A Dieste se le disparó la nuez de Adán como una loca a medida que asumía tres tragos de Springbank. Dorotea se llenó de aire y alcohol antes de estallar en un llanto de inundación de río triste. "Me lo han matado. Me lo han matado". "Ya no era tuyo mujer", trataba de consolarla Dieste, y Carvalho les dejaba llorar, abrumado ante la evidencia de que la botella de whisky quedaría vacía antes de que anocheciera definitivamente. Cuando estaba a punto de consumarse la tragedia, llorones e interconsoladores Dieste y Dorotea, Carvalho tomó la iniciativa.

– Se han terminado mi whisky y es hora de que me den algo a cambio. Quiero saber todo lo que no sé y ustedes saben. ¿Qué secreto guardaban Helga y Rocco? ¿Por qué lo han guardado tan mal que les ha llevado a la muerte?

Si Carvalho esperaba que fuera Dorotea quien iniciara el relato, se equivocaba. Fue Dieste quien se acercó a unas candilejas que sólo él veía, se puso las manos en los bolsillos, alzó los hombros, se llenó de aire todos los interiores el cuerpo, los expiró, miró hacia el Oeste, luego hacia el Este; le gustaba más el Oeste del living comedor de Carvalho, porque definitivamente depositó allí su mirada y empezó su relato.

– Realmente Dorotea sabe de segunda voz lo que yo viví, yo y Emmanuelle y a cierta distancia Rocco. Recuerde que tratábamos de hacer de ella una estrella y que eso exigía salir, nochear, dejarse ver, ir a esos sitios para ver a los demás, pero sobre todo para que te vean. Buenos Aires vive tres vidas, cuatro, y la misma ciudad que tenía los sótanos llenos de cadáveres y de torturados celebraba la victoria en el Campeonato del Mundo de Fútbol o vivía la noche como sólo se vive en Buenos Aires. Y a Helga le salió un bolo, gracias a un tal Olavarría, su cuñado sí, pero entonces no era su cuñado. Entonces la hermana de Helga no tenía la más remota idea de que algún día tendría la desgracia de casarse con Olavarría. A Helga ya no le gustaba ser Emmanuelle, ya no le gustaba ser una tía bandera. Le hubiera gustado ser una especie de estrella de café teatro, como la Rosetto, hoy día de lo mejor en su género, Cecilia Rosetto viene con frecuencia a España, a Barcelona. Y me pidió Helga ensayar conmigo y que la acompañara porque era una pieza dura, difícil, muy divertida, pero muy punzante, que le había escrito un amigo, Rocco, Quino Cavalcanti por más señas. Qué extraño, ¿no? La cita era en una villa del Tigre, una hermosa mansión inglesa junto a un canal, uno más del Tigre, una casa a la que sólo se podía llegar en barca, mansión propiedad del coronel Osorio, un tío del establishment militar, mitad militar, mitad hombre de negocios, de muy buena familia. Estaba llena de invitados y era una fiesta más, con más alcohol y lo que los italianos llaman palpo e mano morta, es decir, magreo, que otra cosa.

Anochecía y Carvalho se sacó la pistola de la sobaquera. Subió hasta la puerta de su casa y no estaba violentada. O el intruso se había marchado o estaba en el jardín. Fue entonces cuando le llegó la voz atemorizada de Dorotea

