"Necesitaría consultarle sobre la muchacha que pudo ser Emmanuelle. Dorotea Samuelson".

2. ¿A QUÉ PARTE DE SU PASADO PERTENECE UN HOMBRE?

La mujer tiene ojos verdes, cabellos de muchacha teñida de rubia y un cutis descuidado que reúne las cicatrices de sesenta años y un día. Milita en la sinceridad biológica. No quiere engañar a nadie sobre la relación entre su aspecto y su edad, o quizás sólo pretenda no engañarse a sí misma.

– Dorotea Samuelson. Nací en Buenos Aires hace sesenta y tres años pero llevo ya muchos en Barcelona. Doy clases. De Antropología. Creo.

– ¿Sólo lo cree?

– Los límites entre antropología filosófica o cultural, según se considere una antropología de la esencia o de las características humanas. Los límites de la antropología; he aquí la cuestión. Así empezó mi afición en mi país. Buenos Aires era mi pasado, eso creía al menos, pero de vez en cuando el pasado se actualiza, invade el presente, ese presente como inquisición al que se refería Sciascia. Es un escritor italiano, no un antropólogo. En el pasado ha quedado para siempre una parte de nosotros mismos. A veces lo fundamental de nosotros mismos.

Carvalho habló para sí mientras contemplaba la falda acomplejadamente larga de la señora Samuelson.

– ¿A qué parte de su pasado pertenece un hombre?

Dorotea lo había interpretado como una demanda a ella dirigida.

– ¿Las mujeres tenemos derecho a la misma pregunta?

Carvalho le miró a la cara, entre la amabilidad y una reservada indiferencia.

– Sí. Las mujeres también. Les reconozco la igualdad de la memoria. Incluso una mayor capacidad para falsificarla.

Dorotea Samuelson achicó sus ojos verdes.

– Sobre todo para falsificarla, ¿no? Saint Exupéry escribió que pertenecemos al país de la infancia: es cierto, pero no del todo. Yo no pertenezco a aquella niña que fui, ni a la memoria de mis padres, ni a Rocco, mi ex marido, mientras vivimos juntos, ni a los militares mientras me tuvieron desaparecida. Tal vez pertenezco a un momento, un momento que sólo recuerdo a veces, fugaz. Pasa como el ala de un ángel, como una hoja demasiado ligera para mis tormentas internas. Rosebud, llamó a ese momento Orson Welles en Ciudadano Kane. O pertenezco a la memoria de un muchacho del que estuve enamorada locamente: sólo se puede estar enamorado locamente veinticuatro horas; estúpidamente, veinticuatro años. Toda una vida. Precisamente quería hablarle de un fragmento del pasado de mi ex marido, de Rocco. Poco después de que me detuvieran, él andaba medio escondido y hubo una chica en su vida. Pudo ser definitivo. Una alumna de Rocco, guapísima, quería ser estrella de Hollywood, y de hecho…

Tardaba en ofrecer una alternativa a lo que había dicho o en terminar de concretarlo.

– De hecho, ¿qué?

– Aquella muchacha estuvo a punto de ser Emmanuelle.

Recuperó Carvalho la memoria de repente y con ella el sillón de mimbre que había respaldado las desnudeces de la Emmanuelle primera

– ¿Emmanuelle?

– ¿No recuerda usted lo de Emmanuelle? Pero de qué mundo sale? Aquel personaje de novela y de película porno, porno suave. La discípula de mi ex marido, de Rocco, estuvo a punto de ser la Emmanuelle argentina.

Recuperó Carvalho la memoria de repente y con ella el sillón de mimbre que había respaldado las desnudeces de la Emmanuelle primera: Silvia Kristel. La Emmanuelle argentina debió de parecerse a la Kristel, tener sus mismos huesos largos y exquisitos, cara de muchacha asombrada de su propia capacidad de perversidad y posar como ella con los pechos al aire y el cigarrillo humeante en el extremo de una larga boquilla. Recordó un collar de abalorios -¿o era de perlas?-que le aguantaba uno de los senos redondos, pequeños, nacarados, de hocico ligeramente rosa sanguíneo, un pezón de adolescente todavía no martirizado por labio ni diente alguno.

– ¿Qué le pasó a la Emmanuelle argentina?

– No lo sé. De eso se trata. Me piden que la encuentre en España, porque se vino a finales de los setenta o comienzos de los ochenta, algo escapada, o al menos se vino misteriosamente. Por algo relacionado con una persecución, de la dictadura, supongo, aunque para entonces el contingente fuerte de los que habíamos escapado a la represión ya habíamos salido del país. Ella debió de llegar a España sobre los ochenta.

– ¿Quién le pide que la encuentre? -Eso no puedo revelárselo.

