Ahora considérese la misma historia desde un ángulo distinto. Un hombre está al volante de un Ford A, que ha pedido prestado a un amigo para hacer prácticas de conducción. La calzada está mojada por la lluvia de la mañana. De pronto, una pelota de béisbol bota atravesando la calle y un niño sale corriendo detrás de ella. El conductor pisa a fondo el freno y se agarra al volante. El coche patina, los neumáticos chirrían.

El hombre se las arregla para recuperar el control y el Ford A sigue su marcha. El chico ha desaparecido del espejo retrovisor, pero el hombre todavía se siente alterado; piensa en lo cerca que ha estado de una tragedia. La descarga de adrenalina ha obligado a su corazón a funcionar muy deprisa, pero ese corazón no es fuerte y el esfuerzo lo agota. Entonces el hombre siente un mareo y la cabeza le cae momentáneamente hacia delante. Su automóvil casi choca con otro. El segundo conductor toca la bocina, el hombre gira el volante y vuelve a virar pisando el pedal del freno. Patina por una avenida y luego dobla por una calleja. Su vehículo rueda hasta que choca contra la parte de atrás de un camión aparcado. Hay un pequeño sonido de choque. Los faros se hacen añicos. El impacto impulsa al hombre contra el volante. La frente le sangra. Se baja del Modelo A, comprueba los daños, luego se derrumba en el pavimento mojado. El brazo le duele. Siente una opresión en el pecho. Es un domingo por la mañana. La calleja está desierta. Se queda allí, sin que nadie se fije en él, caído junto al costado del coche. La sangre ya no fluye desde sus arterias coronarias al corazón. Pasa una hora. Le encuentra un policía. Un reconocimiento médico determina que está muerto. El motivo de la muerte se registra como «ataque al corazón». No hay parientes conocidos.

He aquí una historia vista desde dos ángulos diferentes. Es el mismo día, el mismo momento, pero desde uno de los ángulos la historia termina felizmente, en un salón de juegos, con el niño de los pantalones rojos metiendo monedas en el Buscador del Erie; y desde el otro ángulo termina mal, en el depósito de cadáveres de una ciudad, donde uno de los empleados llama a otro y los dos se extrañan de la piel azul del que acaban de traer.

– ¿Lo ves? -susurró el Hombre Azul después de terminar la historia desde su punto de vista-. ¿Niño?

Eddie sintió un escalofrío.

– No puede ser -susurró.

EL CUMPLEAÑOS DE EDDIE ES HOY

Tiene ocho años. Está sentado en el borde de un sofá a cuadros, con los brazos cruzados, enfadado. Tiene a su madre a los pies, atándole los cordones de los zapatos. Su padre está ante el espejo arreglándose la corbata.

– No quiero ir -dice Eddie.

– Ya lo sé -dice su madre, sin levantar la vista-, pero tenemos que ir. A veces uno tiene que hacer cosas cuando pasan cosas tristes.

– Pero es mi cumpleaños.

Eddie mira enfurruñado desde el otro lado de la habitación la grúa montada en el rincón; está hecha con vigas metálicas de juguete y tres pequeñas ruedas de goma. Eddie había estado haciendo un camión. Es bueno montando cosas. Había esperado enseñárselo a sus amigos en la fiesta de su cumpleaños. En lugar de eso, tienen que ir a un sitio y vestirse de punta en blanco. Eso no está nada bien, piensa.

Su hermano Joe, vestido con pantalones de lana y una pajarita, entra con un guante de béisbol en la mano izquierda. Le da un golpe. Se burla de Eddie.

– Ésos eran mis zapatos viejos -dice Joe-. Los nuevos que tengo son mejores.

Eddie arruga el ceño. Aborrece tener que ponerse las cosas viejas de Joe.

– Deja de quejarte -dice su madre.

– Me hacen daño -protesta Eddie.

– ¡Ya está bien! -grita su padre. Atraviesa a Eddie con la mirada. Eddie se calla.

En el cementerio, Eddie apenas reconoce a los del parque de atracciones. Los hombres que normalmente visten lamé dorado y turbantes rojos, ahora llevan trajes negros, como su padre. Parece que todas las mujeres llevan el mismo vestido negro; algunas se tapan la cara con velos.

