Bueno, que lo jodan. Yo había intentando hacerlo lo mejor posible. Me enderecé y dije:
– ¿Vamos entonces?
– Sí-repitió él, y se puso en pie-. Adiós, Sra. Stackhouse. Ha sido un placer volver a verla.
– De acuerdo, os deseo que lo paséis bien-dijo ella, apaciguada-. Conduce con cuidado, Bill, y no bebas demasiado.
Él arqueó una ceja.
– No, señora.
La abuela lo dejó correr.
Bill me abrió la portezuela del coche para que entrara, parte de una calculada serie de maniobras destinadas a que no se me saliera nada del vestido. Cerró la puerta y se pasó al lado del conductor. Me pregunté quién le habría enseñado a conducir un coche. Henry Ford, probablemente.
– Lamento no estar vestida de modo correcto-dije, mirando justo al frente.
Nos alejábamos con lentitud por el bacheado camino de entrada, bajo los árboles. El coche se paró dando más tumbos.
– ¿Quién ha dicho eso? -preguntó Bill con voz muy gentil.
– Me has mirado como si hubiera hecho algo malo -le espeté.
– Solo dudaba de mi capacidad para meterte allí y luego sacarte sin tener que matar a alguien que te deseara.
– Estás siendo sarcástico. -Seguí sin mirarlo.
Sus manos me agarraron el cuello por detrás, obligándome a girar la cara hacia él.
– ¿Te parezco sarcástico?-preguntó.
Sus oscuros ojos estaban muy abiertos y no parpadeaban.
– Ah… no-admití.
– Entonces créete lo que te digo.
Hicimos el trayecto a Shreveport casi en silencio, pero no resultó incómodo. Bill puso cintas casi todo el rato. Sentía debilidad por Kenny G.
Fangtasía, el bar de los vampiros, estaba localizado en un área comercial suburbana de Shreveport, cerca de un Sam's [7] y de un Toys'R' Us. Se encontraba dentro de una galería comercial, que a esas horas estaba por completo cerrada salvo por el bar. El letrero con el nombre del local se dibujaba con llamativo neón rojo encima de la entrada, y la fachada estaba pintada de gris acero, por lo que la puerta, roja, proporcionaba un buen contraste. El dueño del local debía de considerar que el gris resultaba menos opresivo que el negro, porque el interior estaba decorado con las mismas tonalidades.
A la entrada, una vampira me pidió la documentación. Ni que decir tiene que reconoció a Bill como uno de los suyos y le hizo un gesto de asentimiento, pero a mí me inspeccionó con atención. Pálida como la tiza, como todos los vampiros de raza blanca, resultaba misteriosamente imponente con su largo vestido negro de mangas colgantes. Me pregunté si su sobrecargado "look vampírico" obedecía a sus propios gustos o solo lo había adoptado porque los clientes humanos pensaban que era lo apropiado.
– No me han pedido el carné desde hace años-dije, rebuscando en mi bolso rojo el permiso de conducir. Nos encontrábamos en una pequeña sala de admisión, de planta cuadrada.
– Ya no logro deducir las edades de los humanos, y debemos tener mucho cuidado puesto que no servimos a menores. En ningún sentido -añadió con lo que debía de ser una sonrisa ingeniosa. Lanzó una mirada de soslayo hacia Bill, y sus ojos lo inspeccionaron de arriba abajo con interés ofensivo. Ofensivo para mí, al menos.
– Hace meses que no te veía -le dijo, y su voz no podía ser más atrevida y melosa.
– Estoy integrándome-explicó él, y ella asintió.
– ¿Qué le has comentado?-le susurré mientras caminábamos a través del corto pasillo y cruzábamos las dobles puertas rojas que conducían a la sala principal.
– Que estoy tratando de vivir entre los humanos.
Me hubiera gustado enterarme de más, pero en ese momento contemplé en detalle por primera vez el interior de Fangtasía. Todo era gris, negro o rojo. Los muros estaban llenos de fotogramas pertenecientes a todos los vampiros de cine que habían mostrado colmillos en la gran pantalla, desde Bela Lugosi a George Hamilton o Gary Oldman, incluyendo los muy antiguos y los poco conocidos. La iluminación era tenue, por descontado; no había nada inusual en ello. Lo que era inusual era la clientela. Y los letreros.
