– Aplomo y dinero -comentó Altamirano ante la aparición.

– Plomo y oro -corrigió Marga Segurola. Lázaro Conesal parecía cubierto por la pintura encerada de las carrocerías de coches de lujo, capaz de expulsar el sentido de las miradas y exigir la aceptación de su mismidad. La tendencia a parecerse a un bello modelo de colonias viriles, la corregía Conesal con la gestualidad de ser además el propietario de la colonia y del modelo. De hecho, Lázaro Conesal tenía el aspecto de ser el propietario de cualquier metáfora de su apariencia. Una vez presentadas las autoridades a la esposa del financiero, una ex funcionaría del Ministerio de Hacienda que conservaba un cierto aspecto de muchacha anoréxica y envejecida por las oposiciones, Conesal disculpó la silla eléctrica que iba a dejar vacía junto a la señora ministra, debido a sus obligaciones como presidente del jurado.

– Aunque te dejo bien acompañada, ministra. Mi hijo Alvaro. Acaba de salir del MIT y necesita una guía espiritual cultural mediterránea como tú. Recuerda, Alvaro, que la silla es prestada y en cuanto se emita el fallo, tú a tu sitio y yo al mío.

Alvaro Conesal, chaqueta de esmoquin Armani y pantalones tejanos comprados de segunda mano, se acercó a los labios la mano de la ministra quien a continuación le besó las dos mejillas y se colgó de su brazo para decirle al oído:

– He ganado con el cambio. Los hijos de los hombres guapos son aún más guapos que sus padres.

– Los hijos de los hombres ricos en cambio tenemos menos dinero que nuestros padres ricos.

No le gustó demasiado el comentario a Lázaro Conesal, pero como la ministra lo acogió con un entusiasmo contagioso, rió la gracia de su hijo e inició la retirada hacia los cuarteles del jurado. Adecuó sus pasos a los del detective privado que su hijo había puesto a su estela, mezclado con los guardaespaldas de siempre. Aquel hombre que ni siquiera le había saludado marchaba paralelamente al grupo compuesto por el financiero y sus escoltas habituales, con la expresión de un veterano de acontecimientos aburridos. A Conesal le gustaba conocer a quienes le protegían y de aquel recién llegado sólo recordaba vagamente la eufonía gallega de su apellido y un cruce de monólogo, por parte de Conesal y silencio sostenido aquella misma mañana, durante el almuerzo. El monólogo lo había puesto él y el desganado silencio el detective. A Lázaro Conesal no le faltaron por el camino interpelaciones de segundones dispuestos a evidenciarle cuán tensa y delicadamente vivían el festejo, pero se limitó a dar la impresión de que todo estaba bajo control y que era lógico pero innecesario dudar de que todo estuviera bajo control.

– Y de lo nuestro, ¿qué?

El hombre cuadrado y retador le estaba estrechando la mano, pero en sus ojos había ultimátum y casi agresividad.

– Hormazábal. ¿Tú crees que es el momento?

Rebasó Conesal a su interlocutor, pero se había contagiado el gesto y eran varios los que le tendían la mano y trataban de pegar la hebra.

– ¿Queréis conversación o saber el nombre del ganador? El jurado está reunido y me espera.

Al llegar a la puerta que le abría el camino hacia el escondite del jurado hizo un gesto imperativo para que sus guardaespaldas se detuvieran. Sólo el nuevo detective avanzó hasta situarse en el dintel y quedar de cara a las tertulias del comedor mientras Conesal pasaba a su lado sin conseguir otra vez recordar su apellido y sin ninguna gana de preguntárselo.

– ¿Quién va a ganar?

– Sánchez Bolín.

– ¿Seguro?

Ariel Remesal, ganador de siete premios periféricos de mediana importancia, señaló un título en la lista de seleccionados para que lo captara su compañero de mesa, Fernández Tutor, un editor para bibliófilos, también llamado El bibliófilo de la Transición por las muchas subvenciones conseguidas para sus ediciones dedicadas a rescatar del olvido los libros más perfectamente olvidables, convertido en Juez Supremo del Juicio Universal de la Historia de la Literatura Olvidada, capaz de decidir una posteridad literaria ennoblecida por el papel de barba y las encuadernaciones en las pieles fetales más caras de los mejores mataderos.

