3. ¿QUIÉN PUEDE ODIAR TANTO A UN VAGABUNDO?

Porque el cuerpo estaba en el suelo, con la coronilla y los pies asomando de una cobertura de cartones, los madrugadores viajeros en metro formaban un círculo tratando de completar el diseño de aquella muerte embalada. La policía se esforzaba por marcar distancia, y el inspector Lifante esperó a que se retirara suficientemente la vanguardia de curiosos para retirar la mortaja de cartón. El diseño se completaba. Una mujer gruesa, canosa, con suciedades arqueológicas en sus piernas desnudas hasta el sexo, rodeada de bolsas de plástico llenas de los residuos más residuales, la composición de miserias que rodea a los vagabundos.

– ¿Qué necesidad había de matar a esta desgraciada? -no había emoción en las palabras de Lifante, el cabeza de huevo, como se le llamaba en el cuerpo.

– Lifante, los vagabundos tienen mal final -dijo un policía de paisano.

– Cada día hay más vagabundos. Más muertos de hambre. ¿Cuántas puñaladas? -preguntó Lifante a un enlutado apuntador.

– Doce o trece, y con ganas. El cuchillo ha entrado hasta el mango. La última puñalada ha sido en el corazón y como si le hubieran pegado dos, una detrás de otra casi en el mismo sitio.

– Todos esos detalles, que queden entre nosotros ¿Quién puede odiar tanto a un vagabundo?

– Otro vagabundo -contestó el policía experto en vagabundos.

Lifante se acuclilló para estar más cerca del cuerpo harapiento, pero no lo tocó.

– No se nace para vagabundo. Detrás de esta mujer hay una historia. Un nombre. ¿La han identificado?

– No. No llevaba ni un documento, ni una referencia. Ha permanecido mucho tiempo muerta bajo los cartones, y los que pasaban debían pensar que estaba dormida. Ni siquiera han visto la sangre seca a su alrededor. Pensarían que era mugre que salía de debajo de los cartones. No es el primer fiambre de vagabundo que se pasa media semana bajo cartones.

– ¿Cómo sabes tanto sobre vagabundos?

– Ya conoció a Contreras, su antecesor. Al final le cogió la pájara de que la policía del futuro debería ser especializada, y a mí me encargó dedicarme a la nueva marginación. Había leído no sé dónde que seríamos víctimas de una nueva pobreza y sus derivaciones delictivas.

– Los vagabundos representan la vieja pobreza. Interroguen a otros vagabundos habituales de esta estación. O a cualquier otro. Todos los vagabundos me parecen iguales. Como los chinos. ¿No le pasa a usted lo mismo, Celso?

– Los de aquí se han esfumado, y cuando les encontremos no habrán visto nada, no sabrán nada. Un ajuste de cuentas entre ellos. Suelen ser muy salvajes, y por motivos que a los demás nos pueden parecer estúpidos.

Lifante se puso de pie.

– Los códigos, Celso, los códigos. En una misma sociedad hay una galaxia llena de códigos y de señales. Cada ser humano es un sistema de señales, por eso deberíamos aplicar la semiología al desciframiento del mensaje de las personas.

– A usted que no le saquen de la semiología.

Lifante salió precediendo al cortejo que llevaba en una camilla el cuerpo de la vagabunda asesinada. Se abrió paso entre el público. Respiró a pleno pulmón, como si le faltara aire, y empujó con cierta tosquedad a los curiosos que le impedían el camino.

El inspector Lifante esperó a que se retirara suficientemente la vanguardia de curiosos para levantar la mortaja de cartón

– ¿Se les ha muerto alguien a ustedes?

– Le llaman desde Jefatura.

Lifante aceptó el teléfono que le tendía su ayudante. Escuchó el mensaje dándole progresiva importancia, y cuando hubo terminado no aportó las explicaciones que esperaban los policías que le rodeaban. Volvió hacia el enlutado.

– Más que antes. Discreción sobre los detalles y un rigurosísimo estudio de causas y circunstancias.

– ¿No es un vagabundo más?

