– Doy el caso por terminado. Ya apareció Emmanuelle. ¿No es así?

– No se me pidió eso. Se me pidió que usted reconstruyera su largo viaje por España.

6. LA MUCHACHA QUE NO PUDO SER EMMANUELLE

La mano que no sostenía el sombrero empujó la puerta. y más allá del marco quedó configurado Carvalho sentado tras la mesa de su despacho, con una mano aún sosteniendo el teléfono que concretaba el acuerdo con Dorotea. Levantó la cabeza y volvió a bajarla para abarcar la totalidad del prodigio. Biscúter vestido de domingo esperaba el veredicto mientras se estiraba las mangas de la chaqueta y se centraba el nudo de la corbata.

– Sastrería Modelo, jefe, dos en uno. Chaqueta y dos pantalones iguales que hacen juego, así puedes alternarlos y no se te desgastan. Yo soy flacucho, pero tengo poco puente, y los muslos me hacen polvo los pantalones.

Biscúter también tenía muslos.

– ¿Y el sombrero? ¿A qué se debe la elegancia, socio?

– No tengo la experiencia de un hombre de mundo, pero sé cómo has de ir a pedir algo, no basta con la cara como espejo del alma, sino que el vestido influye en el ánimo de quienes te reciben. Un traje aseado y unos zapatos bien limpios. Y un sombrero. Desde que era adolescente me ha gustado llevar sombreros. En realidad he mentido cuando le he dicho que yo no soy un hombre de mundo. Lo era hasta que me encerré aquí, voluntariamente, desde luego, jefe, no se lo reprocho.

Biscúter, evidentemente evocador, se atribuyó una silla.

– Yo era, repito, era, un hombre de mundo. Ni el día ni la noche tenían secretos para mí. Sólo robaba de BMW para arriba. Puedo situarme en cualquier universo, en ochenta universos.

– Me basta con que te sitúes en el universo artístico, teatral, cinematográfico, de la noche borde de Barcelona, que según tú conoces tan bien -dijo Carvalho con cierta impaciencia-. Retén este nombre, Helga Singer o la Emmanuelle argentina, y si cuando sales de un camerino o de un cabaret te encuentras a un vagabundo, pregúntale por Palita. ¿Qué te dice la Emmanuelle argentina? Ya sabes que hubo una serie de películas sobre Emmanuelle, las empezó una holandesa y luego hubo una Emmanuelle negra, otra asiática y según parece se hizo un concurso para encontrar una argentina. A ese concurso se presentaron jóvenes actrices, y me interesa saber qué se hizo de una de ellas. De Helga Singer, era un seudónimo. Su verdadero nombre era Helga Muschnick.

– Judía. Ya le puedo adelantar que era judía. Usted quemó una vez un libro sobre judíos que se llamaba Muschnick.

– Era el apellido del editor, y lo quemé simplemente porque era un libro. Necesito saber qué se hizo de ella. Fue novia de juventud, casi de adolescencia, de un tal Rocco, y es posible que sea él quien la estuviera buscando, de ahí la participación de Dorotea Samuelson.

– La encontraré, jefe.

– La puedes encontrar en la Morgue, allí está. Es un cadáver. Lo que quiero es que me ayudes a establecer su recorrido. Desde que llega a España hasta que la encuentran repetidamente apuñalada en el metro de Urquinaona.

– Ah. ¡Condición humana! Quien no quiere ayudarse a sí mismo necesita que los demás le ayuden a encontrarse a sí mismo, más allá de la muerte.

– ¿Es un proverbio de Confucio?

– Mío. Mío, jefe.

Parecía caminar Biscúter por la Rambla a tiro fijo, desdeñando personas y calles, en la punta de sus ojos saltones el punto de llegada. Se metió por Escudillers y más allá del restaurante Los Caracoles, donde se asaban parsimoniosamente los pollos en la parrilla al aire libre.

Escogió una escalera que había tenido pretensiones de portero, mármoles y barandillas de bronce. Se cercioró de que la garita de la portería no contuviera al portero muerto desde antes de cualquier guerra significativa, por ejemplo la de Corea, subió los escalones de puntillas para no lesionar más sus desesperadas vejeces y procuró no apoyar las manos en el pasamanos, donde las grasas de millones de manos habían dejado una pintura inatacable por la erosión. Sobre la puerta, un anuncio en placa de porcelanilla, Gualterio Sampedro, agente artístico. Corrieron tres cerrojos antes de que la puerta se abriera con la ayuda de la larga nariz varicosa y lila de Gualterio Sampedro.