No es lo único que no puede o no quiere revelarle, y sólo le presta una pista segura en Barcelona y otra no tanto.

– ¿La segura?

– Una hermana de Helga -Helga es el nombre de la muchacha que pudo ser Emmanuelle- se estableció en Barcelona por motivos de trabajo del marido, alto cargo en una multinacional. Tal vez ella conozca sus recorridos.

– ¿Por qué no acude usted a esa hermana?

– Forma parte de mis limitaciones. En cuanto a la pista insegura, es la de un director teatral argentino que trabaja por aquí y que estuvo en los orígenes de la supuesta carrera cinematográfica de Helga. Puedo ofrecerle esas dos referencias: la hermana y el director teatral, Alfredo Dieste, que allá tenía mucho cartel; acá se gana la vida como puede.

¿Cómo buscar a una mujer cuyas raíces están en otro país? ¿Qué garantías hay de que no haya vuelto a Buenos Aires. Dorotea, cuando no emite frases, hace encuestas.

– ¿Qué sabe usted de Buenos Aires?

– Es curioso. La misma pregunta me la hace un tío mío que se ha pasado casi toda la vida en Argentina y ahora quiere que vaya allí a localizar a un hijo que tiene medio desaparecido. ¿Qué sabes tú, Pepiño, de Buenos Aires? Y yo le contesto lo mismo que a usted: desaparecidos, Maradona y tango.

– No está mal para un gallego, como les llamamos allí a todos los españoles. Al menos recuerda a los desaparecidos. Yo fui una de ellos y me libré por los pelos de desaparecer del todo. Aquella experiencia rompió mi vida, y cuando recuperé la libertad mi matrimonio estaba roto, mi vida académica cortada y apenas me dio tiempo para cruzar la frontera de Brasil mezclada con los turistas a las cataratas de Iguazú. A veces vuelvo, pero Buenos Aires está vacío: de mi tiempo, de mis esperanzas, de mis amigos, de mis amigos desaparecidos, de mí misma. Ni olvido ni perdono.

De sus sustratos culturales más escondidos le llegó a Carvalho la rabiosa propuesta de Margarita Nelken contra el franquismo: Ni olvido ni perdón, una hermosa consigna que hubiera merecido tener tanta suerte como el No pasarán de Pasionaria. Se fijó la cita para el encuentro con el cómico Dieste, en presencia de Biscúter, recién llegado del mercado de la Boquería con la cesta llena de caballas y espinacas, para guisar los peces al horno sobre fondo de verduras y ajos tiernos. Carvalho le hace un resumen de la situación desde el nuevo estatuto de investigador asociado.

– Muy ferma la perspectiva. Yo puedo aportarle un sinfín de contactos con el mundo de las candilejas.

Esperaba Biscúter la extrañeza de Carvalho.

– Usted cierra la tienda todos los días y se va a Vallvidrera. Yo me quedo, me he quedado, solo muchas horas en ese cuchitril de ahí detrás, y me encanta ir a los teatros y a las salas de fiestas. ¿Sabía usted que durante años me he ganado unas pesetas ayudando como camarero en La Buena Sombra o en Bagdad o La Dolce Vita hasta la madrugada?

Necesitaba airearse, sacarse de encima a los Biscúter diversos que se le reproducían como ácaros en el ámbito del despacho, de la cocinilla de él separada por una cortina, de la escasa habitación donde el fetillo había dormido durante veinte años. Todo empezó siendo provisional. Hacía veinte años. Recordaba los agravios de Biscúter: "Conozco su tendencia a dejar que los problemas se le duerman o se olviden de usted, amontonados sobre esta mesa o dentro de su cerebro". Se adentró por el Barrio Chino casi palpando los vacíos de las manzanas derrumbadas por el bulldozer, en una implacable destrucción del laberinto que en el pasado le puso las ingles a la ciudad. Hasta la literatura había ocupado un espacio en una plaza dedicada a un tal Pieyre de Mandiargues, sin otro mérito que haber escrito una novela en la calle de Escudillers, ido de putas a un meublé de la calle Barberá y comido en Casa Leopoldo. En cambio, se habían cargado la manzana, la casa, la escalera en la que naciera y viviera el poeta Joaquín Marco, a quien Carvalho había conocido haciendo cola en la fuente de la plaza del Padró. Pasan helicópteros. Deben de estar fumigando de modernidad las bacterias de la memoria. En Casa Leopoldo, Germán repasa con parsimonia un álbum de fotos envejecidas, y su hija Rosa comenta a Carvalho que acaba de volver de Buenos Aires, adonde fue para ver a su amiga la actriz Cecilia Rosetto. Buenos Aires, gruñe Carvalho. Buenos Aires, vuelve a gruñir.


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