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El teléfono empezó a sonar. Me tapé la cabeza con la almohada: sin duda la abuela podía cogerlo. Al persistir aquel irritante sonido comprendí que la abuela debía de haber salido a comprar o estaría fuera, trabajando en el jardín. Empecé a arrastrarme hacia la mesita de noche, no contenta pero al menos sí resignada. Con el dolor de cabeza y los remordimientos de quien tiene una resaca terrible (aunque la mía era emocional más que provocada por el alcohol), estiré una mano temblorosa y agarré el auricular.
– ¿Sí? -pregunté. No me salió muy bien. Me aclaré la garganta y lo volvía intentar-. ¿Hola?
– ¿Sookie?
– Ajá. ¿Sam?
– Sí. Escucha, cariño, ¿me puedes hacer un favor?
– ¿Qué? -aquel día ya tenía que ir a trabajar, y no quería cargar con el turno de Dawn y encima el mío.
– Pásate por casa de Dawn y entérate de qué le pasa, por favor. No responde al teléfono y tampoco ha venido hoy. El camión de las entregas acaba de llegar, y yo tengo que decirles a los chicos dónde deben dejar las cosas.
– ¿Ahora? ¿Quieres que vaya ahora? -las viejas sábanas nunca se me habían pegado con tanta fuerza.
– ¿Puedes? -al fin pareció darse cuenta de mi especial estado de humor. Nunca le había negado nada.
– Supongo que sí-dije, sintiéndome de nuevo agotada solo de pensarlo. No me gustaba demasiado Dawn, y yo a ella tampoco. Estaba convencida de que le había leído la mente y le había contado a Jason algo que ella había pensado sobre él, lo que había provocado que mi hermano la dejara. Si me tomara un interés así en los romances de Jason, no tendría tiempo de comer ni de dormir.
Me duché y me puse la ropa de trabajo, con movimientos torpes. Había perdido todo mi dinamismo, como una gaseosa destapada. Tomé unos cereales, me lavé los dientes y le conté a la abuela adónde iba cuando al fin logré localizarla: había estado todo el rato fuera, plantando petunias en un tiesto junto a la puerta de atrás. No pareció enterarse muy bien de lo que le expliqué, pero aun así sonrió y me hizo un gesto indicando que me fuera tranquila. La abuela se estaba quedando más sorda a cada semana que pasaba, pero no había de qué extrañarse, ya que tenía setenta y ocho años. Era maravilloso que aún siguiera tan fuerte y sana, y su cerebro todavía era sólido como una roca.
Mientras marchaba a cumplir ese recado indeseado, pensé en lo duro que debía de haber sido para la abuela criar a otros dos niños después de haberlo hecho ya con los suyos propios. Mi padre, su hijo, falleció cuando yo tenía siete años y Jason diez. Cuando yo tenía veintitrés, la hija de la abuela, mi tía Linda, murió de cáncer de útero. La hija de la tía Linda, Hadley, ya había desaparecido en la misma subcultura que había engendrado a los Rattray incluso antes de que su madre muriera, y de hecho hasta el día de hoy no sabemos si Hadley sabe que su madre ha muerto. Tuvo que ser muy triste para ella sobrellevarlo todo, pero la abuela siempre había sido fuerte por nosotros.
Divisé a través del parabrisas los tres pequeños adosados a un lado de la calle Berry, una o dos manzanas decrépitas que se hallaban junto a la parte más vieja de Bon Temps. Dawn vivía en una de ellas. Descubrí su coche, un compacto verde, junto a la entrada de una de las casas mejor conservadas, y estacioné detrás de él. Dawn ya había puesto una cesta colgante con begonias junto a su puerta, pero parecían secas. Llamé.
Esperé un minuto o dos, y volví a llamar.
– Sookie, ¿necesitas ayuda? -la voz parecía familiar. Me giré y tuve que taparme los ojos ante la fuerza del sol de la mañana. Rene Lenier estaba junto a su camioneta, estacionado al otro lado de la calle, en una de las pequeñas casas de madera que poblaban el resto del vecindario.
– Bueno -comencé a decir, no muy segura de si la necesitaba o no, o si de Rene podría echarme una mano-, ¿has vistoa Dawn? No ha venido hoy a trabajar, y tampoco ayer. Sam me ha pedido que me pase a ver qué tal está.
