– Ahora van a encontrarse con una persona amiga -les dijo.

La luz dentro del cuarto era tan escasa que necesitaron un momento para acostumbrar la vista. Era un espacio de no más de dos metros por tres, con una sola ventana clausurada. Sentados en un colchón individual puesto en el suelo, dos encapuchados como los que habían dejado en la casa anterior miraban absortos la televisión. Todo era lúgubre y opresivo. En el rincón a la izquierda de la puerta, sentada en una cama estrecha con un barandal de hierro, había una mujer fantasmal con el cabello blanco y mustio, los ojos atónitos y la piel pegada a los huesos. No dio señales de haber sentido que entraron; no miró, no respiró. Nada: un cadáver no habría parecido tan muerto. Maruja se sobrepuso al impacto.

– ¡Marina! -murmuró.

Era Marina Montoya, secuestrada desde hacía casi dos meses, y a quien se daba por muerta. Don Germán Montoya, su hermano, había sido el secretario general de la presidencia de la república con un gran poder en el gobierno de Virgilio Barco. A un hijo suyo, Álvaro Diego, gerente de una importante compañía de seguros, lo habían secuestrado los narcotraficantes para presionar una negociación con el gobierno. La versión más corriente -nunca confirmada- fue que lo liberaron al poco tiempo por un compromiso secreto que el gobierno no cumplió. El secuestro de la tía Marina nueve meses después, sólo podía interpretarse como una infame represalia, pues en aquel momento carecía ya de valor de cambio. El gobierno de Barco había terminado, y Germán Montoya era embajador de Colombia en el Canadá. De modo que estaba en la conciencia de todos que a Marina la habían secuestrado sólo para matarla.

Después del escándalo inicial del secuestro, que movilizó a la opinión pública nacional e internacional, el nombre de Marina había desaparecido de los periódicos. Maruja y Beatriz la conocían bien pero no les fue fácil reconocerla. El hecho de que las hubieran llevado al mismo cuarto significó para ellas desde el primer momento que estaban en la celda de los condenados a muerte. Marina no se inmutó. Maruja le apretó la mano, y la estremeció un escalofrío. La mano de Marina no era ni fría ni caliente, ni transmitía nada.

El tema musical del noticiero de televisión las sacó del estupor. Eran las nueve y media de la noche del 7 de noviembre de 1990. Media hora antes, el periodista Hernán Estupiñán del Noticiero Nacional se había enterado del secuestro por un amigo de Focine, y acudió al lugar. Aún no había regresado a su oficina con los detalles completos, cuando el director y presentador Javier Ayala abrió la emisión con la primicia urgente antes de los titulares: La directora general de Focine, doña Maruja Pachón de Villamizar, esposa del conocido político Alberto Villamizar, y la hermana de éste, Beatriz Villamizar de Guerrero, fueron secuestradas a las siete y media de esta noche. El propósito parecía claro: Maruja era hermana de Gloria Pachón, la viuda de Luis Carlos Galán, el joven periodista que había fundado el Nuevo Liberalismo en 1979 para renovar y modernizar las deterioradas costumbres políticas del partido liberal, y era la fuerza más seria y enérgica contra el narcotráfico y a favor de la extradición de nacionales.

2

El primer miembro de la familia que se enteró del secuestro fue el doctor Pedro Guerrero, el marido de Beatriz. Estaba en una Unidad de Sicoterapia y Sexualidad Humana -a unas diez cuadras- dictando una conferencia sobre la evolución de las especies animales desde las funciones primarias de los unicelulares hasta las emociones y afectos de los humanos. Lo interrumpió una llamada telefónica de un oficial de la policía que le preguntó con un estilo profesional si conocía a Beatriz Villamizar. «Claro -contestó el doctor Guerrero-. Es mi mujer». El oficial hizo un breve silencio, y dijo en un tono más humano: «Bueno, no se afane». El doctor Guerrero no necesitaba ser un siquiatra laureado para comprender que aquella frase era el preámbulo de algo muy grave.

– ¿Pero qué fue lo que pasó? -preguntó.

