Cuando Eddie echó la cabeza hacia atrás, ella tenía otra vez cuarenta y siete años, la red de arrugas en torno a los ojos, el pelo menos espeso, la piel más flácida por debajo de la barbilla. Marguerite sonrió y él sonrió, y ella fue, para él, tan hermosa como siempre, y cerró los ojos y dijo por primera vez lo que había estado sintiendo desde el momento en que la volvió a ver:

– No quiero seguir. Quiero quedarme aquí.

Cuando abrió los ojos, sus brazos aún rodeaban la forma del cuerpo de ella, pero Marguerite había desaparecido, al igual que todo lo demás.

VIERNES, 15.15 HORAS

Domínguez apretó el botón del ascensor y la puerta se cerró con estrépito. Un ventanuco interior se alineó con un ventanuco exterior. El aparato se elevó con una sacudida y por el cristal estropeado vio que desaparecía el vestíbulo.

– No me puedo creer que este ascensor todavía funcione -dijo Domínguez-. Debe de ser, por lo menos, del siglo pasado.

El hombre a su lado, el abogado que se ocupaba de la herencia, asintió ligeramente, simulando interés. Se quitó el sombrero -había poca ventilación y estaba sudando- y observó los números que se encendían en el panel de latón. Aquélla era la tercera cita del día. Una más y podría irse a casa a cenar.

– Eddie no tenía muchas cosas -dijo Domínguez.

– Ejem -dijo el hombre secándose la frente con un pañuelo-. Entonces no nos llevará mucho.

El ascensor se detuvo bruscamente, la puerta se abrió con estrépito y se dirigieron hacia el 6B. El pasillo todavía tenía los azulejos a cuadros blancos y negros de la década de 1960 y olía a comida: ajo y patatas fritas. El conserje les había dado la llave, junto con una fecha límite. El próximo miércoles. Necesitaba que el piso estuviera vacío para un nuevo inquilino.

– Vaya… -dijo Domínguez después de abrir la puerta y entrar en la cocina-. Todo está perfectamente ordenado, y eso que era un viejo. -El fregadero estaba limpio. Las encimeras fregadas. Bien lo sabe Dios, pensó, su casa nunca estaba tan limpia.

– ¿Documentos financieros? -preguntó el hombre-. ¿Estados de cuentas bancarias? ¿Joyas?

Domínguez pensó en Eddie llevando joyas puestas y casi soltó una carcajada. Se dio cuenta de lo mucho que le echaba de menos, de lo extraño que era no tenerle en el parque dando órdenes a gritos y supervisándolo todo como un halcón madre. Ni siquiera habían vaciado su taquilla. Nadie tuvo valor. Se limitaron a dejar sus cosas en el taller, donde estaban, como si fuera a volver al día siguiente.

– No lo sé. Mire en ese mueble del dormitorio.

– ¿El buró?

– Sí. Oiga, yo sólo estuve aquí una vez. En realidad sólo conocía a Eddie del trabajo.

Domínguez se apoyó en la mesa y miró por la ventana de la cocina. Vio el viejo carrusel. Miró su reloj. «Hablando de trabajo…», pensó.

El abogado abrió el cajón de arriba del buró del dormitorio. Apartó unos pares de calcetines, pulcramente enrollados uno dentro de otro, y la ropa interior, calzoncillos blancos, uno encima de otro. Debajo había una caja forrada de cuero, un objeto con aspecto serio. La abrió con la esperanza de encontrar algo enseguida. Frunció el ceño. Nada importante. No había ni estados de cuentas bancario, ni pólizas de seguro, sólo una pajarita negra, el menú de un restaurante chino, un antiguo mazo de cartas, una carta con una medalla del ejército y una descolorida foto Polaroid de un hombre junto a una tarta de cumpleaños rodeado de niños.

– Oiga -gritó Domínguez desde la otra habitación-, ¿es esto lo que necesita?

Apareció con un montón de sobres que había sacado de un cajón de la cocina, algunos de un banco cercano, otros del Departamento de Veteranos de Guerra. El abogado los recorrió y, sin levantar la vista, dijo:

– Esto servirá.

