Pero esta noche no dormían, es posible que ninguno de ellos o no del todo, no continuadamente y como es debido, la madre semidesnuda y fuera de la cama indispuesta con un hombre velándola al que conocía superficialmente, el niño ahora no muy bien arropado (se había metido solo, y yo no me atreví a tirar de sus mantas y sábanas de miniatura y cubrirle), el padre quién sabe, habría cenado quién sabe con quiénes, Marta sólo me había dicho, tras colgar el teléfono y con gesto pensativo y ligeramente envidioso -rascándose un poco la sien con el índice: ella, aunque acompañada, seguía en Conde de la Cimera como todas las noches-: 'Me ha dicho que ha cenado estupendamente en un restaurante indio, la Bombay Brasserie, ¿lo conoces?' Sí, yo lo conocía, me gustaba mucho, había estado un par de veces en sus salas gigantes decoradas colonialmente, una pianista con vestido de noche a la entrada y camareros y maítres reverenciosos, en el techo descomunales ventiladores de aspas en verano como en invierno, un lugar teatral, más bien caro para Inglaterra pero no prohibitivo, cenas de amistad y celebración o negocios más que íntimas o galantes, a no ser que se quiera impresionar a una joven inexperta o de clase baja, alguien susceptible de aturdirse un poco con el escenario y emborracharse ridiculamente con cerveza india, alguien a quien no hace falta llevar a ningún otro sitio intermedio antes de coger un taxi con transpontines y llegarse al hotel, o al apartamento, alguien con quien ya no hay que hablar más después de la cena de picantes especias, sólo coger su cabeza entre las manos y besar, desvestir, tocar, encuadrar con las manos esa cabeza comprada y frágil en un gesto tan parecido al de la coronación y el estrangulamiento. La enfermedad de Marta me estaba haciendo pensar cosas siniestras, y aunque respiraba y me sentía mejor en el umbral de la habitación del niño, mirando los aviones en sombra y recordando vagamente mi pasado remoto, pensé que debía volver ya a la alcoba, ver cómo seguía ella o tratar de ayudarla, quizá desvestirla del todo pero ya solamente para meterla en la cama y arroparla y atraerle el sueño que con un poco de suerte podía haberla vencido durante mi breve ausencia, y yo me iría.

Pero no fue así. Al entrar yo de nuevo alzó la vista y con los ojos guiñados y turbios me miró desde su posición encogida e inmóvil, el único cambio era que ahora sí se cubría la desnudez con los brazos como si tuviera vergüenza o frío. '¿Quieres meterte en la cama? Así vas a coger frío', le dije. 'No, no me muevas, por favor, no me muevas ni un milímetro', dijo, y añadió en seguida: '¿Dónde estabas?' 'He ido al cuarto de baño. Esto no se te pasa, hay que hacer algo, voy a llamar a urgencias.' Pero ella seguía sin querer ser movida ni importunada ni distraída ('No, no hagas nada todavía, no hagas nada, espera'), ni quería seguramente voces ni movimiento a su lado, como si tuviera tanto recelo que prefiriera la paralización absoluta de todas las cosas y permanecer al menos en la situación y postura que le permitían seguir viviendo antes que arriesgarse a una variación, aunque fuera mínima, que podría arruinar su momentánea estabilidad tan precaria -su quietud ya espantosa- y que le daba pánico. Eso es lo que el pánico hace y lo que suele llevar a la perdición a quienes lo padecen: les hace creer que, dentro del mal o el peligro, en él están sin embargo a salvo. El soldado que se queda en su trinchera sin apenas respirar y muy quieto aunque sepa que en breve será asaltada; el transeúnte que no quiere correr cuando nota que unos pasos le siguen a altas horas de la noche por una calle oscura y abandonada; la puta que no pide auxilio tras meterse en un coche cuyos seguros se cierran automáticamente y darse cuenta de que nunca debió entrar allí con aquel individuo de manos tan grandes (quizá no pide auxilio porque no se considera del todo con derecho a ello); el extranjero que ve abatirse sobre su cabeza el árbol que partió el rayo y no se aparta, sino que lo mira caer lentamente en la gran avenida; el hombre que ve avanzar a otro en dirección a su mesa con una navaja y no se mueve ni se defiende, porque cree que en el fondo eso no puede estarle sucediendo de veras y que esa navaja no se clavará en su vientre, la navaja no puede tener su piel y sus visceras como destino; o el piloto que vio cómo el caza enemigo lograba ponerse a su espalda y ya no hizo la tentativa última de escapar a su punto de mira con una acrobacia, en la certidumbre de que aunque lo tuviera todo a favor el otro erraría el blanco porque esta vez él era el blanco. 