– Precioso, ¿no?

– Precioso.

– Dispone de una dignidad poética que no tiene nada que envidiar a lo mejor de la literatura órfica.

– Desde luego.

– Estoy muy contenta con mi trabajo. Además, cuento con el beneplácito de García Gual. ¡Es un genio este hombre! Su libro Mitos, viajes, héroes, publicado por Taurus ha sido mi libro de cabecera durante años.

– Admirable. Admirable -concedió Sánchez Bolín.

– Admirable, admirable -ratificó el naviero Sagazarraz.

– ¿Le interesa a usted la mitología?

Sagazarraz tardó en comprender que la dama órfica se dirigía a él.

– Me interesan los viajes. Soy naviero.

– ¡Naviero! Una profesión mítica. ¿Sus barcos dan la vuelta al mundo? ¿Recorren cargados de petróleo las venas del mundo industrial?

– En mi casa siempre hemos fabricado pesqueros, especialmente dedicados a la pesca del calamar.

La traductora empezó a perder el brillo de sus ojos.

– Calamar fresco, eso sí.

Desgravó la situación el naviero, pero no ganaba posiciones ante la dama selectiva.

– En mi casa jamás se han pescado calamares fritos a la romana.

La traductora había perdido todo interés por Sagazarraz, pero recuperó su mejor mirada brillante ora a Sánchez Bolín, ora al premio Nobel. Gastado Sánchez Bolín como receptor de sus prodigios se lanzó sobre el premio Nobel, que no estaba para gaitas órficas porque exclamó en latín:

– Nemo secare loquitur, nisi qui libenter tacet.

Y la frase hubiera quedado encerrada en su propia escasez, de no haberla culminado el escritor con un regüeldo. Pero la dama órfica estaba dispuesta a cualquier cosa para continuar siéndolo y puso más chispas de entusiasmo en los ojos para decir:

– Verecundari neminem apud mensam decet.

Molesto el premio Nobel por no haber escandalizado a nadie, puso voz de bajo cantante ruso y llevó la conversación hacia el sur del cuerpo.

– Cuando cambia el tiempo lo noto porque me pican los cojones.

La traductora pensó que al premio Nobel le agradaría mantener un pulso y no hizo caso de la risotada que se escapó de los labios ya perennemente húmedos del achispado Sagazarraz. Renovó brillo malicioso en sus ojos, los dirigió con toda la luminosidad posible a los del Nobel al tiempo que contestaba:

– Debe tenerlos del tamaño correspondiente a lo mucho que habla de ellos.

– Se equivoca. Los tengo pequeñitos y pegados al ojo del culo. Como los tigres.

– Eso se opera.

– Los he tenido ahí toda la vida. Forman parte de mi personalidad. Con ellos he conseguido follarme hasta a mis traductoras al samoyedo.

Todos los ojos sentados a la mesa se dirigieron hacia la voluminosa bragueta del escritor, excesiva para la alta delgadez del resto de su anatomía, incluso Sánchez Bolín contemplaba la orografía abdominal del premio Nobel como si fuera a entrar en erupción. Pero los ojos de Sánchez Bolín se sorprendieron al distinguir entre los merodeadores de las mesas a un personaje familiar e impropio de la situación.

«¡Coño!», pensó y casi dijo, al tiempo de que sus ojos se encontraran con los del extraño invitado e intercambiaron guiños de complicidad. No los suficientes como para que Sánchez Bolín no se levantara y fuera hacia su silencioso intercomunicador.

– ¿Qué hace usted aquí?

– Veleidades literarias.

No daba para más la conversación y los camareros aparecieron en formación de ejército de ocupación de opereta vienesa y tras desfilar con las bandejas voladoras sobre sus cabezas, divididos en piquetes de gala se cernieron sobre las mesas, para dejar unos los platos de entremeses sutiles «nouvelle cuisine» marcada por el art déco, y llenar los otros las copas con el cava catalán que acompañaba según el menú, el entrante.

– ¿Catalán? -preguntó Mudarra Daoiz, un académico especializado en el uso del diminutivo en la prosa femenina española del siglo XVII, al tiempo que sus ojos enrojecidos y duros detenían el movimiento escanciador del camarero, tanto como sus venosas manos cruzadas sobre la boca de la copa flauta, mientras sus labios se endurecían como piedras para preguntar acusadoramente al camarero:

– ¿Catalán?

