La segunda persona que Eddie encuentra en el cielo

Eddie notaba que sus pies tocaban el suelo. El cielo volvía a cambiar, de azul cobalto a gris carbón vegetal, y Eddie ahora estaba rodeado de árboles caídos y escombros ennegrecidos. Se agarró los brazos, hombros, muslos y pantorrillas. Se notaba más fuerte que antes, pero cuando trató de tocarse los dedos de los pies, ya no pudo hacerlo. La flexibilidad había desaparecido. Ya no existía la sensación infantil de ser de goma. Cada músculo que tenía estaba tan tenso como una cuerda de piano.

Paseó la vista por el terreno sin vida que le rodeaba. En una colina cercana había una carreta destrozada y los huesos podridos de un animal. Eddie notó un viento ardiente que le azotaba la cara. El cielo explotó en llamaradas amarillas.

Y una vez más, Eddie corrió.

Ahora corría de modo diferente, con los pesados pasos bien medidos de un soldado. Oyó un trueno -o algo parecido a un trueno, explosiones o estallidos de bombas- y se tiró instintivamente al suelo. Cayó sobre el estómago y se arrastró apoyándose en los antebrazos. El cielo se abrió violentamente y soltó borbotones de lluvia; un chaparrón espeso y pardusco. Eddie agachó la cabeza y reptó por el barro, escupiendo el agua sucia que le llegaba a los labios.

Finalmente notó que la cabeza le chocaba contra algo sólido. Alzó la vista y vio un fusil clavado en el suelo, con un casco puesto encima y unas cuantas chapas de identificación colgando del portafusil. Parpadeando en medio de la lluvia, pasó los dedos por las chapas de identificación, luego gateó enloquecido hacia atrás metiéndose en la porosa pared de enredaderas fibrosas que colgaban de un enorme ficus. Se hundió en su espesura. Se sentó encogido sobre sí mismo. Trató de contener la respiración. El miedo se había apoderado de él, incluso en el cielo.

El nombre de una de las placas de identificación era el suyo.

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Los jóvenes van a la guerra. Unas veces porque tienen que ir, otras veces porque quieren. Siempre creen que todos esperan que vayan. Eso tiene su origen en las tristes, en las complicadas historias de la vida, que durante los siglos han considerado que el valor está asociado con coger las armas, y la cobardía con dejarlas a un lado.

Cuando este país participó en la guerra, Eddie despertó temprano una mañana lluviosa, se afeitó, se peinó el pelo hacia atrás y fue a alistarse. Otros estaban combatiendo. Él haría lo mismo.

Su madre no quería que fuera. Su padre, cuando le comunicó la noticia, encendió un pitillo y soltó el humo lentamente.

– ¿Cuándo? -fue lo único que preguntó.

Como nunca había disparado con un fusil de verdad, Eddie empezó a practicar en el tiro al blanco del Ruby Pier. Pagabas cinco centavos y el aparato empezaba a zumbar, apretabas el gatillo y disparabas contra siluetas metálicas con dibujos de animales de la selva, como un león o una jirafa. Eddie iba todas las tardes, después de ocuparse de la palanca del freno del Mini-trén Infantil. El Ruby Pier había añadido unas cuantas atracciones nuevas y más pequeñas, porque las montañas rusas, después de la Depresión, se habían vuelto demasiado caras. El Minitrén era una de esas atracciones nuevas; sus vagones no eran más altos que el muslo de un hombre adulto.

Eddie, antes de alistarse, había estado trabajando para ahorrar dinero con el que estudiar ingeniería. Aquél era su objetivo; quería construir cosas, aunque su hermano Joe no dejaba de decir:

– Venga, Eddie, tú no eres lo bastante listo para eso.

Pero una vez que empezó la guerra, el parque de atracciones iba mal. Ahora la mayoría de los clientes de Eddie eran mujeres solas con niños cuyos padres estaban combatiendo. A veces los niños le pedían que los levantara hasta su cabeza, y cuando Eddie accedía, veía las tristes sonrisas de las madres: suponía que les gustaba que levantaran a sus hijos, pero creía que habrían preferido que fueran otros los brazos que lo hicieran. Él, pensaba Eddie, pronto se uniría a aquellos hombres lejanos, y su vida de engrasador de raíles y controlador de palancas de freno terminaría. La guerra era su llamada a la edad adulta. Y a lo mejor, hasta alguien le echaba en falta.