– Sam debería ocuparse él mismo del trabajo sucio -dijo Rene, lo que me impulsó de modo perverso a defender a mi jefe.
– Ha llegado el camión, tiene que descargar.-Me volví para llamar de nuevo a la puerta-. ¡Dawn-grité-, vamos, déjame entrar! -Bajé la mirada al cemento del porche. El polen de pino había empezado a caer dos días antes, y el porche de Dawn estaba totalmente cubierto de amarillo. Las únicas pisadas eran las mías. Empecé a sentir un picor en el cuero cabelludo.
Apenas me di cuenta de que Rene seguía incómodo junto a la puerta de su camioneta, sin decidir si debía irse o no.
El adosado de Dawn era de una sola planta, bastante pequeño, y la puerta de al lado estaba a solo medio metro de la suya. La reducida entrada estaba vacía y no había cortinas en las ventanas. Parecía como si Dawn se hubiera quedado durante una temporada sin vecinos.
Dawn había tenido el decoro suficiente como para colgar cortinas en su casa, blancas con flores de color dorado oscuro. Estaban echadas, pero la tela era fina y no tenía forro, y además no había bajado las baratas y gruesas persianas de aluminio. Eché un vistazo al interior y descubrí que en la sala de estar solo había algunos muebles de baratillo. Un tazón de café descasaba sobre la mesa, cerca de una harapienta butaca, y contra la pared había un viejo sofá cubierto con una afgana de ganchillo.
– Creo que voy a darla vuelta por detrás-le dije en voz alta a Rene. Él, al otro lado de la calle, se sobresaltó como si le hubiera hecho una señal, y yo me aparté del porche delantero. Mis pies barrieron la mustia hierba, amarilla por el polen, y comprendí que tendría que limpiarme las zapatillas y quizá hasta cambiarme los calcetines antes de entrar a trabajar. Durante la temporada de polinización del pino, todo se vuelve amarillo. Los coches, las plantas, los tejados, las ventanas, todo se ve impregnado de un fulgor amarillo. Las fuentes y los charcos de lluvia tienen porquería amarilla en los bordes.
La ventana del baño de Dawn estaba tan alta, para preservar su intimidad, que no pude ver el interior. Había bajado las persianas del dormitorio, pero no las había cerrado del todo. Pude ver un poquito a través de las tablillas: Dawn estaba de espaldas sobre la cama. La ropa de cama estaba esparcida por todas partes, y ella tenía las piernas abiertas y la cara hinchada y descolorida. La lengua le sobresalía de la boca, por la que se arrastraban las moscas.
Pude oír que Rene se acercaba por detrás de mí.
– Ve a llamar a la policía-le dije.
– ¿Pero qué dices, Sookie? ¿La ves?
– ¡Ve y llama a la policía!
– ¡De acuerdo, de acuerdo! -Rene emprendió una rápida retirada.
Cierta solidaridad femenina hizo que no quisiera que Rene viera así a Dawn, sin su consentimiento. Y mi compañera del bar no estaba para consentir nada.
Permanecí con la espalda contra la ventana, sintiendo grandes tentaciones de mirar de nuevo con la inútil esperanza de haber cometido un error la primera vez. Contemplé la puerta del adosado de al lado, que apenas estaba dos metros más allá, y me pregunté cómo sus inquilinos podían no haber oído su muerte, que sin duda había sido violenta.
Entonces regresó Rene. Su curtido rostro estaba fruncido por una expresión de profunda preocupación, y sus brillantes ojos marrones parecían extrañamente brillantes.
– ¿Podrías llamar también a Sam? -le pedí. Sin musitar palabra, se dio la vuelta y se alejó de regreso a su casa. Estaba portándose muy bien. A pesar de su tendencia a cotillear demasiado, Rene siempre estaba dispuesto a ayudar cuando veía que era necesario. Me acordé de cuando había venido a casa a ayudar a Jason a colgar el columpio del jardín de la abuela, un recuerdo casual de un día muy distinto al presente.
El otro adosado era igual que el de Dawn, así que yo estaba justo delante de la ventana de su dormitorio. Apareció una cara y se abrió la ventana. Una cabeza despeinada asomó por ella.