Sacó un estado de cuenta bancario y tomó nota mental del saldo. Luego, como sucedía con frecuencia en este tipo de visitas, se felicitó en silencio por sus acciones, bonos y plan de pensiones. Él no iba a terminar como aquel pobre palurdo, con nada más que enseñar que una cocina ordenada.

La quinta persona que Eddie encuentra en el cielo

Las cinco personas que encontrarás en el cielo pic_56.jpg

Blanco. Ahora sólo había blanco. Ni tierra, ni cielo, ni horizonte. Sólo un puro y silencioso blanco, tan callado como la nevada más intensa en el amanecer más tranquilo.

Blanco era lo único que veía Eddie. Lo único que oía era su trabajosa respiración, seguida por el eco de esa respiración. Inhaló y oyó una inspiración más sonora. Exhaló y a continuación también escuchó una espiración.

Eddie se frotó los ojos. El silencio es peor cuando uno sabe que no lo puede romper, y Eddie lo sabía. Su mujer se había ido. La deseaba desesperadamente, un minuto más, medio minuto, cinco segundos más, pero no había modo de alcanzarla, de llamarla o de saludarla con la mano, ni siquiera podía ver una fotografía suya. Se sentía como si hubiera caído por una escalera y estuviera aplastado en el fondo. Tenía el alma vacía. Carecía de fuerza. Colgaba nacidamente y sin vida en el vacío, como si lo hiciera de un gancho, como si le hubieran extraído todos los jugos. Quizá llevaba allí colgado un día o un mes. Quizá un siglo.

Sólo la llegada de un ruido pequeño pero repetitivo hizo que se revolviera; sus párpados se alzaron pesadamente. Ya había estado en cuatro zonas del cielo y conocido a cuatro personas, y aunque cada una había resultado desconcertante a su llegada, notaba que esto era completamente distinto.

El temblor del ruido volvió, ahora más potente, y Eddie, con su instinto de defensa de toda su vida, cerró los puños y al hacerlo se dio cuenta de que su mano derecha tenía cogido un bastón. En los antebrazos tenía manchas del hígado. Las uñas de sus dedos eran pequeñas y amarillentas. Sus piernas desnudas tenían el sarpullido rojizo -herpes- que había padecido durante sus últimas semanas en la tierra. Apartó la vista de su acelerado deterioro. Según los cómputos humanos, su cuerpo estaba cerca del final.

Ahora llegaba otra vez el sonido, un conjunto de chillidos agudos, irregulares, y momentos de calma. En la tierra Eddie había oído aquel sonido en sus pesadillas y se estremeció al recordarlo: la aldea, el incendio, Smitty y aquel ruido, aquella especie de chillido chirriante que, al final, salía de su propia garganta cuando trataba de hablar.

Apretó los dientes, como si eso pudiera interrumpirlo, pero continuó, como una alarma que nadie desconectara, hasta que Eddie gritó a la asfixiante blancura:

– ¿Qué pasa? ¿Qué quieren?

Después de eso, el sonido agudo se trasladó al fondo, se impuso a un segundo ruido, un rumor constante, implacable -el sonido de un río que corre-, y la blancura se redujo a un punto de luz que reflejaban unas aguas brillantes. Apareció suelo bajo los pies de Eddie. Su bastón tocó algo sólido. Estaba subido a un muro de contención, donde una brisa le soplaba en la cara y una neblina proporcionaba a su piel un brillo húmedo. Bajó la vista y vio, en el río, el origen de aquellos chillidos obsesionantes, y sintió el alivio de un hombre que comprueba, con el bate de béisbol en la mano, que no hay ningún intruso en su casa. El sonido, aquellos gritos y silbidos, aquella sucesión de chirridos, era sencillamente la cacofonía de voces de niños, miles de ellos, que jugaban en el río, salpicándose y soltando risas muy agudas.

«¿Era en eso en lo que he estado soñando todo este tiempo? -pensó-. ¿Por qué?»

Observó aquellos cuerpos tan pequeños. Unos daban saltos, otros se metían en el agua, otros cargaban con cubos y otros rodaban sobre la hierba alta. Apreció una cierta calma en todo aquello, nada de la brusquedad que habitualmente se ve en los niños. Se dio cuenta de algo más. No había adultos. Ni siquiera adolescentes. Todos eran niños pequeños, con la piel del color de la madera oscura, aparentemente a su propio cuidado.


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