22. LO MÁS PROFUNDO EN EL HOMBRE ES LA PIEL

Entra en el despacho pensando, no debes entrar, pero ya está dentro, inquieto por Biscuter, y cuando alarga la mano para encender la luz, una linterna le enfoca los ojos y lo deslumbra. Aprovechan el momento en que instintivamente se lleva un brazo a los ojos para encender la luz y cuando los abre tiene ante sí el agujero de un pistolón, luego un agujero metálico que se acerca demasiado, que se convierte en una presión de hierro en el entrecejo. Con el rabillo del ojo busca a Biscuter. No está en su campo visual y deja de tener campo visual propio cuando le pegan un puñetazo detrás de la oreja izquierda, se vuelve en dirección al golpe, pero recibe otro detrás de la oreja derecha. Tienen sentido de la simetría. Siguen teniéndolo. Ahora el puñetazo con algo más que un puño lo recibe en los riñones y la patada en el bajo vientre. Se deja caer al suelo para escapar de los golpes y rueda sobre sí mismo para ganar espacio y poder izarse frente a los golpeadores. Consigue rodar, pero los músculos no le responden cuando trata de incorporarse apoyándose en una mano abierta contra el mosaico frío del suelo. No sólo no le obedecen los músculos, sino que un pie se pone sobre su mano abierta y de los labios se le escapa un gemido de dolor, pero con la otra mano en giro se agarra a la pierna que le martiriza los dedos y fuerza a retirarla. Le llueven golpes por todas partes y alguien se le sienta encima antes de pegarle en la cabeza con una porra blanda o más que blanda vibrátil. Entre sombras de aturdimiento, presencia cómo empiezan la destrucción sistemática de la oficina. Los cajones volcados. La mesa astillada con un hacha. Alguien se mea en los contenidos de los archivos y otro pretende tirar el teléfono arrancado y el fax por la ventana, pero lo contienen.

– Se darían cuenta de que aquí pasa algo.

Se contentan con estrellar el fax contra la pared y desventrar sus más profundas e indefensas modernidades, las sombras de los escasos mensajes recibidos o por recibir. Se han ido más allá de la cortinilla que separa la oficina del reino de Biscuter y están rompiendo platos, cazuelas, llegan risas ante el contenido del frigorífico. Ahora rompen botellas. Con la frente apoyada en el suelo, Carvalho piensa primero en qué hacer y finalmente en qué no hacer. Ni siquiera puede desahogarse mediante una frase brillante o sarcástica y está lo suficientemente aturdido e inmovilizado como para no quedarle el recurso de un acto de defensa testimonial. Algo debe intentar. Es una cuestión de deontología del vencido. Desde niño sabe que cuando te pegan hay que pegar al otro, algo, por poco que sea, hay que avisarle de que su fuerza podría tener un límite, el límite de tu dignidad. Sólo ante el Estado como golpeador, en la tortura a cargo de funcionarios del Estado, no hay nada que hacer. Estás ante el monopolio de la violencia y los matarifes han jurado bandera y te machacan normalmente por Dios y por la Patria. Pero hasta ante un gángster asesino hay que procurar pegarle una patada en los huevos, aunque sea la última que des en tu vida. Los que le sujetan huelen mal. Las botas a grasa de caballo mal alimentado. De una cabeza cercana le llega el aroma de cebolla mezclada con ketsup y hamburguesa, sin duda comprada en Mac Auto y comida sin bajarse de la moto, con los dedos apestando a mezcla de gasolina y motas verdiblancas sacadas de las profundidades de una nariz llena de espinillas en relieve negro y céreo. Al menos al que huele a hamburguesa hay que darle un aviso, hay que corresponderle, hay que enseñarle a ir por la vida con otro paladar. Ya no queda nada por destruir y se acercan otras botas. De pronto se produce lo que Carvalho más temía. La voz de Biscuter. Desde la escalera.

– ¿Qué pasa ahí dentro? ¿Quién anda ahí?

La de Biscuter ni siquiera es voz, es un grito desafinado nacido en la punta de un esternón diríase que astillado.

– ¡Salgan con las manos arriba! ¡Esta pistola no es de juguete!

