus pies recalentados y doloridos.


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