Con eso, el Hombre Azul atrajo hacia sí a Eddie. Éste notó instantáneamente que todo lo que el Hombre Azul había sentido en su vida pasaba a él, se deslizaba al interior de su cuerpo; la soledad, la vergüenza, el nerviosismo, el ataque al corazón. Todo se introdujo en Eddie como cuando se cierra un cajón.
– Me marcho -le susurró al oído el Hombre Azul-. Para mí se ha terminado este nivel del cielo. Pero tú conocerás a otros aquí.
– Espere -dijo Eddie echándose hacia atrás-. Dígame únicamente una cosa. ¿Salvé a la niña? En el parque de atracciones. ¿La salvé?
El Hombre Azul no contestó. Eddie se vino abajo.
– Entonces mi muerte fue inútil, lo mismo que mi vida.
– Ninguna vida es inútil -dijo el Hombre Azul-. Lo único que es inútil es el tiempo que pasamos pensando que estamos solos.
Dio unos pasos en dirección a la tumba y sonrió. Y cuando hizo eso, su piel adquirió un bello tono de color caramelo, suave y sin manchas. Eddie pensó que era la piel más perfecta que había visto nunca.
– ¡Espere! -gritó Eddie, pero de pronto fue llevado por el aire lejos del cementerio, y volaba por encima del gran océano gris. Bajo él, vio los techos del antiguo Ruby Pier, las agujas y torreones, las banderas ondeando con la brisa.
Luego desapareció todo.
De nuevo en el parque de atracciones. La gente seguía callada en torno a los restos de la Caída Libre. Las señoras mayores se llevaban la mano a la garganta. Las madres tiraban de sus hijos. Varios hombres fornidos en camiseta se abrieron paso hacia delante, como si fueran a resolver algo, pero una vez llegados allí, también se limitaron a mirar, impotentes. El sol achicharraba y afilaba las sombras, obligaba a que la gente protegiera los ojos haciendo una visera con la mano, como si estuviera saludando militarmente.
»¿Ha sido grave?», susurraba la gente. Domínguez se abrió paso desde el fondo del grupo, con la cara roja, la camisa empapada de sudor. Vio la carnicería.
– Oh, no, no, Eddie -gimió llevándose las manos a la cabeza.
Llegaron los de seguridad. Echaron a la gente hacia atrás. Pero luego también ellos adoptaron posturas de impotencia, con las manos en la cadera, a la espera de ambulancias. Era como si todos -las madres, los padres, los niños con sus vasos gigantes de refresco- estuvieran demasiado aturdidos para mirar y demasiado aturdidos para marcharse. Tenían la muerte a sus pies, mientras una alegre cancioncilla salía de los altavoces del parque.
»¿Ha sido grave?» Se oyeron sirenas. Llegaron hombres uniformados. Se rodeó la zona con una cinta de plástico amarilla. Los puestos bajaron las persianas. Las atracciones fueron cerradas indefinidamente. Por la playa se corrió la voz de lo que había pasado, y a la caída del sol el Ruby Pier estaba desierto.
Desde su dormitorio, incluso con la puerta cerrada, Eddie huele el filete de ternera que prepara su madre con pimientos verdes y cebollas dulces; un intenso olor a leña que le encanta.
– ¡Eeeddi! -le grita su madre desde la cocina-. ¿Dónde estás? ¡Ya estamos todos!
Él se da la vuelta en la cama y deja a un lado el cómic. Hoy tiene diecisiete años, demasiado mayor para esas cosas, pero todavía le gusta la idea -héroes de colores como el Hombre Enmascarado, que lucha contra los malos para salvar al mundo-. Ha regalado su colección a sus primos rumanos, que son pequeños y vinieron a Estados Unidos unos meses antes. La familia de Eddie los recibió en el muelle, y se instalaron en el dormitorio que Eddie compartía con su hermano Joe. Los primos no saben hablar inglés, pero les gustan los cómics. En cualquier caso, eso sirve a Eddie de excusa para conservarlos.
