– Nunca imaginé que yo pudiera ser un día mayor que Marta, es una de esas cosas que desde niña sabes que son imposibles, aunque puedas desearla en algunos momentos, cuando la hermana mayor te quita un juguete o te peleas con ella, y siempre pierdes porque eres la más pequeña. Y sin embargo es posible. Dentro de dos años ya seré mayor que ella, si vivo hasta entonces. Es increíble.
Aún sostenía el cuchillo en su mano derecha, un cuchillo puntiagudo y dentado con mango de madera, como a veces ponen en los restaurantes para cortar la carne con poco esfuerzo. El tenedor lo había depositado también en el plato para coger la servilleta, luego no lo había recuperado. Parecía una mujer temerosa que va a defenderse, con aquel cuchillo con filo y sierra enarbolado en la mano.
– No digas majaderías y toca madera, niña -le dijo Téllez con aprensión-. Si vivo hasta entonces, si vivo hasta entonces, no te parece. Qué más desgracias quieres. -Y volviéndose hacia mí añadió como explicación (supersticioso pero el más consciente de mi presencia), vacilando asimismo con los tiempos verbales: -Marta es mi hija mayor, la mujer de Eduardo. Murió hace poco más de un mes, de repente. -A pesar de todo creía en la suerte y que las cosas no tienen por qué repetirse.
– Algo me pareció oír en Palacio -contesté yo, el único que aún tenía en sus manos los dos cubiertos, aunque ya tampoco comía-. No saben cómo lo siento. -Y esta frase hecha no era en mis labios sino demasiado exacta y demasiado cierta ('cómo me alegro de esa muerte, cómo la lamento, cómo la celebro'). Luego callé, ni siquiera pregunté de qué había muerto (no me había importado nunca, y cada vez menos), quise decir sólo lo justo para permitir que siguieran hablando como habían hecho hasta aquel momento, como si yo no estuviera, como si no fuera nadie, aunque a ellos sí había sido presentado debidamente, y con mi verdadero nombre que nunca aparece en ninguna parte.
Deán bebió de su vino blanco y se llenó de nuevo el vaso, siempre con el codo apoyado en la mesa y la frente en la mano. Pero fue Luisa la que volvió a hablar, y dijo (sin por ello dejar de tocar la madera que le había recomendado su padre: la vi buscar maquinalmente la mesa bajo el mantel como quien asocia una palabra a un acto, era un gesto normal, consuetudinario en ella, también era supersticiosa, quizá contribuía la herencia italiana, aunque en Italia más bien tocan hierro):
– Todavía me acuerdo de los guateques de la adolescencia, en los que yo lo pasaba fatal por su culpa: me prohibía que me gustara ningún chico hasta que ella no hubiera elegido. 'Espérate a que yo decida, ¿eh?', me decía a la puerta de la casa en que se celebrara. 'Te vas a esperar, ¿verdad? Seguro, si no no entro', me decía, y sólo cuando yo contestaba 'Bueno, vale, pero date prisa' llamábamos al timbre. Por ser la mayor ejercía una especie de derecho de tanteo, y yo se lo consentía. Después tardaba bastante en decidirse durante la fiesta, bailaba con unos cuantos antes de comunicarme a quién había elegido, yo pasaba ese rato angustiada temiendo lo que casi siempre ocurría, acababa fijándose en el chico que a mí más me apetecía. Estoy segura de que muchas veces trataba de adivinar quién me gustaba a mí para entonces escogerlo, y luego, cuando yo protestaba, me acusaba de ser una copiona, de fijarme siempre en los chicos que a ella le hacían gracia. Y ya no dejaba de bailar con él en toda la tarde. A cada ocasión yo disimulaba más mis preferencias, pero no había manera, me conocía bien y siempre acertaba, hasta que dejamos de ir a las mismas fiestas, ya más mayores. Era así -dijo Luisa con los ojos un poco perdidos de quien se abisma con facilidad recordando-, aunque también es verdad que habría podido elegir en todo caso, por entonces tenía bastante más pecho que yo y por lo tanto más éxito.
