Eddie tragó con dificultad.

– ¿Mi capitán? -susurró-. ¿Es usted?

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Habían servido juntos en el ejército. El capitán era el oficial al mando de Eddie. Combatieron en Filipinas y se separaron en Filipinas, y nunca se habían vuelto a ver. Eddie había oído que murió en combate.

Apareció una espiral de humo de cigarrillo.

– ¿Te han enseñado las ordenanzas, soldado?

Eddie bajó la vista. Vio la tierra muy abajo, aunque se daba cuenta de que no se podía caer.

– Estoy muerto -dijo.

– Tienes derecho a eso.

– Y usted está muerto.

– También tengo ese derecho.

– Y usted es… ¿mi segunda persona?

El capitán sostenía su cigarrillo en la mano. Sonrió como queriendo decir: «¿Te puedes creer que esté fumando aquí arriba?», luego dio una larga calada y soltó una nubecilla de humo blanco.

– No me esperabas, ¿verdad que no?

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Eddie aprendió muchas cosas durante la guerra. Aprendió a ir subido encima de un carro de combate. Aprendió a afeitarse con agua fría que ponía en su casco. Aprendió a tener cuidado cuando disparaba desde un pozo de tirador, no fuera que alcanzara un árbol y se hiriera a sí mismo con un proyectil desviado.

Aprendió a fumar. Aprendió a desfilar. Aprendió a cruzar un puente colgante de cuerdas mientras cargaba -todo a la vez- con un impermeable, una radio, una carabina, una máscara de gas, un trípode de ametralladora, una mochila y varias cananas colgadas del hombro. Aprendió a tomar el peor café que había probado nunca.

Aprendió unas cuantas palabras de otros idiomas. Aprendió a escupir muy lejos. Aprendió a escuchar la charla nerviosa de un soldado que ha sobrevivido a su primer combate, cuando los hombres se dan palmaditas en la espalda unos a otros y sonríen como si todo hubiera terminado -«¡Ahora podemos volver a casa!»-, y aprendió a soportar la depresión de un soldado después de su segundo combate, cuando se da cuenta de que la guerra no se termina con una batalla, que habrá más y más después de aquélla.

Aprendió a silbar entre los dientes y a dormir en suelo pedregoso. Aprendió que la sarna son unos ácaros que pican mucho y se te entierran en la piel, especialmente si llevas la misma ropa sucia durante una semana. Aprendió que los huesos de un hombre son blancos cuando asoman por entre la piel.

Aprendió a rezar a toda velocidad y en qué bolsillo guardar las cartas para su familia y para Marguerite, por si acaso sus compañeros lo encontraban muerto. Aprendió que a veces estás sentado junto a un amigo en una trinchera, hablando en voz baja del hambre que tienes, y al instante siguiente hay un pequeño gusss y el amigo se desploma y el hambre que tienes deja de importar.

Aprendió, mientras un año se convertía en dos y dos se convertían casi en tres, que incluso los hombres fuertes y musculosos se vomitan las botas cuando el avión de transporte los va a descargar, y que hasta los oficiales hablan en sueños la noche antes del combate.

Aprendió a hacer prisioneros, aunque nunca aprendió a ser uno. Luego, una noche, en una isla de Filipinas, su grupo quedó atrapado bajo un intenso fuego, y se dispersaron buscando abrigo y el cielo estaba encendido y Eddie oyó a uno de sus compañeros, metido en una zanja, que sollozaba como un niño, y él le gritó: «¡Cállate de una vez!», y se dio cuenta de que el hombre sollozaba porque había un soldado enemigo de pie delante de él apuntándole con un rifle a la cabeza, y Eddie notó algo frío en la nuca porque también había otro enemigo detrás de él.

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El capitán apagó su pitillo. Era mayor que los hombres del grupo de Eddie, un militar de carrera de andar desgarbado y mandíbula prominente que le hacían parecerse a un actor de cine del momento. A la mayoría de los soldados les gustaba bastante, aunque tenía poco aguante y la costumbre de gritarte a unos centímetros de la cara, de modo que le veías los dientes, ya amarillentos por el tabaco. Con todo, el capitán siempre prometía que él nunca «abandonaría a nadie», pasara lo que pasara, y a los hombres eso les daba seguridad.

