Pero entonces yo aún no sabía a qué clase de acontecer pertenecía mi primera visita a Conde de la Cimera aquella noche, una calle extraña, pensaba en irme y en no volver, mala suerte la mía, pero también era posible que regresara al día siguiente, hoy ya según los relojes, y tanto si volvía como si no volvía empezaría a no haber rastro de esta noche de inauguración o bien única en cuanto yo saliera de allí y avanzara el día. 'Mi presencia aquí será borrada mañana mismo', pensé, 'cuando Marta esté bien y repuesta: fregará los platos resecos de nuestra cena y planchará sus faldas y aireará las sábanas hasta las que no habré llegado, y no querrá acordarse de su capricho ni de su fracaso. Pensará en su marido en Londres reconfortada y deseará su vuelta, mirará por la ventana un momento mientras recoge y restablece el orden del mundo -en la mano de ayer un cenicero aún no vaciado-, aunque quizá haya un resto de divagación en sus ojos, ese resto a cada instante más débil que me pertenecerá a mí y a mis pocos besos, anulados ya su recuerdo y su tentación y su efecto por el malestar o el miedo o el arrepentimiento. Mi presencia aquí, tan conspicua ahora, será negada mañana mismo con un gesto de la cabeza y un grifo abierto y para ella será como si no hubiera venido y no habré venido, porque hasta el tiempo que se resiste a pasar acaba pasando y se lo lleva el desagüe, y basta con que imagine la llegada del día para que me vea ya fuera de esta casa, tal vez muy pronto estaré ya fuera, aún de noche, cruzando Reina Victoria y caminando un poco por General Rodrigo para desentenderme, antes de coger un taxi. Quizá sólo falta que Marta se duerma y entonces yo tendré motivo y excusa para marcharme.' De pronto se abrió la puerta de la habitación, que había quedado entornada para que Marta pudiera oír al niño si se despertaba y lloraba. 'Nunca se despierta pase lo que pase', había dicho, 'pero así estoy más tranquila.' Y apoyado en el quicio vi al niño con su inseparable conejo enano y con su chupete y con su pijama, que se había despertado sin llorar por ello, quizá intuyendo la condenación de su mundo. Miraba a su madre y me miraba a mí desde la simplicidad de sus sueños no del todo abandonados, sin decir ninguna de sus contadas e incompletas palabras. Marta no se dio cuenta -sus ojos apretados, las largas pestañas-, aunque yo hice rápidamente el movimiento alarmado de cerrarme la camisa que no me había llegado a quitar pero que ella me había abierto (demasiados botones entonces y ahora, para abrochármelos). Marta Téllez debía de estar muy mal para no reparar en la presencia de su hijo en su alcoba en mitad de la noche, o para no adivinarla, puesto que no miraba en su dirección, ni hacia ningún lado. Durante unos segundos no supe si el niño iba a entrar gritando y a subirse a la cama junto a su madre enferma o si iba a romper a llorar para llamar su atención -su atención concentrada tan sólo en sí misma y en su cuerpo desobediente- en cualquier instante. Miró hacia la televisión encendida y vio a Mac Murray, a quien en esta escena, como en otras desde hacía un rato, acompañaba ahora Barbara Stanwyck, una mujer de cara aviesa y poco agradable. Debió decepcionarlo el blanco y negro o la ausencia de voces, o que se tratara de MacMurray y Stanwyck en vez de Tintín y Haddock u otras eminencias del dibujo animado, porque su vista no se quedó fija como la de todos los niños en cuanto la posan en una pantalla, sino que la apartó en seguida, volviéndola de nuevo hacia Marta. Me ruboricé al pensar que por culpa mía estaba viendo a su madre semidesnuda -bastante desnuda, el sostén caído y ella no había hecho nada para taparse-, aunque quizá estuviera acostumbrado, era lo bastante pequeño para que eso no importara aún a sus padres, y además hay padres que consideran un rasgo de desenfado y salud compartir con la suya la inevitable desnudez de sus vastagos, tan frecuente cuando son muy niños. Pero me ruboricé lo mismo a pesar de este pensamiento moderno, y con gran torpeza recogí el sostén de donde había quedado, sobre la colcha como un despojo, para intentar cubrirle el pecho a su dueña, mínima y chapuceramente. No llegué a hacerlo porque me di cuenta antes de que ese movimiento y el roce de la tela sobre su piel despertarían a Marta si se había dormido, o en todo caso la harían mirar, y pensé que era mejor que no supiera que el niño nos había visto si éste lo permitía, es decir, si seguía sin llorar ni subirse a la cama ni decir nada. No debía de dormir en cuna, o bien sí, pero con los barrotes muy bajos, alzados lo justo para que no rodara durante el sueño pero no lo bastante para impedirle levantarse si tenía necesidad de ello. Así que me quedé durante unos segundos con aquel sostén de insuficiente talla en la mano como si fuera un trofeo mortecino y exiguo, como si quisiera subrayar mi conquista que no había podido llevarse a cabo, y era todo lo contrario: en aquellos momentos lo vi como