Y entonces los ojos de Eddie fueron atraídos hacia un gran canto rodado blanco. Una chica delgada estaba quieta encima, separada de los demás, mirando en su dirección. Le hizo gestos con las dos manos, saludándole. Él dudó. Ella le sonrió. Volvió a hacerle gestos con las manos y a asentir con la cabeza, como si dijera: «Sí, tú».
Eddie dejó su bastón y empezó a descender la empinada ladera. Resbaló, la rodilla mala se le dobló y perdió el equilibrio. Pero antes de caer en tierra, notó una repentina ráfaga de viento en la espalda que lo empujaba hacia delante, levantándolo, y allí estaba, delante de la niña, como si hubiera estado en ese lugar todo el tiempo.
Cumple cincuenta y un años. Es sábado. Se trata de su primer cumpleaños sin Marguerite. Se prepara un café instantáneo en una taza de plástico y toma dos tostadas con margarina. En los años posteriores al accidente de su mujer, Eddie rehuía cualquier celebración de su cumpleaños, diciendo: «¿Para qué tengo que recordar ese día?». Era Marguerite la que insistía. La que hacía la tarta. La que invitaba a los amigos. Siempre compraba una bolsa de caramelo quemado y le ponía una cinta alrededor. «No puedes olvidarte de tu cumpleaños», diría ella.
Ahora que ella se ha ido, Eddie lo intenta. En el trabajo, se sujeta con un arnés a la montaña rusa, en lo alto y solo, como si fuera un alpinista. De noche ve la televisión en su apartamento y se acuesta pronto. Nada de tartas. Nada de invitados. No resulta difícil comportarse como si no pasara nada cuando uno siente que no le pasa nada. La palidez de la derrota pasó a convertirse en el color de los días de Eddie.
Cumple sesenta años; es miércoles. Va al taller temprano. Abre una bolsa de papel marrón con el almuerzo y parte un trozo de mortadela de su sándwich. Lo sujeta en un anzuelo y luego pasa el sedal por el agujero para pescar. Observa cómo flota. Finalmente desaparece, tragado por el mar.
Cumple sesenta y ocho años; es sábado. Extiende sus pastillas sobre la encimera. El teléfono suena. Joe, su hermano, le llama desde Florida. Joe le desea un feliz cumpleaños. Le habla de su nieto. Le habla de una casa. Eddie dice «Ya, ya» al menos cincuenta veces.
Cumple setenta y cinco años; es lunes. Se pone las gafas y lee los informes de mantenimiento. Se da cuenta de que alguien se saltó una guardia la noche anterior y de que no han comprobado los frenos del Gusano Tembloroso. Suspira y coge un cartel de la pared, «ATRACCIÓN CERRADA TEMPORALMENTE», para llevarlo a la entrada del Gusano Tembloroso, donde él mismo revisa el panel de frenos.
Cumple ochenta y dos años; es martes. Llega un taxi a la entrada del parque. Él sube al asiento de delante y guarda su bastón después.
– A la mayoría de la gente le gusta ir atrás -dice el taxista.
– ¿Le importa? -pregunta Eddie.
El taxista se encoge de hombros.
– No, no me importa.
Eddie mira hacia delante. No dice que le gusta más ir en el asiento de delante y que no ha conducido desde que hace un par de años le retiraron el permiso.
El taxi le lleva al cementerio. Visita la tumba de su madre y la de su hermano y se detiene delante de la de su padre durante sólo unos momentos. Como de costumbre, deja la de su mujer para el final. Se apoya en el bastón y mira la lápida mientras piensa en muchas cosas. Caramelo quemado. Piensa en caramelo quemado. Piensa que ahora le han quitado los dientes, pero que de todos modos se lo comería, si pudiera compartirlo con ella.
La última lección
La niña parecía asiática, quizá de cinco o seis años, y tenía una hermosa piel canela, pelo del color de una ciruela oscura, nariz pequeña y chata, labios llenos que se extendían alegres sobre sus dientes separados y unos ojos bellos, tan negros como la piel de una foca, con una cabeza de alfiler blanca que hacía de pupila. Sonrió y batió palmas con entusiasmo hasta que Eddie avanzó cautelosamente un paso más cerca, momento en que se presentó.
