Se ha callado la antropóloga, pero estudia al detective con intensidad, como si todas las arrugas de su cara avejentadamente hermosa dependieran de descifrar el código secreto de Carvalho, y va a decirle las conclusiones de su estudio cuando a sus espaldas suena una voz de hombre:

– ¿Pepe Carvalho?

La cara pertenece a alguien vagamente conocido.

– Me presento. Soy el inspector Lifante.

5. LA POLICÍA YA NO ES LO QUE ERA

El inspector Lifante propone a Carvalho entrar en un bar-restaurante inequívocamente norteamericano pero que huele a sardinas a la plancha y en el que las gambas conservan las cabezas, inhabituales en cualquier establecimiento yanqui, donde son decapitadas con nocturnidad.

– ¿Ha estado usted en Estados Unidos, Lifante?

– Hice un master sobre criminología en Atlanta.

– Se habrá fijado usted que en Estados Unidos los peces no tienen cabeza, ni las gambas.

– Cierto.

– Una de dos, o utilizan las cabezas para la guerra bioquímica o les disgusta verle la cara a lo que se comen. Pudieran ser las dos cosas. Decía usted que la policía ha cambiado.

Asiente Lifante y dedica a Carvalho una ráfaga de perspicacia ocular mientras le recuerda la circunstancia en que se conocieron. La investigación de los anónimos contra un delantero centro.

– Usted se sorprendió mucho de que yo fuera un experto en semiología.

– Le confieso que me pareció usted un policía postmoderno.

– ¿Qué es eso?

No tenía Carvalho muy claro el concepto de postmodernidad, pero le sonaba que, atribuido a un policía, la postmodernidad también implicaba desideologización y deshistorificación. Usted parece no tener ideología y no formar parte de la historia. En efecto, se apuntó Lifante, Contreras, mi jefe entonces, estaba ideologizado, había hecho la guerra, la había ganado, había estado en la Brigada Político Social, en parte porque bajo el franquismo era obligatorio pasar por esa prueba si querías hacer carrera en el Cuerpo General. Por eso no funcionaba bien la química entre usted y Contreras.

– Para mi jefe, usted olía a rojo. Yo, en cambio, detectaba sus señales. Usted era un código de investigador privado curioso, obsoleto, acientífico, buscavidas.

– Digamos que he pasado de la antipatía política de Contreras al menosprecio científico de usted.

– Usted tiene intuición, supongo que la intuición le ha llevado a Dieste, en busca de ¿qué?

– De quién, yo siempre busco a alguien.

– Si me acompaña, le facilitaré su trabajo.

Siguió a Lifante hasta el coche de policía, donde les esperaba Dieste despotricando sobre el tiempo que le estaban haciendo perder.

– Al instituto.

El coche iba hacia el Instituto Municipal Forense como un asno por su ruta habitual, sin que el conductor pusiera el menor empeño. Dieste miraba de reojo a Carvalho y trataba de expresarle íntimos malos humores que el detective no podía descifrar, aunque se sentía responsable de algunos de los agravios del actor. Se le abrieron todas las puertas a Lifante hasta llegar a la sala revocada de azulejos grises sin cadáveres percibibles sobre las camillas, a la espera de que el encargado tirara del cajón ataúd y les ofreciera lo que llamó momia, después de enterarse que nadie de los recién llegados era pariente del difunto.

– Ahí va la momia ocho.

Y allí estaba una mujer de unos cuarenta años largos, mal vividos, peor muertos, limpias las sangres para que lucieran las carnes amalvadas por la muerte y protegidas por los panículos adiposos de las peores grasas. A veces las hendiduras de las celulitis del bajo vientre y los muslos se confundían con las de los navajazos.

– ¿Helga Singer?

Preguntó Lifante a Dieste, pero ni de los ojos ni de la boca del actor salía respuesta alguna.

– ¿Al menos le recuerda a Helga Singer?

– Sí. Los rasgos pudieran ser de ella. Pero esto es un monstruo, no es la Helga que yo vi hasta hace unos cinco, seis años.

– Más conocida por Palita, el nombre que le daban los compadres de la vagabundería. ¿Buscaba usted a Helga Singer?

Había un muestrario de vagabundos, como si los hubieran contratado en una agencia. Se apagó la luz y sobre la pared se proyectó el rostro del cadáver.