Gualterio dio la vuelta a su sillón y se enfrentó a Biscuter. "¿Y vos me preguntás eso a mí? ¿No sabés que esa mujer destrozó mi vida?".

– ¿Le conozco?

– Josep Plegamans Betriu, alias Biscúter. Nos conocimos en Chirona, Gualterio.

– Biscúter, qué apodo tan idiota. Debías ser un julai.

Abrió la puerta, y Biscúter pasó a un almacén museo de la fotografía arqueológica. Sobre la mesa y las paredes, cientos de instantáneas de actores viejos o que parecían serlo. Biscúter llevaba en la cara una sonrisa de extraña complicidad. El hombre viejo y de mala leche, con las orejas llenas de tantas varices como en la nariz, levantó su mirada de perro colérico para estudiar al intruso. Biscúter cantó:

– He pasado la noche en un sueño,

y ese sueño me hablaba de amor,

el amor por la imagen divina

que llevaba en mi corazón.

– ¿Han soltado a los locos hoy?

Biscúter le abrió los brazos.

– ¡Gualterio!

El hombre se recostó en su sillón y detuvo el avance de Biscúter con un brazo.

– No me sacará ni un duro. Ya he dicho que mis acreedores no me molesten hasta que Argentina haya pagado la deuda externa y Barcelona sea la capital de Alemania. Si el Gobierno argentino debe dinero, yo también puedo deberlo.

– Las nieves del tiempo platearon mi sien, pero ¿tan irreconocible estoy? ¿No te acuerdas de Biscúter? ¿Las tortillas de patatas que te hacía en la cárcel de Lérida cuando tú estabas allí de contrabandista? ¿Las partidas de julepe en casa de Madame Victoria en Andorra? ¿El follador de las Pampas, como me llamabais porque la metía doblada y no la sacaba hasta el tercer polvo?

Gualterio pareció recordar. Lo consiguió. Pero no era muy bueno lo que recordaba.

– No es que la metieras doblada. Decía Madame Victoria que la tenías tan pequeña que en realidad la tenías inverosímil. El liante. Parecías un feto recién sacado con fórceps. Nunca he visto un presidiario menos consistente que tú. No sé cómo conseguiste sobrevivir. ¿Consiguió romperte el culo Antonio el cachas negras?

– No. Ni él ni nadie. A pesar de lo sórdido del ambiente recuerdo con amistad a mucha gente, a Antonio el cachas negras, que se negó a lavarse mientras no le sacaran de preventivo y llevaba ya diez años de preventivo.

– Mucha amistad, mucha farra, mucho haiga robado, mucha casa de putas, mucho julepe, pero no testificaste, no me sacaste de la trena cuando el asunto aquel de la menor.

– ¿Sacarte yo de la trena? Pero si estuve yo mismo a punto de ir a la trena sin haber hecho nada! Además, Gualterio, aquella niña tenía once años.

Gualterio dio un giro de ciento ochenta grados en su sillón móvil y sin dejar de dar la espalada a Biscúter se justificó:

– Tenía trece años, a los trece años una mujer es una mujer. ¿Qué cantabas?

– ¿Olvidaste que, cuando pasábamos la noche en casa de Madame Victoria, al día siguiente nos despertaba poniéndonos esta canción, era una zarzuela? ¿Olvidaste?

– Recuerdo. ¿Qué más quieres?

Biscúter contempló las paredes llenas de fotografías de muertos sin sepultura. Aspiró aire para animarse.

– Se nota que te han ido bien las cosas y que dejaste el contrabando de tabaco y duralex.

– Ya nadie usa duralex de contrabando y cada vez se fuma menos. ¿No habrás venido a recordar aquellos asquerosos tiempos?

Biscúter analizó la situación y derivó su discurso hacia un inventario concreto de las vivencias compartidas en la cárcel de Lérida y en Andorra, las bases de partida del contrabando de El Argentino y de las razas de coches prepotentes de Biscúter. Lo que le enternecía o le hacía llorar dejaba impasible a Gualterio, esencialmente aburrido de la situación primero, hastiado a continuación. Era el momento psicológico adecuado para sorprenderle, dedujo Biscúter.


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