'Mañana en la batalla piensa en mí, y caiga tu espada sin filo.' Marta debía de estar pendiente de cada segundo, contándolos mentalmente todos, pendiente de la continuidad que es la que nos da no solamente la vida, sino la sensación de vida, la que nos hace pensar y decirnos: 'Sigo pensando, o sigo diciendo, sigo leyendo o sigo viendo una película y por lo tanto estoy vivo; paso la página del periódico o vuelvo a beber un trago de mi cerveza o completo otra palabra de mi crucigrama, sigo mirando y discerniendo cosas -un japonés, una azafata- y eso quiere decir que el avión en que viajo no se ha caído, fumo un cigarrillo y es el mismo de hace unos segundos y yo creo que lograré terminarlo y encender el siguiente, así que todo continúa y ni siquiera puedo hacer nada en contra de ello, ya que no estoy en disposición de matarme ni quiero hacerlo ni voy a hacerlo; este hombre de manos tan grandes me acaricia el cuello y no aprieta aún: aunque me acaricie con aspereza y haciéndome un poco de daño sigo notando sus dedos torpes y duros sobre mis pómulos y sobre mis sienes, mis pobres sienes -sus dedos son como teclas-; y oigo aún los pasos de esa persona que quiere robarme en la sombra, o quizá me equivoco y son los de alguien inofensivo que no puede ir más de prisa y adelantarme, tal vez debiera darle la oportunidad sacando las gafas y parándome a mirar un escaparate, pero puede que entonces dejara de oírlos, y lo que me salva es seguir oyéndolos; y aún estoy aquí en mi trinchera con la bayoneta calada de la que pronto tendré que hacer uso si no quiero verme traspasado por la de mi enemigo: pero aún no, aún no, y mientras sea aún no la trinchera me oculta y me guarda, aunque estemos en campo abierto y note el frío en las orejas que no llega a cubrirme el casco; y esa navaja que se aproxima empuñada todavía no llegó a su destino y yo sigo sentado a mi mesa y nada se rasga, y en contra de lo que parece aún beberé otro trago, y otro y otro, de mi cerveza; como aún no ha caído ese árbol, y no va a caer aunque esté tronchado y se precipite, no sobre mí ni sus ramas segarán mi cabeza, no es posible porque yo estoy en esta ciudad y en esta avenida tan sólo de paso, y sería tan fácil que no estuviera; y aún sigo viendo el mundo desde lo alto, desde mi Spitfire supermarino, y aún no tengo la sensación de descenso y de carga y vértigo, de caída y gravedad y peso que tendré cuando el Messerschmitt que se ha puesto a mi espalda y me tiene a tiro abra fuego y me alcance: pero aún no, aún no, y mientras sea aún no puedo seguir pensando en la batalla y mirando el paisaje, y haciendo planes para el futuro; y yo, pobre Marta, noto todavía la luz de la televisión que sigue emitiendo y el calor de este hombre que vuelve a estar a mi lado y me da compañía. Y mientras siga a mi lado no podré morirme: que siga aquí y que no haga nada, que no me hable ni llame a nadie y que nada cambie, que me dé un poco de calor y me abrace, necesito estar quieta para no morirme, si cada segundo es idéntico al anterior no tendría sentido que fuera yo quien cambiase, que las luces siguieran encendidas aquí y en la calle, y la televisión emitiendo mientras yo me moría, una película antigua de Fred MacMurray. No puedo dejar de existir mientras todas las otras cosas y las personas se quedan aquí y se quedan vivas y en la pantalla otra historia prosigue su curso. No tiene sentido que mis faldas permanezcan vivas en esa silla si yo ya no voy a ponérmelas, o mis libros respirando en las estanterías si yo ya no voy a mirarlos, mis pendientes y collares y anillos esperando en su caja el turno que nunca les llegaría; mi cepillo de dientes recién comprado esta misma tarde tendría que ir ya a la basura, porque lo he estrenado, y todos los pequeños objetos que uno va acumulando a lo largo de toda una vida irán a la basura uno a uno o quizá se repartan, y son infinitos, es inconcebible lo que cada uno tiene para sí y lo que cabe dentro de una casa, por eso nadie hace inventario de lo que posee a menos que vaya a testar, es decir, a menos que esté ya pensando en su abandono e inutilidad inminentes. Yo no he testado, no tengo mucho que dejar ni he pensado nunca mucho en la muerte, que al parecer sí llega y llega en un solo momento que lo tergiversa todo y que a todo afecta, lo que era útil y formaba parte de la historia de alguien pasa en ese momento único a ser inútil y a carecer de historia, ya nadie sabe por qué, o cómo, o cuándo fue comprado aquel cuadro o aquel vestido o quién me regaló ese broche, de dónde o de quién procede ese bolso o ese pañuelo, qué viaje o qué ausencia lo trajo, si fue la compensación por la espera o la embajada de una conquista o el apaciguamiento de una mala conciencia; cuanto tenía significado y rastro lo pierde en un