El bar estaba lleno. Los clientes humanos se dividían en fans de los vampiros y turistas. Los fans ("colmilleros", como los llamaban) estaban vestidos con todo su esplendor. Entre sus atuendos abundaban las tradicionales capas y esmóquines para los hombres y muchos plagios de Morticia Adams para las damas. Se veían copias de las ropas usadas por Brad Pitt y Tom Cruise en Entrevista con el vampiro, y también algunos estilos modernos que me parecieron influencia de El ansia. Algunos de los colmilleros llevaban puestos colmillos falsos, otros se habían pintado hilillos de sangre cayéndoles de las comisuras de los labios o marcas de mordiscos en el cuello. Eran asombrosos, y también asombrosamente patéticos.
Los turistas tenían el aspecto que siempre tienen los turistas, aunque quizá estos fueran más valientes que la mayoría. Para congeniar con el espíritu del bar, casi todos estaban vestidos de negro como los colmilleros. ¿Es posible que el local estuviera incluido en un paquete turístico? "¡Traiga ropa negra para la excitante visita a un auténtico bar de vampiros! Siga las normas y estará a salvo, y podrá saborear ese exótico submundo".
Esparcidos entre la masa humana, como verdaderas joyas en un barril de bisutería, estaban los vampiros. Habría unos quince más o menos, y la mayoría también prefería los ropajes negros.
Me quedé en medio de la sala, mirando a mi alrededor con interés, asombro y algo de asco, y Bill me susurró:
– Pareces una vela blanca en una mina de carbón.
Reí y nos abrimos paso entre las mesas, distribuidas de modo irregular, hasta llegar a la barra. Era la única barra que he conocido que tuviera a la vista un mostrador con botellas de sangre caliente. Bill, como es natural, pidió una y yo respiré hondo y solicité un gin tonic. El camarero me sonrió, mostrándome que sus colmillos asomaban un poco ante el placer de servirme. Traté de devolverle la sonrisa y parecer modesta a la vez. Él era indio, de largo pelo negro como ala de cuervo y nariz aguileña, de boca recta y delgada y constitución ágil.
– ¿Qué tal te va, Bill? -le preguntó el camarero-. Largo tiempo sin verte. ¿Esta es tu comida para la noche? -hizo un gesto hacia mí mientras colocaba nuestras bebidas sobre la barra.
– Es mi amiga Sookie. Tiene algunas preguntas.
– Lo que sea, mujer hermosa-dijo el camarero, sonriéndome de nuevo. Me gustaba más cuando su boca no era más que una línea recta.
– ¿Has visto a esta mujer o a esta otra en el bar?-le pregunté, sacando del bolso las fotos de Maudette y Dawn aparecidas en el periódico-. ¿O a este hombre? -añadí con cierto recelo, echando mano de la imagen de mi hermano.
– Sí a las mujeres, no al hombre, aunque parece delicioso – dijo el camarero, sonriéndome una vez más-. ¿Tu hermano, tal vez?
– Sí.
– Menudo acierto-susurró.
Fue una suerte que yo tuviera tanta práctica en el control de mis músculos faciales.
– ¿Recuerdas con quién solían ir las mujeres?
– Eso es algo que no sabría-replicó con rapidez, acercando su rostro al mío-. No nos fijamos en eso, aquí. Tú tampoco lo harás.
– Gracias -dije de manera educada, comprendiendo que había roto una norma del bar. Resultaba evidente que era peligroso preguntar quién había salido del bar con quién-. Te agradezco las molestias.
Me miró, reflexionando.
– Esa -dijo señalando con un dedo la imagen de Dawn -quería morir.
– ¿Cómo lo sabes?
– Todos los que vienen aquí lo desean, en mayor o menor grado -dijo, como si fuera algo tan indiscutible que supe que para él estaba claro-. Eso es lo que todos somos. Muerte.
Sentí un escalofrío. La mano de Bill me condujo a un reservado que acababa de quedar vacante. Subrayando las advertencias del indio, a intervalos regulares las señales de las paredes proclamaban: "Prohibido morder en el bar", "No os retraséis en el estacionamiento", "Encargaos de vuestros asuntos personales en otra parte", "Agradecemos su visita. Entre por su cuenta y riesgo".