– Las tribulaciones de un ruso en China. ¿De Sánchez Bolín?

– Es una paráfrasis típicamente sanchezboliniana. Esa afición, ya algo carroza, que tiene por los mestizajes culturales, así en los materiales como en las finalidades. Julio Verne y caída del Muro de Berlín. ¿Qué tribulaciones puede tener un ruso poscomunista en la China que teóricamente sigue siendo comunista?

– En efecto. Es muy sanchezboliniano. También el seudónimo: Mateo Morral, un anarquista de comienzos de siglo. Más antiguo que el ir a pie. Son las bromas nostálgicas de una izquierda de guardarropía, con despensa y llave en el ropero -terció Andrés Manzaneque, el mejor poeta y novelista gay de su generación en las dos Castillas, apreciación no aceptada por los mejores poetas y novelistas gays de León, que rechazaban mayoritariamente la unidad político-administrativa autonómica formada por Castilla la Vieja y León. Estaba de acuerdo con Alma Pondal, nacida Mercedes hasta un descubrimiento adolescente de Mahler, la mejor novelista ama de casa de su generación que había acudido con su marido, el mejor ingeniero de puentes y caminos de su generación. Fue más lejos del simple acuerdo.

– Habría que practicar una desanchezbolinización de la novela española. ¡Basta ya! De hecho, Sánchez Bolín sólo ha aportado una cosa positiva.

– ¡Qué constructivo estás esta noche!

– Ha puesto en evidencia el costumbrismo agotado de Delibes y los delibesianos y de los del posrealismo socialista refugiados en la llamada novela negra.

– Novela cachumbo. Ya huele a mierda. Con perdón.

– Peor que a mierda. Huele a nada.

Al mejor novelista gay de las dos Castillas de su generación no había quien le parara ya.

– Y aprovechando que estamos en España, junto a la desanchezbolinización habría que descatalanizar la literatura española. ¡Qué horror! ¡Ese castellano periférico de los Marsé, los Mendoza, los Azúa y los Goytisolo! Apesta a pan con tomate y al María Moliner.

– Peor aún. Al Diccionario Ideológico de Casares. Por cierto, ¿está Sánchez Bolín? Nunca asiste a estos saraos. Si está es que…

– Está.

El dedo de la mejor novelista ama de casa, especialmente restaurado por la manicura para el evento literario, señalaba hacia una mesa relativamente bien situada en relación con la presidencia, no ya por la presencia en ella de un Sánchez Bolín insospechadamente adelgazado, sino también por la del único premio Nobel español realmente existente, con toda la literatura almacenada en la triple papada que le comunicaba los labios desdeñosos con el triple abdomen. Otro académico amueblado como tal por la edad, la biología en general y la erudición, así como Justo Jorge Sagazarraz, el avejentado por una calva oval y una descuidada barba canosa heredero de una empresa naviera de capital mixto y Mona d'Ormesson, traficante de influencias intelectuales, traductora en sus horas libres del Sir Orfeo, la versión medieval anglosajona del mito de Orfeo y Eurídice. Sagazarraz permanecía más de pie que sentado, se iba más que estaba, balbuciendo excusas para merodear por la sala, saludar y ser saludado y a cada vuelta parecía haber acabado con una petaca entera de whisky que le ponía las mejillas progresivamente recorridas por capilaridades lilas. La dama recitaba al borde de la huidiza y rolliza oreja de Sánchez Bolín que se aposentaba las caedizas gafas con un dedo corto y gordezuelo, para luego llevárselo a la inacabable frente para pescar y aplastar perlas de sudor.

Pues ahora he perdido a mi reina
la más hermosa dama que nació jamás.
Nunca volveré a ver mujer.
Al bosque salvaje me retiraré,
y viviré allá para siempre,
con fieras agrestes en la selva gris.

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