Una de aquellas últimas tardes, Eddie estaba apoyado en el pequeño puesto de tiro al blanco disparando profundamente concentrado. ¡Pum! ¡Pum! Intentaba imaginar que disparaba a un enemigo de verdad. ¡Pum! ¿Harían ruido cuando los alcanzase -¡pum!- o simplemente caerían, como los leones y las jirafas?

¡Pum! ¡Pum!

– Practicando para matar, ¿eh, chaval?

Mickey Shea se había detenido detrás de él. Tenía el pelo del color de helado de vainilla, húmedo de sudor, y la cara se le había puesto roja debido a lo que hubiera estado bebiendo. Eddie se encogió de hombros y volvió a disparar. ¡Pum! Otro blanco. ¡Pum! Otro.

– Oye -protestó Mickey.

A Eddie le apetecía que Mickey se largara y le dejase mejorar su puntería. Notaba al viejo borracho a su espalda. Oía su trabajosa respiración, los siseos del aire que le entraban y salían por la nariz, como una bicicleta a la que hinchaban con una bomba.

Eddie siguió disparando. De pronto, notó que le agarraban el hombro con fuerza.

– Escucha, chaval. -La voz de Mickey era un gruñido grave.- La guerra no es un juego. Si es preciso disparar, se dispara, ¿entiendes? No te sientes culpable. No hay que dudar. Uno dispara y dispara, y no piensa ni contra quién, ni si lo mata, ni por qué, ¿entendido? Si quieres volver a casa, limítate a disparar, no pienses.

Apretó con más fuerza.

– Lo que mata es el pensar.

Eddie se dio la vuelta y miró fijamente a Mickey. Éste le dio una bofetada fuerte en la mejilla y Eddie, instintivamente, alzó el puño para responder. Pero Mickey eructó y dio un tumbo tambaleante hacia atrás. Luego miró a Eddie como si estuviera a punto de echarse a llorar. El fusil del tiro al blanco dejó de zumbar. Los cinco centavos de Eddie se habían terminado.

Los jóvenes van a la guerra, unas veces porque tienen que ir, otras veces porque quieren. Unos días después, Eddie metió sus cosas en una bolsa de lona y dejó atrás el parque de atracciones.

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Dejó de llover. Eddie, temblando y mojado debajo del ficus, soltó una larga y profunda exhalación. Apartó las lianas y vio el casco y el fusil todavía clavado en el suelo. Recordó por qué hacían eso los soldados: era para señalar las tumbas de sus muertos.

Salió avanzando a cuatro patas. A lo lejos, bajo unas pequeñas ondulaciones, estaban los restos de una aldea, bombardeada y quemada, reducida a poco más que escombros. Durante un momento, Eddie miró fijamente, con la boca algo abierta, enfocando mejor la escena con los ojos. Entonces el pecho se le encogió igual que el de un hombre que acabara de recibir malas noticias. Aquel sitio. Lo conocía. Se le había aparecido en sueños.

– Viruela -dijo de pronto una voz.

Eddie se dio la vuelta.

– Viruela. Tifus. Tétanos. Fiebre amarilla.

Venía de arriba, de algún punto del árbol.

– Nunca he sabido lo que era la fiebre amarilla. Demonios. Nunca he conocido a nadie que la tuviera.

La voz era potente, con un leve acento sureño y un tanto ronca, como la de un hombre que llevara horas gritando.

– Me pusieron inyecciones para todas esas enfermedades y de todos modos he muerto aquí, y estaba tan sano.

El árbol se agitó. Un fruto pequeño cayó delante de Eddie.

– ¿Te gustan las manzanas? -dijo la voz.

Eddie se levantó y se aclaró la voz.

– Sal de ahí -dijo.

– Sube tú -dijo la voz.

Y Eddie estaba en el árbol, cerca de la copa, que era tan alta como un edificio de oficinas. Las piernas le colgaban de la rama donde estaba sentado y la tierra de debajo parecía una gota muy lejana. Entre las ramas más pequeñas y las delgadas hojas, Eddie distinguía la forma en sombra de un hombre en traje de faena, apoyado en el tronco del árbol. Tenía la cara cubierta con una sustancia negra como el carbón. Los ojos le brillaban como pequeñas bombillas.


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