Eddie mira a un hombre que echa tierra con una pala en un agujero. El hombre dice algo sobre unas cenizas. Eddie se agarra a la mano de su madre y bizquea mirando el sol. Debería estar triste, lo sabe, pero en secreto está contando números, a partir del uno; espera que cuando llegue a mil volverá el día de su cumpleaños.

La primera lección

– Señor, por favor… -imploró Eddie-. Yo no sabía… Créame… Dios me asista, yo no lo sabía.

El Hombre Azul asintió con la cabeza.

– No lo podías saber. Eras demasiado pequeño.

Eddie dio un paso atrás. Se puso en guardia, como preparándose para una pelea.

– Pero ahora lo tengo que pagar -dijo.

– ¿Pagar?

– Mi pecado. Por eso estoy aquí, ¿verdad? ¿Justicia?

El Hombre Azul sonrió.

– No, Edward. Estás aquí para que yo te pueda enseñar algo. Todas las personas con las que te encontrarás aquí tienen una cosa que enseñarte.

Eddie no se lo creía. Siguió con los puños cerrados.

– ¿Cuál? -dijo.

– Que no hay actos fortuitos. Que todos estamos relacionados. Que uno no puede separar una vida de otra más de lo que puede separar una brisa del viento.

Eddie sacudió la cabeza.

– Nosotros estábamos lanzando una pelota. Fue una estupidez mía… salir corriendo de aquel modo. ¿Por qué tuvo que morir usted en vez de yo? No está bien.

El Hombre Azul extendió la mano.

– Lo que está bien -dijo- no dirige la vida y la muerte. Si lo hiciera, ninguna persona joven moriría jamás.

Extendió la mano con la palma hacia arriba y de pronto estaban en un cementerio detrás de un pequeño grupo de asistentes a un entierro. Un sacerdote leía una Biblia junto a la tumba. Eddie no veía las caras, sólo la parte de atrás de los sombreros, vestidos y trajes.

– Mi entierro -dijo el Hombre de Azul-. Fíjate en los que asisten. Algunos ni siquiera me conocían bien, pero fueron. ¿Por qué? ¿Nunca te lo has preguntado? ¿Por qué se reúne la gente cuando mueren los demás? ¿Por qué considera la gente que debe hacerlo?

»Lo hace porque el espíritu humano sabe, en el fondo, que todas las vidas se entrecruzan. Que la muerte no sólo se lleva a alguien, deja a otra persona, y en la pequeña distancia entre que a uno se lo lleve o lo deje, las vidas cambian.

»Dices que deberías haber muerto tú en vez de yo. Pero durante mi vida en la tierra también hubo personas que murieron en mi lugar. Es algo que pasa todos los días. Cuando cae un rayo un momento después de que te hayas ido, o se estrella un avión en el que podrías haber estado. Cuando tu compañero de trabajo enferma y tú no. Creemos que esas cosas son fortuitas, pero hay un equilibrio en todo. Uno se marchita, otro crece. El nacimiento y la muerte forman parte de un todo.

»Por eso nos gustan tanto los niños pequeños… -se volvió hacia los asistentes al sepelio- y los entierros.

Eddie volvió a mirar a los reunidos en torno a la tumba. Se preguntó si a él le harían un funeral. Se preguntó si acudiría alguien. Vio al sacerdote leyendo la Biblia y a los asistentes con la cabeza, baja. Se trataba del día del entierro del Hombre Azul, hacía muchos años. Eddie había asistido, era niño y no se estuvo quieto durante la ceremonia, ignorando el papel que desempeñaba allí.

– Sigo sin entenderlo -susurró Eddie-. ¿Qué fue lo bueno que trajo su muerte?

– Tú viviste -respondió el Hombre Azul.

– Pero apenas nos conocíamos. Yo era un perfecto desconocido.

El Hombre Azul puso los brazos sobre los hombros de Eddie. Éste notó aquella sensación cálida, de fusión.

– Los desconocidos -dijo el Hombre Azul- sólo son familiares a los que todavía no se ha llegado a conocer.


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