solo instante y mis pertenencias todas se quedan yertas, incapacitadas de golpe para revelar su pasado y su origen; y alguien las apilará y antes de envolverlas o quizá meterlas en bolsas de plástico puede que mis hermanas o mis amigas decidan quedarse con algo como recuerdo y aprovechamiento, o conservar el broche para que mi niño se lo pueda regalar cuando crezca a alguna mujer que aún no ha nacido seguramente. Y habrá otras cosas que no querrá nadie porque sólo a mí me sirven -mis pinzas, o mi colonia abierta, mi ropa interior y mi albornoz y mi esponja, mis zapatos y mis sillas de mimbre que Eduardo detesta, mis lociones y medicamentos, mis gafas de sol, mis cuadernos y fichas y mis recortes y tantos libros que sólo yo leo, mis conchas coleccionadas y mis discos antiguos, el muñeco que guardo desde la niñez, mi león pequeño-, y habrá tal vez que pagar por que se las lleven, ya no hay traperos ávidos o complacientes como en mi infancia, que no hacían ascos a nada y recorrían las calles obstaculizando el tráfico entonces paciente con carretas tiradas por mulas, parece increíble que yo haya llegado a ver eso, no hace tanto tiempo, aún soy joven y no hace tanto, las carretas que crecían inverosímilmente con lo que recogían e iban cargando hasta alcanzar la altura de los autobuses de dos pisos y abiertos como los de Londres, sólo que eran azules y circulaban por la derecha; y a medida que la pila de objetos se hacía más elevada, el vaivén del carro tirado por una sola y fatigada mula se hacía más pronunciado -un bamboleo- y parecía que todo el botín de desechos -neveras reventadas y cartones y cajas, una alfombra de pie enrollada y una silla vencida y rota- fuera a desplomarse a cada paso arrojando a la niña gitana que invariablemente coronaba la pila dándole equilibrio, como si fuera el emblema o Virgen de los traperos, una niña sucia y a menudo rubia sentada de espaldas con las piernas fuera de la carreta, que desde su altura adquirida o su cima contemplaba hacia atrás el mundo y nos miraba a las niñas de uniforme mientras la adelantábamos, que a nuestra vez la mirábamos abrazadas a nuestras carpetas y masticando chicle desde el segundo piso de los autobuses camino del colegio y también al atardecer, de vuelta. Nos mirábamos con mutua envidia, la vida aventurera y la vida de horarios, la vida a la intemperie y la vida fácil, y yo siempre me preguntaba cómo esquivaría ella las ramas de los árboles que sobresalían desde las aceras y restallaban contra las ventanillas altas como si quisieran protestar por nuestra velocidad y penetrar y rasgarnos: ella no tenía protección e iba sola, encaramada y suspendida en el aire, pero supongo que al ir su carro tan lento le daría tiempo a verlas y a agachar la cabeza vuelta, o a ir frenándolas y apartándolas con su mano llena de churretes que asomaba desde la larga manga de un jersey de lana con cremallera estampado de sietes. No es sólo que en un momento desaparezca la minúscula historia de los objetos, sino también cuanto yo conozco y he aprendido y también mis recuerdos y lo que he visto -el autobús de dos pisos y las carretas de los traperos y la niña gitana y las mil y una cosas que pasaron ante mis ojos y a nadie importan-, mis recuerdos que al igual que tantas de mis pertenencias me sirven tan sólo a mí y se hacen inútiles si yo me muero, no sólo desaparece quien soy sino quien he sido, no sólo yo, pobre Marta, sino mi memoria entera, un tejido discontinuo y siempre inacabado y cambiante y estampado de sietes, y a la vez fabricado con tanta paciencia y tan extremo cuidado, oscilante y variable como mis faldas tornasoladas y frágil como mis blusas de seda que en seguida se rasgan, hace tiempo que no me pongo esas faldas, me he cansado de ellas, y es raro que todo esto sea un momento, por qué ese momento y no otro, por qué no el anterior ni el siguiente, por qué este día, este mes, esta semana, un martes de enero o un domingo de septiembre, antipáticos meses y días que uno no elige, qué es lo que decide que se pare lo que estuvo en marcha sin que la voluntad intervenga, o acaso sí, sí interviene al hacerse a un lado, acaso es la voluntad lo que de pronto se cansa y al retirarse nos trae la muerte, no querer ya querer ni querer nada, ni siquiera curarse, ni siquiera salir de la enfermedad y el dolor en los que se encuentra cobijo a falta de todo lo demás que ellos mismos van expulsando o quizá usurpando, porque mientras están ahí es aún no, aún no, y se puede seguir pensando y uno se puede seguir despidiendo. Adiós risas y adiós agravios. No os veré más, ni me veréis vosotros. Y adiós ardor, adiós recuerdos.'


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