El doctor Guerrero, en cambio, como anestesiado por el impacto, no parecía medir la gravedad del drama. Al llegar había reconocido la cartera de Beatriz, su estuche de cosméticos, la agenda, un tarjetero de cuero con la cédula de identidad, su billetera con doce mil pesos y la tarjeta de crédito, y había llegado a la conclusión de que la única secuestrada era su esposa.
– Fíjate que la cartera de Maruja no está aquí -le dijo a su cuñado- A lo mejor no venía en el carro.
Tal vez fuera una delicadeza profesional para distraerlo mientras ambos recobraban el aliento. Pero Alberto estaba más allá. Lo que le interesaba entonces era comprobar que en el automóvil y en los alrededores no había más sangre que la del chofer, para estar seguro de que ninguna de las dos mujeres estaba herida. Lo demás le parecía claro, y era lo más parecido a un sentimiento de culpa por no haber previsto nunca que aquel secuestro podía suceder. Ahora tenía la convicción absoluta de que era un acto personal contra él, y sabía quién lo había hecho y por qué.
Acababa de irse cuando interrumpieron los programas de radio con la noticia de que el chofer de Maruja había muerto en el carro particular que lo llevaba a la Clínica del Country. Poco después llegó el periodista Guillermo Franco, redactor judicial de Radio Caracol, alertado por la noticia escueta de un tiroteo, pero sólo encontró el carro abandonado. Recogió en el asiento del chofer unos fragmentos de vidrios y un papel de cigarrillo manchado de sangre, y los guardó en una cajita transparente, numerada y fechada.
La cajita pasó esa misma noche a formar parte de la rica colección de reliquias de la crónica judicial que Franco ha formado en los largos años de su oficio.
El oficial de la policía acompañó a Villamizar de regreso a casa mientras le hacía un interrogatorio informal que pudiera servirle para la investigación, pero él le respondía sin pensar en nada más que en los largos y duros días que le esperaban. Lo primero fue poner a Andrés al comente de su determinación. Le pidió que atendiera a la gente que empezaba a llegar a la casa, mientras él hacía las llamadas telefónicas urgentes y ponía en orden sus ideas. Se encerró en el dormitorio y llamó al palacio presidencial.
Tenía muy buenas relaciones políticas y personales con el presidente César Gavina, y éste lo conocía como un hombre impulsivo pero cordial, capaz de mantener la sangre fría en las circunstancias más graves. Por eso le impresionó el estado de conmoción y la sequedad con que le comunicó que su esposa y su hermana habían sido secuestradas, y concluyó sin formalismos:
– Usted me responde por sus vidas.
César Gavina puede ser el hombre más áspero cuando cree que debe serlo, y entonces lo fue.
– Óigame una cosa, Alberto -le dijo en seco-. Todo lo que haya que hacer se va a hacer.
Enseguida, con la misma frialdad, le anunció que instruiría de inmediato a su consejero de Seguridad, Rafael Pardo Rueda, para que se ocupara del asunto y lo mantuviera informado de la situación al instante. El curso de los hechos iba a demostrar que fue una decisión certera.
Los periodistas llegaron en masa. Villamizar conocía antecedentes de secuestrados a quienes se les permitía escuchar radio y televisión, e improvisó un mensaje en el que exigió respeto para Maruja y Beatriz por ser dos mujeres dignas que no tenían nada que ver con la guerra, y anunció que desde aquel instante dedicaría todo su tiempo y sus energías a rescatarlas.
Uno de los primeros que acudieron a la casa fue el general Miguel Maza Márquez, director del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), a quien correspondía de oficio la investigación del secuestro. El general ocupaba el cargo desde el gobierno de Belisario Betancur, siete años antes; había continuado con el presidente Virgilio Barco y acababa de ser confirmado por César Gaviria. Una supervivencia sin precedentes en un cargo en el que es casi imposible quedar bien, y menos en los tiempos más difíciles de la guerra contra el narcotráfico. Mediano y duro, como fundido en acero, con el cuello de toro de su raza guerrera, el general es un hombre de silencios largos y taciturnos, y capaz al mismo tiempo de desahogos íntimos en círculos de amigos: un guajiro puro. Pero en su oficio no tenía matices. Para él la guerra contra el narcotráfico era un asunto personal y a muerte con Pablo Escobar. Y estaba bien correspondido. Escobar se gastó dos mil seiscientos kilos de dinamita en dos atentados sucesivos contra él: la más alta distinción que Escobar le rindió jamás a un enemigo. Maza Márquez salió ileso de ambos, y se lo atribuyó a la protección del Divino Niño. El mismo santo, por cierto, al que Escobar atribuía el milagro de que Maza Márquez no hubiera logrado matarlo.
El presidente Gaviria tenía como una política propia que los cuerpos armados no intentaran ningún rescate sin un acuerdo previo con la familia del secuestrado. Pero en la chismografía política se hablaba mucho de las discrepancias de procedimientos entre el presidente y el general Maza. Villamizar se curó en salud.
– Quiero advertirle que soy opuesto a que se intente un rescate por la fuerza -le dijo al general Maza-. Quiero estar seguro de que no se hará, y de que cualquier determinación en ese sentido la consultan conmigo.
Maza Márquez estuvo de acuerdo. Al término de una larga conversación informativa, impartió la orden de intervenir el teléfono de Villamizar, por si los secuestradores intentaban comunicarse con él durante la noche.
