Deán era un hombre más bien apuesto, había ganado mucho con los años ahora que lo veía de cerca, y con la desaparición del desfallecimiento en su rostro visto en el cementerio un mes antes, las manos contra sus sienes. No sé si es lícito decir lo que voy a decir, ya que desde el primer momento yo sabía lo bastante de él y había asistido a su cambio de estado cuando él aún lo ignoraba, pero lo cierto es que tenía cara de viudo, resultando difícil saber si se le había puesto en ese último mes o si la habría tenido desde mucho antes de serlo. (Los viudos parecen personas apaciguadas aun dentro de su desesperación o tristeza, cuando hay desesperación o tristeza.) La mano que ofrecía para saludar era la izquierda, sin que por lo demás fuera zurdo ni llevara la derecha vendada o inmovilizada, una originalidad, un capricho que ya hacía el primer contacto con él un poco torpe y dificultoso y sesgado, como si eso formara parte de su expresión o figura nunca decisas, las cejas burlonas y los ojos rasgados y graves, el mentón partido como el de Grant y Mitchum y MacMurray (pero él era más flaco que cualquiera de ellos). Durante las presentaciones en la casa de Téllez estuve seguro de que ni él ni su cuñada Luisa se habían fijado en mí en el entierro ni por tanto podían reconocerme; de pronto, durante el almuerzo o su espera, tuve una duda momentánea mientras Téllez y su hija solventaban un asunto doméstico que no nos interesaba y él y yo escuchábamos sin apenas decir nada: durante esos dos o tres minutos me miró de soslayo o de frente como si supiera algo de mí, o mejor dicho, como si ante él no se pudieran tener secretos, esa clase de ojos incrédulos y expectantes que lo obligan a uno a seguir hablando aunque no haya preguntas sino silencio, a dar más explicaciones de las pedidas, a probar con nuevos argumentos lo que no ha sido puesto en duda ni refutado verbalmente por nadie pero uno siente que no vale o no cuela porque el otro no contesta sino que sigue esperando más, como quien asiste a un espectáculo y no participa y quiere ser satisfecho hasta que la función termine. Y uno es el espectáculo, aunque durante aquellos dos o tres minutos en los que me miró yo fui un espectáculo mudo al que se echaba tan sólo vistazos, como a una televisión encendida con el sonido quitado. 'No comprendo cómo Marta podía tener un amante', pensé, 'el estridente Vicente que no es nunca discreto según su mujer Inés, un bocazas de los que acaban contándolo todo, hasta lo que los perjudica y pierde. No comprendo cómo era tal cosa posible ante este marido de mirada tan conminatoria, a quien nadie podría ocultar algo así durante mucho tiempo, a no ser que esa relación entre Marta y Vicente no fuera de mucho tiempo, sino nueva precisamente pese a las confianzas grabadas y los insultos verbales y no sólo mentales, la carne da confianza e invita al abuso, todo se arruga o se mancha o maltrata, tendré que oír una vez más esa cinta, quizá había en la voz del hombre la impaciencia que trae lo reciente consigo, cuando lo reciente entusiasma y no se puede pasar sin ello. Deán es penetrante y debe de ser vengativo, está dispuesto a encontrarme según Inés, no parece la clase de hombre que acepta sin más lo que le va llegando o no toma medidas, más bien ha de ser maquinador y activo, manipulador, persuasivo, debe de forzar y torcer los hechos y las voluntades, esa mirada denota posturas inamovibles una vez tomadas y mucho convencimiento adquirido, esas incipientes arrugas múltiples que harán de su rostro corteza de árbol cuando sea más viejo, esa lentitud y esa capacidad de sorpresa y esa capacidad de comprensión infinita que ahora siento y veo de cerca al otro lado de la mesa, se trata de alguien que conoce y mide las consecuencias de sus actos y que sabe que todo es posible y no debe extrañarnos más que un instante -sólo el que antecede a la comprensión infinita-, ni siquiera lo que pensemos o hagamos nosotros mismos, la crueldad, la piedad, la irrisión, la melancolía y la cólera; la guasa, la rectitud y la buena fe y el ensimismamiento; la vehemencia, o quizá inclemencia, todo ello sin las rectificaciones que desechan o desconocen los que se paran a pensar un poco, y luego obran. Este hombre es previsor y anticipatorio, está alerta y cuenta con lo que casi nadie cuenta: cuenta con lo venidero y ve lo que ocurrirá después, y por ello cuando hace algo cree que además es justo. O acaso no será así sino que será a la inversa, acaso tenga buena retórica mental y verbal y actúe en todo sin premeditación, sabiendo que encontrará más tarde el argumento o juicio adecuado para justificar lo que habrán improvisado su gusto o su instinto, esto es, para explicarse sus actos y sus palabras, sabedor de que todo puede defenderse y de que cualquier convicción contraria puede ser rebatida, la razón puede dársenos siempre y todo puede contarse si se ve acompañado de su exaltación o su excusa o su atenuante o su mera representación, contar es una forma de generosidad, todo puede suceder y todo puede enunciarse y ser aceptado, de todo se puede salir impune, o aún es más, indemne, los códigos y los mandamientos y leyes no se sostienen y son convertibles siempre en papel mojado, siempre habrá alguien que logre decir: "No se aplican conmigo, o no en mi caso, o no esta vez, aunque quizá sí la próxima, si cometo la próxima." Alguien que logrará mantenerlo, y convencer de ello.' Su voz era excepcionalmente grave, oxidada y ronca como si saliera de un yelmo o llevara siglos meditando y guardando cada una de sus palabras, hablaba muy lentamente y fue así como habló cuando ya en el segundo plato hizo por fin una referencia a Marta, a su mujer muerta un mes antes sin el beneficio de su presencia:

– No sé si os habéis dado cuenta de que dentro de una semana es el cumpleaños de Marta -dijo-. Habría cumplido treinta y tres, ni siquiera llegó a la edad famosa.

Eso dijo con los ojos tártaros de color cerveza mirando hacia Luisa, cuyas anteriores frases habían dado pie a las suyas, o habían permitido al menos que las suyas no parecieran extemporáneas y producto sólo de sus cavilaciones aisladas de la conversación de los otros, que hasta aquellos momentos había discurrido sin mucho rumbo, a saltos y hasta con breves pausas, quizá condicionada por mi presencia incómoda y quizá también por el asunto doméstico que habían empezado por solventar Luisa y su padre, nada más sentarnos, un asunto de intendencia. O puede que fuera una forma de intentar evitar o más bien postergar lo que sin duda los tres tendrían aún como un latido incesante en el pensamiento, sobre todo cuando se juntaran, y que Deán no había podido dejar sin mencionar más tiempo, había esperado a pedir, y a tomar el primer plato, y a que nos hubieran traído el segundo (comía lenguado y bebía vino). Hasta entonces no me habían hecho mucho caso, es decir, no me habían tratado como a una persona nueva por la cual hay que interesarse mínimamente según es cortesía, no como a un igual sino en verdad como a un asalariado que simplemente acompaña a almorzar a quienes le pagan porque si no no almuerza, sólo que no eran ellos quienes iban a pagarme nada, ni siquiera Téllez, y yo podía haber almorzado solo sin que ello hubiera supuesto hacia mí desconsideración alguna. También era posible que estuvieran demasiado ensimismados y demasiado acostumbrados a hablar de sus cosas (pasa en todas las familias) como para variar el programa y el tono y los erráticos temas habituales de sus reuniones, quizá más frecuentes ahora de lo que nunca lo habían sido, la muerte de alguien acerca pasajeramente a quienes deja atrás ese alguien. Luisa le había preguntado a su padre cuánto dinero quería que gastara en el regalo que él haría pero ella compraría por él esa tarde para la nuera y cuñada María (María Fernández Vera, yo retengo todos los nombres), cuyo cumpleaños era al día siguiente, este tipo de conversación era la que se traían, y fue entonces cuando Deán dijo lo que he dicho que dijo, con su comprensible confusión de tiempos verbales, primero había hablado como si Marta estuviera aún viva ('Es el cumpleaños'), luego se había corregido al mencionar los años que ya no cumplía, los muertos abandonan la edad y así acaban por ser los más jóvenes, si los que vivimos acordándonos de ellos duramos mucho, por ahora un mes más tan sólo, en este caso. Luisa debió de tener un pensamiento parecido, porque fue ella la que contestó primero tras un silencio que reconocía lo inútil de evitar verbalmente aquello en lo que están pensando a la vez tres personas que en realidad eran cuatro y esa cuarta haunted, aunque de esto nada sabían las tres que quizá también estaban bajo encantamiento desde que habían visto caer la tierra simbólica. Téllez dejó en cruz sobre el plato sus cubiertos de pescado (mero a la plancha, había comido hasta entonces con ganas); Luisa se llevó la servilleta a los labios y allí la sostuvo durante unos segundos como si con ella contuviera las lágrimas -más que lo que la boca despide, vómito o palabras- antes de devolverla a sus muslos manchada de su carmín y saliva y del jugo de su solomillo sanguinolento (no irlandés a buen seguro); el propio Deán se llevó la mano derecha a la frente y apoyó ese codo aparatosamente sobre la mesa como si de pronto hubiera perdido las formas convencionales, antes dejó su tenedor pinchado en una patata asada. Y cuando Luisa devolvió por fin la servilleta a sus muslos que pude vislumbrar a través de la mesa mientras quedaron al descubierto -la falda menos subida que la de su hermana, el paño blanco sobre la boca abierta-, lo que dijo fue esto, parecido a mi pensamiento:


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