la prueba de mi capricho y de mi fracaso, y de los de ella. El niño estaba despierto porque estaba allí, de pie en la puerta y con los ojos abiertos, pero en realidad seguía casi dormido, o eso me dije. Miró hacia el sostén atraído por mi gesto, y yo lo escondí en seguida, estrujándolo en mi mano que bajé hasta la colcha y llevé a mi espalda. No debía de reconocerme del todo, seguramente le sonaba mi cara de manera no muy distinta de como le sonarían las de los personajes infantiles de sus vídeos o los perros de sus sueños, sólo que a mí aún no me había puesto un nombre, o tal vez sí, mi nombre había sido pronunciado varias veces por Marta durante la cena, quizá lo sabía y no le venía a la lengua en la pugna de su duermevela. Nada le venía a la lengua y no había expresión en sus ojos, quiero decir ninguna reconocible, de las que suelen tener un nombre dado por los adultos -de perplejidad, de ilusión, de miedo, de indiferencia, de confusión, de enfado-; su leve ceño se debía a su despertar indeciso, no a más, o eso me dije. Me levanté con cuidado y me acerqué a él lentamente, sonriéndole un poco y diciéndole en voz muy baja, un susurro: 'Tienes que irte a dormir otra vez, Eugenio, es muy tarde. Vamos, hay que volver a la cama'. Desde mi altura le puse una mano en el hombro -en la otra todavía el sostén, como si fuera una servilleta usada-. Él se dejó tocar, y entonces me puso la suya en el antebrazo. Luego se dio media vuelta, obediente, y vi cómo desaparecía por el pasillo con sus pasos apresurados y cortos camino de su cuarto. Antes de entrar se paró y se volvió hacia mí, como esperando que lo acompañara, quizá necesitaba un testigo que lo viera acostarse, tener la certeza de que alguien sabía dónde quedaba durante su sueño. Sin hacer ruido -de puntillas, aún tenía los zapatos puestos, creí que ya no me los quitaría- lo seguí hasta allí y me detuve a la puerta de la habitación en la que dormía y que permanecía a oscuras, el niño no había encendido la luz, tal vez no sabía, aunque la persiana estaba subida y entraba la claridad de la noche amarillenta y rojiza por la ventana -ventana de hojas, no de guillotina-. Al comprobar que iba a acompañarlo se había vuelto a meter en su cuna, siempre con el conejo -cuna de madera, no de metal, los barrotes bajados como yo suponía-. Creo que me quedé allí unos minutos, aunque no miré el reloj al salir de la alcoba de Marta ni luego al regresar a ella. Me quedé hasta que tuve la certeza de que el niño estaba de nuevo completamente dormido, y eso lo supe por su respiración y porque me aproximé un momento para verle la cara. Al avanzar mi cabeza chocó con algo que no me hizo daño, y sólo entonces, en la penumbra, vi que colgaban del techo, a una altura a la que él no alcanzaría, unos aviones de juguete sujetados con hilos. Retrocedí y volví al umbral y me situé en un ángulo -apoyado en el quicio como antes él sin atreverse a pisar la habitación de su madre- que me permitiera discernirlos a la contraluz difusa. Vi que eran de cartón o metálicos o quizá maquetas pintadas, muy numerosos y antiguos en todo caso, vetustos aviones de hélice que seguramente provenían de la remota infancia del padre que estaba en Londres, quien habría esperado hasta tener un hijo para volver a exponerlos y restituirlos al lugar que les correspondía, el cuarto de un niño. Me pareció ver un Spitfire, y un Messerschmitt 109, un biplano Nieuport y un Camel y también un Mig Rata, como se llamó a este avión ruso durante la Guerra Civil de esta tierra; y también un Zero japonés y un Lancaster, y tal vez un P-51H Mustang con sus sonrientes fauces de tiburón pintadas en la parte inferior del morro; y había un triplano, podía ser un Fokker y quizá era rojo, y en ese caso sería el del Barón Von Richthofen: cazas y bombarderos de la Primera y Segunda Guerra Mundial mezclados, alguno de la nuestra y de la de Corea, yo los tuve también de niño, no tantos, qué envidia, y por eso los reconocía recortándose contra el cielo moteado y amarillento de la ventana, igual que podría haberlos reconocido en vuelo durante mi infancia, de haberlos visto. Con la mano había parado el avión que mi cabeza había hecho balancearse: pensé en abrir la ventana, estaba cerrada y por tanto no podía haber brisa, no se movían, no se mecían, pero aun así todos sufrían el vaivén levísimo -una oscilación inerte, o quizá es hierática- que no pueden evitar tener las cosas ligeras que penden de un hilo: como si por encima de la cabeza y el cuerpo del niño se prepararan todos perezosamente para un cansino combate nocturno, diminuto, fantasmal e imposible que sin embargo ya habría tenido lugar varias veces en el pasado, o puede que lo tuviera aún cada noche anacrónicamente cuando el niño y el marido y Marta estuvieran por fin dormidos, soñando cada uno el peso de los otros dos. 'Mañana en la batalla piensa en mi, pensé; o más bien me acordé de ello.


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