– Mi capitán… -volvió a decir Eddie, todavía asombrado.

– Afirmativo.

– Señor.

– Eso no es necesario. Pero muy agradecido.

– Ha sido… Usted parece…

– ¿Igual que la última vez que me viste? -Sonrió, luego escupió por encima de la rama del árbol. Vio la confundida expresión de Eddie.- Tienes razón. Aquí no hay motivo para escupir. Uno tampoco se pone malo. El aliento de uno siempre es el mismo. Y el rancho es increíble.

¿El rancho? Eddie no entendía nada de aquello.

– Mi capitán, mire usted. Hay algún error. Todavía no sé por qué estoy aquí. Fui un don nadie en la vida, ¿sabe? Era un operario de mantenimiento. Viví años y años en el mismo apartamento. Estaba encargado de las atracciones, norias, montañas rusas y estúpidos cohetes tripulados. Nada de lo que estar orgulloso. Sólo era una especie de vagabundo. Lo que yo decía es…

Eddie tragó saliva.

– ¿Qué estoy haciendo aquí?

El capitán le miró con aquellos rojos ojos brillantes y Eddie aguantó las ganas de hacerle la otra pregunta que ahora se hacía después de lo del Hombre Azul: ¿también había matado él al capitán?

– Oye, me he estado preguntando -dijo el capitán pasándose la mano por la barbilla-. Los hombres de nuestra unidad… ¿Habéis seguido en contacto? ¿Willingham? ¿Morton? ¿Smitty? ¿Los has vuelto a ver?

Eddie se acordaba de los nombres. La verdad era que no se habían mantenido en contacto. La guerra podía unir a los hombres como un imán, pero como un imán también los podía separar. Las cosas que vieron, las cosas que hicieron. A veces sólo querían olvidar.

– Para ser sincero, señor, todos perdimos el contacto. -Se encogió de hombros.- Lo siento.

El capitán hizo un gesto de asentimiento como si ya se lo esperara.

– ¿Y tú? ¿Volviste a aquel parque de atracciones donde todos prometimos ir si salíamos vivos? ¿Viajes gratis para todos los soldados? ¿Dos chicas para cada uno en el Túnel del Amor? ¿No es eso lo que dijiste?

Eddie casi sonrió. Eso fue lo que él había dicho. Lo que decían todos. Pero cuando terminó la guerra, no fue nadie.

– Sí, volví -dijo Eddie.

– ¿Y?

– Y… nunca más lo dejé. Lo intenté. Hice planes… Pero esta condenada pierna. No sé. Nada salió bien.

Eddie se encogió de hombros. El capitán le examinó la cara. Los ojos se le empequeñecieron. Bajó el volumen de su voz.

– ¿Todavía haces juegos malabares? -preguntó.

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– ¡Andar! ¡Tú andar! ¡Tú andar!

Los soldados enemigos gritaban y les pinchaban con bayonetas. A Eddie, Smitty, Morton, Rabozzo y al capitán los llevaban por una escarpada colina abajo, con las manos en la cabeza. A su alrededor explotaban morterazos. Eddie vio una figura que corría entre los árboles, luego se oyó ruido seco de balas.

Trató de tomar nota mental mientras andaban en la oscuridad -cabañas, caminos, cualquier cosa que pudiera distinguir-, pues sabía que esa información sería preciosa en caso de fuga. Un avión volaba a lo lejos, lo que llenó a Eddie de una súbita y deprimente oleada de desesperación. Es el tormento interior de todo soldado capturado, la corta distancia entre la libertad y el cautiverio. Si pudiera dar un salto y agarrar el ala de aquel avión, se alejaría volando de aquella equivocación.

En lugar de eso, él y los otros estaban atados por las muñecas y los tobillos. Los arrojaron dentro de barracones de bambú que se asentaban sobre pilotes encima del barro del suelo. Permanecieron allí durante días, semanas, meses, obligados a dormir en sacos de arpillera rellenos de paja. Una jarra de barro servía de retrete. De noche, los guardias enemigos se deslizaban debajo del barracón y escuchaban sus conversaciones. Según el tiempo iba pasando, hablaban menos cada vez.


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