En la primera conversación con Rafael Pardo, aquella misma noche, éste le informó a Villamizar que el presidente lo había designado mediador entre el gobierno y la familia, y era el único autorizado para hacer declaraciones oficiales sobre el caso. Para ambos estaba claro que el secuestro de Maruja era una carambola del narcotráfico para presionar al gobierno a través de la hermana, Gloria Pachón, y decidieron actuar en consecuencia sin más suposiciones.
Colombia no había sido consciente de su importancia en el tráfico mundial de drogas mientras los narcos no irrumpieron en la alta política del país por la puerta de atrás, primero con su creciente poder de corrupción y soborno, y después con aspiraciones propias. Pablo Escobar había tratado de acomodarse en el movimiento de Luis Carlos Galán, en 1982, pero éste lo borró de sus listas y lo desenmascaró en Medellín ante una manifestación de cinco mil personas. Poco después llegó como suplente a la Cámara de Representantes por un ala marginal del liberalismo oficialista, pero no olvidó la afrenta, y desató una guerra a muerte contra el Estado, y en especial contra el Nuevo Liberalismo. Rodrigo Lara Bonilla, su representante como ministro de Justicia en el gobierno de Belisario Betancur, fue asesinado por un sicario motorizado en las calles de Bogotá. Su sucesor, Enrique Parejo, fue perseguido hasta Budapest por un asesino a sueldo que le disparó un tiro de pistola en la cara y no logró matarlo. El 18 de agosto de 1989, Luis Carlos Galán fue ametrallado en la plaza pública del municipio de Soacha a diez kilómetros del palacio presidencial y entre dieciocho guardaespaldas bien armados.
El motivo principal de esa guerra era el terror de los narcotraficantes ante la posibilidad de ser extraditados a los Estados Unidos, donde podían juzgarlos por delitos cometidos allí, y someterlos a condenas descomunales. Entre ellas, una de peso pesado: a Carlos Lehder, un traficante colombiano extraditado en 1987 lo había condenado un tribunal de los Estados Unidos a cadena perpetua más ciento treinta años. Esto era posible por un tratado suscrito bajo el gobierno del presidente Julio César Turbay, en el cual se acordó por primera vez la extradición de nacionales. El presidente Belisario Betancur lo aplicó por primera vez cuando el asesinato de Lara Bonilla con una serie de extradiciones sumarias. Los narcos -aterrorizados por el largo brazo de los Estados Unidos en el mundo entero- se dieron cuenta de que no tenían otro lugar más seguro que Colombia y terminaron por ser prófugos clandestinos dentro de su propio país. La gran ironía era que no les quedaba más alternativa que ponerse bajo la protección del Estado para salvar el pellejo. De modo que trataron de conseguirla -por la razón y por la fuerza- con un terrorismo indiscriminado e inclemente, y al mismo tiempo con la propuesta de entregarse a la justicia y repatriar e invertir sus capitales en Colombia con la sola condición de no ser extraditados. Fue un verdadero contrapoder en las sombras con una marca empresarial -los Extraditables- y una divisa típica de Escobar: «Preferimos una tumba en Colombia a una celda en los Estados Unidos». Betancur mantuvo la guerra. Su sucesor, Virgilio Barco, la recrudeció. Ésa era la situación en 1989 cuando César Gaviria surgió como candidato presidencial después del asesinato de Luis Carlos Galán, de quien fue jefe de campaña. En la suya defendió la extradición como un instrumento indispensable para el fortalecimiento de la justicia, y anunció una estrategia novedosa contra el narcotráfico. Era una idea sencilla: quienes se entregaran a los jueces y confesaran algunos o todos sus delitos podían obtener como beneficio principal la no extradición. Sin embargo, tal como fue formulada en el decreto original, no era suficiente para los Extraditables. Escobar exigió a través de sus abogados que la no extradición fuera incondicional, que los requisitos de la confesión y la delación no fueran obligatorios, que la cárcel fuera invulnerable y se les dieran garantías de protección a sus familias y a sus secuaces. Para lograrlo -con el terrorismo en una mano y la negociación en la otra- emprendió una escalada de secuestros de periodistas para torcerle el brazo al gobierno. En dos meses habían secuestrado a ocho. De modo que el secuestro de Maruja y Beatriz parecía explicarse como otra vuelta de tuerca de aquella escalada fatídica. Villamizar lo sintió así desde que vio el automóvil acribillado. Más tarde, en medio del gentío que invadió la casa, lo asaltó la convicción absoluta de que las vidas de su esposa y su hermana dependían de lo que él fuera capaz de hacer para salvarlas. Pues esta vez, como nunca antes, la guerra estaba planteada como un duelo personal que era imposible eludir. Villamizar, de hecho, era ya un sobreviviente. Como representante a la Cámara había logrado que se aprobara el Estatuto Nacional de Estupefacientes en 1985, cuando no existía legislación ordinaria contra el narcotráfico sino decretos dispersos de estado de sitio. Más tarde, Luis Carlos Galán lo instruyó para que impidiera la aprobación de un proyecto de ley que parlamentarios amigos de Escobar presentaron en la Cámara con el propósito de quitar el apoyo legislativo al tratado de extradición vigente. Fue su sentencia de muerte. El 22 de octubre de 1986 dos sicarios en sudadera que fingían hacer gimnasia frente a su casa le dispararon dos ráfagas de metralla cuando entraba en su automóvil. Escapó de milagro. Uno de los atacantes fue muerto por la policía, y sus cómplices detenidos, y pocos años después salieron libres. Nadie pagó el atentado, pero tampoco nadie puso en duda quién lo había ordenado.