– Asesinaron a un chofer en la esquina de la carrera Quinta con calle 85 -dijo el oficial-. Es un Renault 21, gris claro, con placas de Bogotá PS-2034. ¿Reconoce el número?

– No tengo la menor idea -dijo el doctor Guerrero, impaciente-. Pero dígame qué le pasó a Beatriz.

– Lo único que podemos decirle por ahora es que está desaparecida -dijo el oficial-. Encontramos su cartera en el asiento del carro, y una libreta donde dice que lo llamaran a usted en caso de urgencia.

No había duda. El mismo doctor Guerrero le había aconsejado a su esposa que llevara esa nota en su libreta de apuntes. Aunque ignoraba el número de las placas, la descripción correspondía al automóvil de Maruja. La esquina del crimen era a pocos pasos de la casa de ella, donde Beatriz tenía que hacer una escala antes de llegar a la suya. El doctor Guerrero suspendió la conferencia con una explicación apresurada. Su amigo, el urólogo Alonso Acuña, lo condujo en quince minutos al lugar del asalto a través del tránsito embrollado de las siete.

Alberto Villamizar, el marido de Maruja Pachón y hermano de Beatriz, a sólo doscientos metros del lugar del secuestro, se enteró por una llamada interna de su portero. Había vuelto a casa a las cuatro, después de pasar la tarde en el periódico El Tiempo trabajando en la campaña para la Asamblea Constituyente, cuyos miembros serían elegidos en diciembre, y se había dormido con la ropa puesta por el cansancio de la víspera. Poco antes de las siete llegó su hijo Andrés, acompañado por Gabriel, el hijo de Beatriz, que es su mejor amigo desde que eran niños. Andrés se asomó al dormitorio en busca de su madre y despertó a Alberto. Éste se sorprendió de la oscuridad, encendió la luz y comprobó adormilado que iban a ser las siete. Maruja no había llegado.

Era un retardo extraño. Ella y Beatriz volvían siempre más temprano por muy difícil que estuviera el tránsito, o avisaban por teléfono de cualquier retraso imprevisto. Además, Maruja estaba de acuerdo con él para encontrarse en casa a las cinco. Preocupado, Alberto le pidió a Andrés que llamara por teléfono a Focine, y el celador le dijo que Maruja y Beatriz habían salido con un poco de retardo. Llegarían de un momento a otro. Villamizar había ido a la cocina a tomar agua cuando sonó el teléfono. Contestó Andrés. Por el solo tono de la voz comprendió Alberto que era una llamada alarmante. Así era: algo había pasado en la esquina con un automóvil que parecía ser el de Maruja. El portero tenía versiones confusas.

Alberto le pidió a Andrés que se quedara en casa por si alguien llamaba, y salió a toda prisa. Gabriel lo siguió. No tuvieron nervios para esperar el ascensor, que estaba ocupado, y bajaron volando por las escaleras. El portero alcanzó a gritarles:

– Parece que hubo un muerto.

La calle parecía en fiesta. El vecindario estaba asomado a las ventanas de los edificios residenciales, y había un escándalo de automóviles atascados en la Circunvalar. En la esquina, una radiopatrulla de la policía trataba de impedir que los curiosos se acercaran al carro abandonado. Villamizar se sorprendió de que el doctor Guerrero hubiera llegado antes que él.

Era, en efecto, el automóvil de Maruja. Había transcurrido por lo menos media hora desde el secuestro, y sólo quedaban los rastros: el cristal del lado del chofer destruido por un balazo, la mancha de sangre y el granizo de vidrio en el asiento, y la sombra húmeda en el asfalto, de donde acababan de llevarse al chofer todavía con vida. El resto estaba limpio y en orden.

El oficial de la policía, eficiente y formal, le dio a Villamizar los pormenores aportados por los escasos testigos. Eran fragmentarios e imprecisos, y algunos contradictorios, pero no dejaban duda de que había sido un secuestro, y que el único herido había sido el chofer. Alberto quiso saber si éste había alcanzado a hacer declaraciones que dieran alguna pista. No había sido posible: estaba en estado de coma, y nadie daba razón de adonde lo habían llevado.


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