– Ahí está el chico del cumpleaños-exclama su madre cuando él entra lentamente en la cocina. Lleva una camisa blanca de cuello blando y una corbata azul, que le pellizca su musculoso cuello. Un murmullo de holas, de vasos de cerveza que se alzan de los visitantes reunidos, familiares, amigos, trabajadores del parque. El padre de Eddie está jugando a cartas en el rincón, entre una nubecilla de humo de puro.
– Oye, mamá, ¿a que no lo sabes? -grita Joe-. Eddie conoció a una chica ayer por la noche.
– ¿Siii? ¿De verdad?
Eddie nota que se sonroja.
– Sí. Dijo que se iba a casar con ella.
– Cierra el pico -le dice Eddie a Joe.
Éste no le hace caso.
– Sí, entró en la habitación con los ojos desorbitados, y dijo: «Joe, ¡he conocido a la chica con la que me voy a casar!».
Eddie grita:
– ¡He dicho que te calles!
– ¿Cómo se llama, Eddie? -pregunta alguien.
– ¿Va a misa?
Eddie se dirige a su hermano y le da un golpe en el brazo.
– ¡Aaay!
– ¡Eddie!
– ¡Te he dicho que cierres el pico!
Joe suelta:
– Y bailó con ella en el Polvo de…
Un golpe.
– ¡Aayy!
– ¡Cierra el pico!
– ¡Eddie! ¡Ya está bien! ¡Basta!
Ahora hasta los primos rumanos levantan la vista -esforzándose por entender- mientras los dos hermanos se agarran uno al otro y se dan meneos despejando el sofá, hasta que el padre de Eddie se quita el puro y grita.
– ¡Parad inmediatamente si no queréis que os cruce la cara a los dos!
Los hermanos se separan, jadeantes y mirándose fijamente. Algunos parientes mayores sonríen. Una de las tías susurra:
– Pues esa chica le debe de gustar.
Más tarde, después de haberse comido el filete especial y apagar las velas soplando y cuando todos los invitados ya se han ido a casa, la madre de Eddie enciende la radio. Hay noticias sobre la guerra en Europa, y el padre de Eddie dice algo sobre que la madera y el cable de cobre van a ser difíciles de conseguir si las cosas empeoran. Aquello hará casi imposible el mantenimiento del parque.
– Qué noticias tan espantosas -dice la madre de Eddie-. No son apropiadas para una fiesta de cumpleaños.
Mueve el dial hasta que la cajita ofrece música, una orquesta que interpreta una alegre melodía. Sonríe y tararea. Luego se acerca a Eddie, que está repanchingado en su silla atrapando las últimas migajas de la tarta. Se quita el delantal, lo dobla y lo deja encima de una silla, y agarra a Eddie de las manos.
– Enséñame cómo bailaste con tu nueva amiguita -dice.
– Vamos, mamá…
– Enséñame.
Eddie se pone de pie como si fuera camino de su ejecución. Su hermano sonríe. Pero su madre, con su hermosa cara redonda, no deja de tararear y de moverse hacia delante y hacia atrás, hasta que Eddie inicia unos pasos de baile con ella.
– Laralá, laralí… -canta ella al ritmo de la melodía-. Cuando estás conmiiigo… La, la… Las estrellas y la luna… La, la, la… En junio…
Se mueven por el cuarto de estar hasta que Eddie cede y se ríe. Ya es unos buenos quince centímetros más alto que su madre, pero ella le lleva con comodidad.
– Entonces, ¿te gusta esa chica? -susurra ella.
Eddie pierde un paso.
– Es estupendo -dice su madre. Me alegro por ti.
Dan vueltas a la mesa, y la madre de Eddie agarra a Joe y le levanta.
– Ahora bailad los do s-dice ella.
– ¿Con él?
– ¡Mamá!
Pero ella insiste y ellos ceden, y Joe y Eddie pronto están riéndose y dando saltos uno junto al otro. Se cogen de la mano y se mueven, arriba y abajo, haciendo unos círculos exagerados. Dan vueltas y más vueltas a la mesa, ante el placer de su madre, mientras el clarinetista se destaca en la melodía de la radio y los primos rumanos dan palmas y los últimos restos del olor a filete a la parrilla se desvanecen en el aire de fiesta.