No pude evitar mirarle un momento el pecho a Luisa Téllez y, por así decir, calculárselo. Quizá el sostén de su hermana Marta no había sido de talla menor de la necesaria, quizá sus pechos habían sobresalido siempre. 'Cómo puede ser que me esté fijando en el busto y los muslos de Luisa Téllez', pensé. Sé que es normal en mí y en muchos otros hombres en cualquier circunstancia, aunque sea la más triste o más trágica, no podemos evitar el aprecio visual más que violentándonos mucho, pero me hizo sentirme como un miserable -en el habla de la adolescencia un guarro-, y aun así volví a medirle ese busto con la mirada, fue un instante o dos, y disimuladamente, con ojos tan velados e hipócritas que a continuación los bajé hasta mi plato y comí un bocado, el primero que se comía en la mesa desde que Deán había mencionado el cumpleaños cercano de quien no cumpliría esos años. Yo no había podido gustarle antes, a mí no me había visto antes Luisa, cuya voz no me parecía la misma que por los siglos de los siglos diría en mi contestador, si yo no borraba esa cinta: '… nada, mañana sin falta me llamas y me lo cuentas todo de arriba a abajo. El tipo no suena nada mal, pero vaya. La verdad es que no sé cómo tienes tanto atrevimiento. Bueno, hasta luego y que haya suerte.' No había querido pensarlo mucho, pero tal vez yo era 'el tipo', aquel mensaje tenía que haber sido el penúltimo o más bien el último (el penúltimo seguramente borrado por la superposición de la voz eléctrica que yo había oído en directo y ya nunca Marta) antes de que yo llamara al timbre y se me franqueara el paso; era posible que después de decidir que por fin iba a verme, a Marta le hubiera dado tiempo a contárselo a una amiga o a su hermana: 'He quedado con un tipo al que apenas conozco y va a venir a cenar a casa; Eduardo está en Londres, no estoy segura de lo que va a pasar pero puede que pase', con la misma excitación que antes de una fiesta de la adolescencia ('Espérate a que yo decida, ¿eh?', y sólo luego llamar al timbre), tal vez Marta había dejado a su vez en el contestador de la amiga o la hermana este mensaje que a su vez había sido respondido mientras ella salía a última hora al Vips cercano dejando al niño solo un momento como yo lo había dejado durante media noche, a comprar los helados Háagen-Dazs para el postre: tal vez, por ejemplo. O podía no haber dicho 'el tipo' sino mi nombre y aun mi apellido, haber logrado hablar con la amiga o la hermana sin contestadores por medio y haber hablado de mí (pero entonces sabrían ese nombre mío y desde luego Luisa no lo conocía cuando nos presentó su padre, quizá ahora mismo ni lo recordaba), haber hecho especulaciones y consideraciones, lo conocí en un cocktail y quedé a tomar un café otro día, está muy relacionado con todo tipo de gente, está divorciado, se dedica a escribir guiones entre otras cosas, eso es lo que suelo decir que hago y en principio callo mi faceta de negro o escritor fantasma, aunque tampoco la oculto si se tercia mencionarla, sé que sus anécdotas divierten a los interlocutores. También esa noche Marta había dudado o ejercido su derecho de tanteo previo, había llamado a Vicente sin encontrarlo, a él por lo menos y tal vez a algún otro, yo había sido malhadado plato de segunda mesa probablemente, y sólo por eso ella había muerto ante mis ojos y entre mis brazos. Ya he dicho que no me importaba nada la causa médica, tampoco es que quisiera reconstruir lo ocurrido aquel día antes de nuestro encuentro ni el proceso que nos había unido, ni saber su historia o la de su familia o la de su matrimonio cansado, ni vivir de alguna forma vicaria lo que había quedado interrumpido o más bien cancelado, soy una persona pasiva que casi nunca busca ni quiere nada o no sabe que busca y quiere y a la que alcanzan las cosas, basta con estarse quieto para que todo se complique y llegue y haya furia y litigios, basta con respirar en el mundo, el mínimo balanceo de nuestro aliento como el vaivén levísimo que no pueden evitar tener las cosas ligeras que penden de un hilo, nuestra mirada velada y neutra como la oscilación inerte de los aviones colgados del techo, que acaban siempre por entrar en batalla a causa de ese temblor o latido mínimo. Y si ahora estaba dando unos cuantos pasos era más bien sin propósito definido, ni siquiera deseaba desentrañar esa cinta tantas veces oída porque además no era posible: hasta aquel mensaje podía haber sido para Deán y no para Marta, tal vez 'el tipo' era alguien con quien Deán iba a negociar un asunto precisado de grandes atrevimientos y ella no había hablado de mí con nadie y nadie en el mundo sabía que yo había sido elegido para aquella noche: no para acostarme con ella sino para acompañarla en su muerte. Lo que buscaba tal vez -se me ocurrió mientras masticaba el bocado y apartaba los ojos hipócritas del pecho de Luisa-, lo que quería tal vez era algo absurdo pero que se comprende, quizá quería convertir mi presencia indebida de aquella noche en algo más merecido y conforme, aunque fuera después de los hechos y por lo tanto jugando sucio, una manera de alterarlos más plausible que ninguna otra, ver la vida pasada como una maquinación o como un mero indicio, como si hubiera sido sólo preparativos y la fuéramos comprendiendo a medida que se nos aleja, y la comprendiéramos del todo al término: como si pensara que no era adecuado ni justo que ella hubiera dicho su adiós junto a un individuo casi desconocido que se limitó a no desaprovechar una ocasión galante, y que se haría más justo si ese desconocido acababa por convertirse en alguien cercano de quienes eran cercanos a ella, si en virtud de su muerte y de lo que iba trayendo yo acababa por ser fundamental o importante o aun sólo útil en la vida de alguno de sus seres queridos, o si los salvaba de algo. Y sin embargo había tenido una primera oportunidad de inmediato, pensé, podía haber garantizado con mi permanencia en Conde de la Cimera la seguridad del niño Eugenio que se quedaba solo en la casa con un cadáver, no lo había hecho. También podía haber llamado de nuevo, haber insistido con el melodioso conserje del Wilbraham Hotel de Londres y haber advertido a Mr Ballesteros, haberle hecho saber lo que ella habría querido que supiera en seguida de haberse dado cuenta de que se moría, no soportamos que nuestros allegados no estén al corriente de nuestras penas, hay cuatro o cinco personas en la vida de cada uno que deben estar enteradas de cuanto nos ocurre al instante, y es insoportable que nos crean vivos si nos hemos muerto. No lo había hecho, para protegerme de las posibles iras y para protegerla a ella, que me había dicho al principio: 'Estás loco, cómo voy a llamarle, me mataría.' Pero no tiene sentido proteger a una muerta para evitar que la maten cuando ya está muerta, y además no había servido ni para guardar su figura, sabían que me había recibido esa noche, es decir, a un hombre. No lo había hecho. Era bien poco distraer al padre de sus vacíos durante unos días, lo único que hasta ahora estaba logrando.