Ahora la pregunta se dirigía a Carvalho.

– Buscaba a la muchacha que pudo ser Emmanuelle.

Se encogió de hombros Lifante y se pasó el tramo que les separaba del coche policial informando sobre el proceso técnico a seguir, la búsqueda documental de identificación del cadáver o a través del ADN. El policía auxiliar asentía como tomando apuntes mentales. ¿Tenía algún familiar aquí? Dieste no lo sabía. Carvalho sí, pero nada dijo.

– Puertas abiertas. Si quieren les permito ver el interrogatorio de una serie de vagabundos que hemos convocado en Jefatura.

Dieste renunció. Carvalho entró en la Jefatura Superior con la renovada inquietud de sus años adolescentes, los de las primeras detenciones por manifestaciones universitarias.

Había muestrario de vagabundos, como si los hubieran contratado en una agencia, desde el parado con aspecto de oficinista que pedía para que sus hijos comieran hasta la vieja coleccionista de cartones y de gatos, el adolescente sin otras piernas que las cuatro patas de un perrillo drogado, la gitana preñada con un bebe probablemente drogado con la misma substancia que el perro, el buscacontenedores color de luna y el buscabasuras bronceado por el sol de los mejores vertederos.

– ¿Alguno de ustedes conocía a Palita? ¿Alguno sabe cómo se llamaba en realidad Palita? -preguntó Lifante, que se revolvió fríamente furioso hacia sus colaboradores-. ¿Cómo es posible que no haya un censo de vagabundos?

– Cada día aparecen nuevos -contestó el experto.

– De todas las edades -corroboró otro.

– En este país, la única propiedad pública que va a quedar va a ser la mendicidad -dijo Lifante-. ¿No conocían a Palita?

Dio una orden. Se apagaron las luces, y sobre la pared en blanco sucio del despacho se proyectó el rostro del cadáver abotagado por el miedo a la muerte, por la muerte misma. En plena proyección se oyó la voz anónima de un mendigo.

– Si enseñaran el coño la reconocería. Conozco los coños de todas las mendigas de la ciudad.

– Tú mucho fardar y no te has bajado a un pilón en la vida.

– ¿Cómo voy a bajarme a un pilón de vieja? ¿Cuándo has visto tú una vagabunda que te baje la cremallera de la bragueta sólo con mirártela?

– A mí me la chupan con sólo mirarlas.

Dejó Lifante que los vagabundos se desfogaran y se cernió sobre el que nada había dicho.

– ¿Usted cómo se llama?

– Cayetano.

– ¿Conocía a Palita?

– No conocía a la que ha salido en la foto.

– Pero conocía a Palita.

– Es cosa personal.

Se le hincharon las venas del cuello a Lifante y con el asco en los dedos cogió la barbilla desafeitada de Cayetano y se la movió a derecha e izquierda.

– Tú, mamón, no tienes nada personal. Tú me cuentas lo que sepas de Palita o te quedas aquí siete días cagándote en los pantalones.

Reparó Lifante en que Carvalho presenciaba la escena y le dirigió una mirada conminatoria: Váyase. Carvalho se fue, pero notó que le seguían los pasos del inspector. Se volvió y allí estaba el rostro hierático, calvo, ovoide, al servicio de unos ojos escudriñadores.

– ¿He herido su sensibilidad?

– Cuando me meto en un sitio como éste procuro perder la sensibilidad. Me ocurre lo mismo en los hospitales terminales y en la Morgue.

Se acercaba demasiado Lifante.

– Procure no cogerme por las solapas. Es el estilo Contreras.

– Aprenderá a respetarme sin que le coja por las solapas, sin que le eche el aliento. Puedo volverle loco. Puedo arruinarle. Sé cómo hacerlo, técnica y legalmente, sin violar la Constitución.

Saludó Carvalho y se fue rumiando la ratificación de su teoría sobre la cultura policial. Ni se crea ni se destruye, simplemente se transforma al servicio de la misma sospecha de que los paisanos o han sido culpables o lo son o lo serán algún día. Al servicio del señor del Estado, sea el que sea, quiera lo que quiera. Así se lo resumió a Dorotea en un conciso informe telefónico.


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