– Pero chicos -protestó-, no hemos descubierto aún cómo lo sabía esta muchachita.

Los dos vampiros masculinos dirigieron simultáneamente su mirada hacia mí. Liam aprovechó justo ese instante para llegar al orgasmo. Sí, los vampiros podían hacerlo, estaba claro. Tras un breve suspiro de consumación, dijo:

– Gracias, Janella. Esa es una buena pregunta, Malcolm. Como siempre, nuestra Diane ha ido directa a la yugular. -Y los tres vampiros visitantes se rieron como si aquel fuera un gran chiste, aunque yo pensé que daba miedo.

– No puedes hablar todavía, ¿verdad, dulzura? -Bill me apretó el hombro mientras lo decía, como si yo no hubiera captado ya la indirecta.

Sacudí la cabeza.

– Es probable que yo pueda hacerla hablar -se ofreció Diane.

– Diane, olvídalo- dijo Bill con amabilidad.

– Ah, sí. Es tuya -dijo la vampira, aunque no sonaba amedrentada ni convencida.

– Tendremos que proseguir la visita en algún otro momento -dijo Bill, y su tono dejaba claro que los demás tendrían que irse o luchar contra él.

Liam se levantó, se abrochó los pantalones y le hizo un gesto a su hembra humana.

– Vámonos, Janella, nos están desalojando- los tatuajes de sus potentes brazos ondularon al estirarse. Janella pasó las manos por sus costillas como si no tuviera bastante dehttp://bastante.de/ él, que la apartó con tanta facilidad como si fuera una mosca. Ella pareció irritada, pero no tan molesta como hubiese estado yo. Estaba claro que ese tipo de tratamiento no era algo nuevo.

Malcolm recogió a Jerry y lo sacó a través de la puerta principal sin musitar palabra. Si beber de Jerry le había transmitido el virus, desde luego aún no estaba indefenso. Diane fue la última, echándose un bolso al hombro y lanzando una mirada de ojos brillantes hacia atrás.

– Entonces os dejaré solos, tortolitos. Ha sido divertido, cariño-dijo con suavidad, y cerró la puerta tras de sí con un portazo.

En cuando oí que el coche arrancaba fuera, me desmayé.

No me había sucedido en la vida, y confié en que no volviera a ocurrirme, pero me parecía que estaba justificado. Daba la impresión de que me pasaba un montón de tiempo inconsciente cerca de Bill. Era una idea crucial, y sabía que se merecía una reflexión seria, pero no en ese momento. Cuando recuperé la consciencia, todo lo que había visto y oído me volvió a la mente y sentí verdaderas arcadas. De inmediato Bill me colocó sobre el borde del sofá, pero logré mantener la comida en mi estómago, tal vez porque había muy poco que mantener.

– ¿Los vampiros actúan así? -susurré. Tenía la garganta dolorida y magullada en la zona donde había apretado jerry-. Son horribles.

– Traté de localizarte en el bar cuando descubrí que no estabas en casa -dijo Bill, con voz hueca-, pero ya habías salido.

Aunque era evidente que no serviría de nada, comencé a llorar. Estaba segura de que para entonces Jerry ya estaba muerto, y sabía que debería haber hecho algo al respecto, pero no podía callarme cuando estaba a punto de infectar a Bill. Había tantas cosas en aquella corta escena que me habían entristecido intensamente, que no sabía por dónde comenzar a deprimirme. En quizá menos de quince minutos había temido por mi vida, por la vida (bueno, por la existencia) de Bill, había tenido que contemplar actos sexuales que deberían ser estrictamente privados, había visto a mi posible amorcito caer en las garras del deseo de sangre (poner el énfasis en "deseo"), y casi había sido asfixiada por un chapero sidoso.

Tras pensarlo dos veces, me concedí permiso total para llorar. Me senté, sollocé y me enjuagué la cara con un pañuelo que me entregó Bill. Sentí curiosidad por enterarme de para qué necesitaba un pañuelo un vampiro, lo que probablemente constituyese un pequeño destello de serenidad, inundado por la marea de lágrimas y nervios.

Bill tuvo el sentido común necesario para no abrazarme. Se sentó en el suelo y mostró la delicadeza de mantener apartada la mirada mientras yo me secaba la cara.

– Cuando los vampiros viven en nidos-comenzó a explicar de manera repentina-suelen volverse más crueles porque se impulsan los unos a los otros: Siempre están tratando con otros vampiros como ellos, y así se convencen de lo lejos que se encuentran de la humanidad. Dictan sus propias leyes. Los vampiros como yo, que viven solos, recuerdan un poco mejor su antigua humanidad.

Escuché su dulce voz, que discurría junto a sus reflexiones mientras intentaba explicarme lo inexplicable.

– Sookie-prosiguió-, nuestra vida consiste en seducir y tomar, y para algunos ha sido así durante siglos. La sangre sintética y la reacia aceptación de los humanos no va a cambiar eso de la noche a la mañana, o de una década a la siguiente. Diane, Liam y Malcolm llevan juntos cincuenta años.

– Qué dulce -dije, con un tono impregnado de algo que nunca había oído antes en mí misma: rencor-, son sus bodas de oro.

– ¿Podrás olvidar lo sucedido?-me pidió Bill. Sus grandes ojos oscuros se acercaban más y más. Su boca solo estaba a cinco centímetros de la mía.

– No lo sé -las palabras me salieron de manera espontánea-. ¿Sabías que no tenía claro si podrías hacerlo?

Sus cejas se arquearon de manera inquisitiva.

– ¿Hacerlo…?

– Tener… -y me detuve, tratando de pensar en un modo agradable de plantearlo. Había presenciado más crudeza esa noche que en toda mi vida, y no quería añadir aún más-. Una erección-concluí, evitando su mirada.

– Pues ahora ya lo sabes-su voz sugería que trataba de no reírse-. Podemos tener relaciones sexuales, pero no tener hijos o dejar embarazada a una mujer. ¿No te hace sentir eso mejor, que Diane no pueda tener un hijo?

Me sacó de mis casillas. Abrí los ojos y lo miré muy fijamente.

– No te rías de mí.

– Oh, Sookie -dijo, y levantó la mano para acariciarme la mejilla.

Me aparté de su contacto y logré ponerme en pie. Él no me ayudó a conseguirlo, lo que fue positivo, aunque se quedó en el suelo observándome con un rostro inmóvil que no supe interpretar. Sus colmillos se habían retirado, pero yo sabía que aún sentía hambre. Allá él.

Mi bolso estaba en el suelo, junto a la puerta delantera. Las piernas no me respondían muy bien, pero al menos avanzaba. Saqué la lista de electricistas de un bolsillo y la puse sobre la mesa.

– Tengo que irme.

De repente estaba delante de mí. Había vuelto a hacer una de esas cosas de vampiros.

– ¿Puedo darte un beso de despedida? -me pidió, con las manos en los costados, dejando muy claro que no me tocaría hasta que yo le diera luz verde.

– No -dije con vehemencia-, no podría soportarlo después de verlos.

– Iré a verte.

– Sí. Tal vez.

Se me adelantó para abrirme la puerta, pero yo creí que iba a por mí y me estremecí. Me giré con brusquedad y corrí hacia el coche, con las lágrimas casi cegando de nuevo mi vista. Me alegré de que el camino a casa fuera tan corto.


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