Carvalho se vuelve para desvanecerse, pero antes de hacerlo, suspira satisfecho. Ahí está Biscuter, entero, con su traje sastrería Modelo, el sombrero ladeado, una mano en el bolsillo, bajando del piso de arriba

Las botas se han quedado quietas. Los tipos están gesticulando, hablan sofocadamente, y Carvalho aprovecha un debilitamiento de la presión para revolverse a agarrar al pestífero de la cebolla por la nariz y el labio. El movimiento de Carvalho sumado a los grititos de Biscuter provoca un movimiento de huida hacia la escalera. El rostro que Carvalho ha engarfiado con sus dedos confirma el retrato robot que le ha hecho en su estado de postración. El individuo sacude dos puñetazos serios contra la cara de Carvalho para que le suelte, pero ahora los dedos del detective han conseguido meterse en sus ojos, en su asquerosa nariz llena de barros, en su labio casi colgante, casi roto por el desgarro. Con la otra mano, la pisoteada, Carvalho consigue malformar un puño y machaca la sien derecha de Polifemo, porque ya sólo le queda un ojo en activo, ocupado el otro por los dedos uñados del detective. Aúlla de dolor el encebollado y manotea sin acertar en la cara de Carvalho. Pero alguien le ayuda y Carvalho sufre una patada en la cabeza que le atonta, y cuando recupera la tensión y la ira, puede arrodillarse y está solo, rodeado de destrucciones, mientras escaleras abajo se alejan las botas saltarinas que en su huida habrán pisoteado a Biscuter. Se marea cuando se pone en pie pero llega hasta el descansillo, a tiempo para apoyarse en la baranda y ver confusamente los últimos talones de los agresores en huida. ¿Y Biscuter?

– ¿Jefe?

Se vuelve para desvanecerse, pero antes de hacerlo, suspira satisfecho. Ahí está Biscuter, entero, con su traje sastrería Modelo, el sombrero ladeado, una mano en el bolsillo, bajando del piso de arriba.

– ¿Jefe?

Cuando se despierta Carvalho y recuerda mediante imágenes que le vienen a oleadas, lo que ha ocurrido, trata de incorporarse y las manos de Biscuter le obligan a estirarse ¿dónde? En el suelo.

– No queda ni una silla, jefe. Me han dejado la cama turca que parece un arpa. No sé por qué me la han puesto en pie y lo que queda parece un arpa y yo no tengo ni idea de tocar el arpa.

– No toques nada, ni siquiera el arpa, y llama a la policía. Pregunta por Lifante y le explicas qué ha pasado.

– ¿Vd. llamando a la policía?

– Quiero que vean todo tal como está. ¿Te han dado a ti? ¿Te han pegado?

– Ni una cleca, jefe. Les he visto venir.

– ¿Les has visto venir?

– Es un decir. Yo subía la escalera y he empezado a oír un ruido de terremoto. La escalera no se movía. Luego, no era un terremoto. He llegado hasta la puerta del despacho y he visto lo que pasaba. Vd. estaba en el suelo, en muy mala posición, jefe, si he de ser sincero, y los vándalos estaban haciendo picadillo de todo. ¿Qué haces, Biscuter? Me he preguntado.

– Dime qué te has respondido y llama a Lifante.

– He recordado una consigna suya, jefe.

– ¿Cuál?

– El movimiento se demuestra huyendo. He subido al piso de arriba y desde allí he empezado a emitir voces autoritarias. ¡Manos arriba! ¡Salgan de uno en uno! Han empezado a salir escaleras abajo, lógico, si salen escaleras arriba me aniquilan. Pero estaba calculado. Si se van, se irán escaleras abajo. ¿Elemental no?

Lifante llegó una hora después. Ordenó que un amanuense tomara nota de los desperfectos y preguntó a Carvalho primero si estaba asegurado y si pensaba presentar denuncia.

– Ni siquiera pago seguro de entierro. ¿Contra quién voy a presentar denuncia?

– No lo sé. Contra X.

– Creo que sí lo sabe. Estamos ante una derivación imprevista del caso de la vagabunda Helga Singer o Mushnick. Han querido acojonarme. Obran desde una seguridad sorprendente. Helga. Rocco. Ahora esto. ¿Quién será el próximo?


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