Tan era así que Helga se desgañitaba recitando, haciéndolo lo mejor que sabía y nadie le hacía ni puto caso. Nos dedicamos a sumarnos a la fiesta, a ir por aquí y por allá, ella rechazando sobones, pero cada vez más cargada de ponche, un ponche que podía incendiarse con una cerilla. Y se metió por la casa, más allá de la fiesta, movida por el alcohol. Y más allá de la fiesta llegó a unos bajos que estaban por debajo del nivel del río, unos bajos que rezumaban agua, cerrados por una puerta de hierro, sin otro respiradero que una rejita de dos barrotes. En el interior, Helga creyó ver dos bultos humanos. Olía a cloroformo, tanto que sólo asomar la nariz casi se desmaya. "¿Hay alguien allí?", gritó varias veces y uno de los bultos se movió y del bulto salió una vocecilla que pedía socorro, muy débilmente, socorro. Corrió Helga en mi busca y tuvo que arrastrarme, de borracho que iba, hasta el sótano y me invitó a ratificar lo que ella veía. Uno de los bultos seguía inmóvil, pero el otro se arrastraba hacia nuestras voces y veíamos la cara pálida de una muchacha, asustada. "Socorro", decía, decía en voz muy bajita. "Soy española. Soy española. Me tienen secuestrada", iba diciendo. Yo le aconsejaba a Palita que nos fuéramos, que la cosa me olía a milicos y que no quería saber nada con esa gente. Y yo me fui. Lo reconozco. Perdí los huevos, nunca más los he recuperado, y me fui, me fui de la fiesta, de la casa, de Buenos Aires. Helga siguió hablando con aquella desgraciada, supo su nombre, Noemí Álvarez, de familia asturiana. ¡Llame al embajador de España! Pedía la mujer. Ella estaba demasiado borracha, si no hubiera actuado con más puntería. No se le ocurre otra cosa que irse a ver al dueño de la casa, al que había montado la fiesta, y le pregunta que qué hace en el sótano una mujer medio muerta. Osorio, Olavarría, sus amigos, la entretuvieron no sé con qué leches y luego la invitaron a bajar al sótano. Ya no estaban los bultos, pero Helga había quedado marcada para siempre. Al día siguiente trató de llegar a la Embajada de España y dos coches le bloquearon el camino. Corrió a casa de Rocco, hizo de él su confidente, trataron de mover ficha y fueron a por los dos. Ahí empezó la huida, la huida que ha terminado con un doble asesinato.

Carvalho metalizaba cuanto escuchaba, y en su cerebro aparecían siluetas vacías de personajes que no encajaban en el relato. Gilda. Gilda Mushnick. Su matrimonio precisamente con Olavarría, la constancia en la unión Osorio amp; Olavarría casi veinte años después. Dorotea adivinaba el viaje de la imaginación del detective y trató de abastecer el recorrido de estaciones de parada.

– Olavarría finalmente pactó el silencio mediante el terror y la marcha de Rocco y Helga de Buenos Aires. Por si faltara algo, cercó a Gilda, se casó con ella jugando muy sucio, amenazando incluso con actuar contra Helga, y cuando cayeron los milicos se vinieron a España, donde continuó el chantaje, cada vez menos necesario, porque Helga estaba destruida y todo habría seguido así, el tiempo habría sepultado todos los cadáveres de no haberse abierto el caso de la persecución de los delitos cometidos por la Junta Militar argentina contra ciudadanos españoles. Entonces Rocco dijo basta. Dijo ha llegado el momento de testificar, de recordar cuánto sabían sobre aquella mujer entrevistada en el sótano de la casona del Tigre, y se vino a Barcelona a convencer a Helga de que testificara; paralelamente presentó su testimonio al juez que lleva el caso desde España y Olavarría y Osorio empezaron a temblar. Dos terroristas aterrorizados. El terror aterrorizado. Estoy convencida de que han pedido auxilio a la mafia posmilitar argentina. Están organizados y hoy por ti, mañana por mí. Distintos cabecillas de la tortura y las desapariciones han montado sus negocios privados de seguridad y yo vi aquí, en la calle, el mismo día que nos encontramos a un personaje funesto, un carnicero que había sido el torturador de Rosario y que debido a sus méritos fue ascendido a ejercer el mismo puesto en Buenos Aires. Ahora ya sabemos lo que son capaces de hacer, y, como lo sabemos, nuestra vida peligra. La suya también, Carvalho. La de su socio, también.

Cogió el teléfono Carvalho para llamar a Biscúter, pero no había línea en el despacho de las Ramblas. Instó a Dorotea y Dieste a que subieran a su coche y los llevó dos calles más abajo hasta la casa de Fuster. No era la primera vez que la utilizaba como escondite, y el gestor, abogado y latinista dejó el ejemplar de L'Amant de la Chine du Nord, de Margueritte Duras, para acoger a los refugiados y comentar, muy preocupado: "¿Qué he hecho yo para ser una persona sin problemas?" Pero Carvalho ya estaba pidiéndole al coche que le llevara cuanto antes a Barcelona por una carretera llena de camiones lentos y presagios rápidos.


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