– No, señor, soy de Alcázar de San Juan.

– Me refiero al champán.

– Es cava, bueno, champán catalán, sí, señor.

– Me niego a tomar nada catalán mientras persista en Cataluña el genocidio contra la lengua española.

La mirada recolectora de solidaridades del académico recibió apatía y deseos de tomar champán, viniera de donde viniese, con excepción de la traductora de Sir Orfeo, que se puso un antebrazo sobre los ojos al tiempo que echaba el cuerpo bruscamente hacia atrás poniendo en peligro la estabilidad de la sólida silla eléctrica.

– ¡No!

Había evidente curiosidad común por el destino del no. ¿No al cava catalán? ¿No al genocidio contra el español en Cataluña? ¿No a la actitud numantina y patriótica del académico?

– ¡No! ¡No puedo creerlo!

¿Qué no podía creer o en qué no podía creer? La traductora había retirado su antebrazo de los ojos y miraba al viejo académico como si fuera una golosina a la vez sexual y mental, hasta el punto de que la anciana esposa del académico trató de salir al paso de la impertinente mirada y su marido enrojeció al tiempo que se le esturrufaban las marchitas plumas del pavo real que fue en aquellos tiempos en que le tocara una teta en Exeter a una profesora islandesa especialista en el paisaje literario en la obra del Arcipreste de Hita. La profesora tenía fama de poseer unos pechos que ganaban todas las batallas a la ley de la gravedad, no precisaban sostenes y emergían como flotadores de una rubia ceniza ahogada en el océano de las miradas más eruditas y lascivas de las literaturas románicas. Cuando el profesor consiguió tocarle una teta, en las idas y venidas de una larga conversación sobre el Góngora costumbrista, recordó unos versos de Garcilaso: Dó la coluna que el dorado pecho / con presunción graciosa sostenía. Pero poco le preocupó la metáfora garcilasista del cuello cuello. La teta. La teta. No la toquéis más, así es la teta. Por fin los labios de la traductora abandonaron la forma corazón subrayada por el color sanguina más grasiento de Margaret Astor y se abrieron para adjetivar al académico.

– ¡Qué mono!

La esposa del académico fue sin duda el poblador más desconcertado de la mesa y el académico el más apabullado, porque aunque elogioso el epíteto, lo analizó semánticamente con toda la rapidez que le permitieron sus neuronas y llegó a la conclusión de que en su circunstancia era un epíteto poco de agradecer, que le reducía a la condición de osito de peluche en manos de aquella descarada y por eso estiró el pescuezo maltratado por el cuello almidonado de la camisa estrenada el día del discurso de investidura académica del duque de Alba.

– Por cierto, ¿habéis visto a Alba?

– Está en aquella mesa, Mudarra.

– ¿Están aquí los Albó, los conserveros de bonito? -se interesó Sagazarraz, pero Mudarra pareció no entenderle y seguir dedicando la atención a su esposa.

– ¿A qué mesa te refieres, Dulcinea?

La esposa del académico señaló con un dedo sarmiento ensortijado con una baratija búlgara, fruto del Simposium sobre lecturas ochocentistas del Lazarillo de Tormes, celebrado en Sofía en 1958, la mesa en la que el duque de Alba centraba la atención de los comensales con un discurso que los dividía en apocalípticos e integrados, los primeros irritados por la exhibición de pedantería controlada del señor duque y los segundos seducidos por el collage mental del ex jesuíta, capaz de mezclar a las genealogías más necias de la aristocracia española superviviente, con las genealogías de la escuela de Frankfurt o del mismísimo György Lukács. Entre los apocalípticos dos socios de Conesal, el financiero Iñaki Hormazábal, «el calvo de oro» para las damas del todo Madrid o «el asesino de la Telefónica», denominación merecida por su manía de comprar, matar, desguazar, vender empresas por teléfono y Regueiro Souza, chatarrero y propietario de avionetas de alquiler, íntimo del jefe del Gobierno, fuera el que fuese, al que se dirigía incluso dándole la espalda. Entre los integrados, Beba Leclercq, de los Leclercq de Tejados y Demoliciones, una rubia elástica y dorada casada con un


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