– Tala -dijo como haciendo una ofrenda de su nombre, con las manos en el pecho.
– Tala -repitió Eddie.
Ella sonrió como si hubiera empezado un juego. Se señaló la blusa bordada, que le caía holgada de los hombros y que estaba mojada de agua del río.
– Baro -dijo.
– Baro.
La niña tocó la tela roja que le cubría el torso y las piernas.
– Saya.
– Saya.
Luego señaló su calzado, una especie de zuecos -bakya-, y después unas conchas iridiscentes que había junto a sus pies -capiz- y, finalmente, una estera trenzada de bambú -baing- que estaba extendida delante de ella. Hizo un gesto a Eddie de que se sentara en la estera y ella también tomó asiento, con las piernas recogidas debajo.
Ninguno de los demás niños parecía fijarse en Eddie. Salpicaban y rodaban y cogían piedras del lecho del río. Eddie vio que un chico frotaba una piedra en el cuerpo de otro, por la espalda y debajo de los brazos.
– Bañarse -dijo la chica-. Como hacían nuestras inas.
– ¿Inas? -dijo Eddie.
Ella observó la cara de Eddie.
– Mamas -dijo.
Eddie había oído a muchos niños en su vida, y en la voz de esta pequeña no percibió la vacilación habitual que los niños muestran ante un adulto. Se preguntó si ella y los demás niños habrían elegido esta orilla del río celestial o si, dados sus pocos recuerdos, alguien había elegido por ellos este paisaje tan sereno.
Señaló el bolsillo de la camisa de Eddie. Éste bajó la vista. Los limpiapipas.
– ¿Esto? -dijo él. Los sacó y los torció, como había hecho en su época del parque de atracciones. La niña se puso de rodillas para observar el proceso. Las manos de él temblaban-. ¿Ves? Es… -Eddie terminó la última vuelta- un perro.
Ella lo cogió y sonrió; una sonrisa que Eddie había visto un millar de veces.
– ¿Te gusta? -dijo.
– Tú quemar mí -dijo ella.
Eddie notó que la mandíbula se le ponía rígida.
– ¿Qué estás diciendo?
– Tú quemar mí. Tú prender fuego mí.
Su voz era inexpresiva, como la de un niño recitando una lección.
– Mi ina decir que esperar dentro de la nipa. Mi ina decir que esconder.
Eddie habló en voz baja, de forma lenta y meditada.
– ¿De qué… te estabas escondiendo, niña?
Ella jugueteó con el perro hecho con los limpiapipas, luego lo sumergió en el agua.
– Sundalong -dijo.
– ¿Sundalong?
Ella alzó la vista.
– Soldado.
Eddie notó esa palabra como si fuera un cuchillo en su lengua. Le pasaron fugaces imágenes por la cabeza. Soldados. Explosiones. Morton. Smitty. El capitán. Los lanzallamas.
– Tala… -susurró.
– Tala -dijo ella sonriendo ante su propio nombre.
– ¿Por qué estas aquí, en el cielo?
La niña bajó el animal.
– Tú quemar mí. Tú prender fuego mí.
Eddie sintió un golpeteo detrás de los ojos. La cabeza le iba a estallar. Se le aceleró la respiración.
– Tú estabas en Filipinas… la sombra… en aquella choza…
– La nipa. Ina decir que estar segura allí. Esperar por ella. Estar segura. Luego ruido grande. Fuego grande. Tú quemar mí. -Encogió sus estrechos hombros.- No segura.
Eddie tragó saliva. Le temblaban las manos. Miró los profundos ojos oscuros y trató de sonreír, como si ésa fuera la medicina que necesitaba la niña. Ella le devolvió la sonrisa, y eso acabó por destrozarle. Enterró la cara en sus manos. Las tinieblas que le habían ensombrecido todos aquellos años se revelaban por fin, eran carne y sangre auténticas; él había matado a aquella niña, a aquella niña encantadora, la había quemado, matado, se merecía todas las pesadillas que había padecido. ¡Había visto algo! ¡La sombra entre las llamas! ¡Él la había matado! ¡Con sus propias manos! Un torrente de lágrimas le corría entre los dedos y su alma parecía caer en picado.