– Tal vez no.

Lifante salió de la boca del metro de Urquinaona y renunció a subir al coche policial. Caminó a grandes zancadas en dirección a la Jefatura de Policía de Vía Layetana seguido a un paso por el renqueante experto en mendigos. Se detuvo Lifante ante los añadidos del Palau de la Música Catalana y se los mostró a su escudero.

– He aquí un espléndido ejemplo de integración de contrarios temporales dentro de un mismo mensaje del continente y de una misma función del contenido.

Llevó los ojos al cielo el vagabundólogo, no para encontrar explicación a lo que decía su jefe, sino huida. Pero no lo consiguió.

– Venga conmigo, Cifuentes.

Le llevó hasta la puerta lateral del Palau.

– Si no hubiera curiosos, me tumbaría en el suelo para apreciar la armonía entre verticalidad y barroco que implica el sistema de señales del modernismo. ¿Se atreve usted a tumbarse en el suelo conmigo?

– Podría detenernos la policía.

– Nos detiene la policía, nos detenemos a nosotros mismos, porque somos conscientes de que somos policías. ¿No es cierto?

– Ciertísimo.

Completaron el recorrido hasta la central de policía y, ya desprendido de su ayudante, Lifante se dirigió a los despachos superiores, donde le aguardaba una reunión presidida por el Delegado del Gobierno en Cataluña. Estaban distendidos hablando de fútbol y se concentraron algo cuando le informaron a través del Jefe Superior de Policía.

– Hemos recibido una confidencia. Ha aparecido una vagabunda asesinada en el metro de Urquinaona.

– De allí vengo.

– Según la confidencia, no se trataría de un crimen normal. Digamos que se produciría una sobredimensión política.

– Una resituación política del caso.

Corrigió el Delegado del Gobierno.

– Yo lo veo como una sobredimensión.

Se empeñaba el Jefe Superior de Policía, y Lifante se creyó en la obligación de intervenir.

– Concluyamos en que el caso emite señales de vinculaciones políticas.

Se miraron el Jefe Superior y el Delegado para establecer el consenso y se lo ratificaron a Lifante.

– Correcto.

– ¿De qué signo? Para completar el mensaje se necesita saber de qué signo político es esa vinculación y así poder llegar a la finalidad y comprobar si la confidencia es verosímil o si se trata simplemente de lo que en teoría de la comunicación llamamos ruido.

Se había puesto nervioso el Delegado, y el Jefe fue taxativo.

– Compruebe el ruido, Lifante. El confidente nos ha dicho que un tal Dieste, un soplapollas que se dedica al teatro experimental, podría decirnos algo. Le hemos localizado. La vagabunda se llamaría Helga Singer, Palita entre sus colegas de miserias. En cuanto al caso, mucha discreción, porque el informante ha implicado a los servicios secretos de otro país en el asunto, concretamente a Argentina.

– ¿Tiene alguna garantía la confidencia?

– Ha dado una clave que, según el inspector Contreras, le hemos consultado telefónicamente, corresponde a la etapa en que estaban coordinados parte de los servicios secretos del antiguo régimen español con los de América Latina.

Se subió Lifante al coche y evitó a tiempo que el chófer pusiera la señal luminosa sobre el techo. Sólo tuvieron que descender la Vía Layetana e ir en busca de la Villa Olímpica.

– Yo aquí me pierdo. Me parece otra ciudad, y ese empeño de poner nombres catalanufos a las calles aún me desorienta más.

Por fin encontraron el número de la avenida Icaria, y cuando Lifante iba a descender vio cómo Carvalho y una mujer acompañante se aproximaban al mismo objetivo. Contuvo la intención de salir de Celso y se recostó en el asiento para no ser visto desde el exterior.

– ¿Conoces a ese tipo, Cifuentes?

– Me suena.

– Era la bestia negra de Contreras. Se odiaban a fondo. Venía del pasado. Contreras había pertenecido a la Brigada Político Social, y Carvalho había sido rojeras. Otros tiempos. Prehistoria. Prehistoria, sin duda.


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