Convencido por el propio Galán de que se alejara de Colombia por un tiempo, Villamizar fue nombrado embajador en Indonesia. Un año después de estar allí, los servicios de seguridad de los Estados Unidos en Singapur capturaron a un sicario colombiano que iba rumbo a Yakarta. No quedó claro si había sido enviado para matar a Villamizar, pero se estableció que figuraba como muerto en los Estados Unidos por un certificado de defunción que resultó ser falso.

La noche del secuestro de Maruja y Beatriz la casa de Villamizar estaba a reventar. Llegaba gente de la política y del gobierno, y las familias de ambas secuestradas. Azeneth Velázquez, marchante de arte y gran amiga de los Villamizar, que vivía en el piso de arriba, había asumido el cargo de anfitriona, y sólo faltaba la música para que fuera igual a cualquier noche de viernes. Es inevitable: en Colombia, toda reunión de más de seis, de cualquier clase y a cualquier hora, está condenada a convertirse en baile. A esa hora toda la familia dispersa por el mundo estaba ya informada. Alexandra, la hija de Maruja en su primer matrimonio, acababa de cenar en un restaurante de Maicao -en la remota península de la Guajira cuando Javier Ayala dio la noticia. Era la directora de Enfoque, un popular programa de los miércoles en televisión, y había llegado el día anterior a la Guajira para hacer una serie de entrevistas. Corrió al hotel para comunicarse con la familia, pero los teléfonos de la casa estaban ocupados. El miércoles anterior, por una coincidencia afortunada, había entrevistado a un siquiatra especialista en casos clínicos provocados por cárceles de alta seguridad. Desde que oyó la noticia en Maicao se dio cuenta de que la misma terapia podía ser útil para los secuestrados y regresó a Bogotá para ponerla en práctica desde el programa siguiente.

Gloria Pachón -la hermana de Maruja, que era entonces embajadora de Colombia ante la UNESCO- fue despertada a las dos de la mañana por una frase de Villamizar: «Le tengo una noticia perra». Juana, hija de Maruja, que estaba de vacaciones en París, lo supo un momento después en el dormitorio contiguo. Nicolás, músico y compositor de veintisiete años, fue despertado en Nueva York.

A las dos de la madrugada el doctor Guerrero fue con su hijo Gabriel a conversar con el parlamentario Diego Montaña Cuéllar, presidente de la Unión Patriótica -un movimiento filial del Partido Comunista- y miembro del grupo de los Notables, constituido en diciembre de 1989 para mediar entre el gobierno y los secuestradores de Álvaro Diego Montoya. Lo encontraron no sólo desvelado sino deprimido. Había escuchado la noticia del secuestro en los noticieros de la noche, y le pareció un síntoma desmoralizador. Lo único que Guerrero quería pedirle era que le sirviera de mediador para que Pablo Escobar lo aceptara a él como secuestrado a cambio de Beatriz. Montaña Cuéllar le dio una respuesta típica de su modo de ser.

– No seas pendejo, Pedro -le dijo-, en este país ya no hay nada que hacer. El doctor Guerrero volvió a su casa al amanecer, pero ni siquiera intentó dormir. La ansiedad lo mantenía en vilo. Poco antes de las siete lo llamó el director del noticiero Caracol en persona, Yamit Amat, y él contestó en su peor estado de ánimo con un desafío temerario a los secuestradores.

Sin dormir un minuto, Villamizar se duchó y se vistió a las seis y media de la mañana, y fue a una cita con el ministro de justicia, Jaime Giraldo Ángel, que lo puso al día sobre la guerra contra el terrorismo de los traficantes. Villamizar salió de esa entrevista convencido de que su lucha sería difícil y larga, pero agradeció las dos horas de actualización en el tema, pues se había desentendido por completo del narcotráfico desde hacía tiempo. No desayunó ni almorzó. Ya en la tarde, después de varias diligencias frustradas, también él visitó a Diego Montaña Cuéllar, quien lo sorprendió una vez más con su franqueza. «No te olvides que esto va para largo -le dijo-. Por lo menos para junio del año entrante, después de la Asamblea Constituyente, porque Maruja y Beatriz serán el escudo de Escobar para que no lo extraditen». Muchos amigos estaban molestos con Montaña Cuéllar porque no disimulaba su pesimismo en la prensa, a pesar de ser miembro de los Notables.

– De todos modos voy a renunciar a esta j)da -le dijo a Villamizar con su lengua florida-. Estamos aquí de puro pendejos.

Villamizar se sentía agotado y solitario cuando volvió a casa, al cabo de una jornada sin porvenir. Los dos tragos de whisky seco que se tomó de golpe lo dejaron postrado. Su hijo Andrés, que sería desde entonces su compañero único, logró que desayunara a las seis de la tarde. En ésas estaba cuando el presidente lo llamó por teléfono.

– Ahora sí, Alberto -le dijo de su mejor talante-. Véngase para acá y conversamos.

El presidente Gaviria lo recibió a las siete de la noche en la biblioteca de la casa privada del palacio presidencial, donde vivía desde hacía tres meses con Ana Milena Muñoz, su esposa, y sus dos hijos, Simón de once años y María Paz de ocho. Era un refugio pequeño pero acogedor junto a un invernadero de flores intensas, con estantes de madera atiborrados de publicaciones oficiales y fotos de familia, y un equipo compacto de sonido con los discos favoritos: los Beatles, Jethro Tull, Juan Luis Guerra, Beethoven, Bach. Después de las agotadoras jornadas oficiales, era allí donde el presidente terminaba las audiencias informales o se relajaba con los amigos del atardecer con un vaso de whisky. Gaviria esperó a Villamizar con un saludo afectuoso y le habló en un tono solidario y comprensivo, pero con su franqueza un poco rispida. Sin embargo, Villamizar estaba entonces más tranquilo una vez superado el impacto inicial, y ya con bastante información para saber que era muy poco lo que el presidente podía hacer por él. Ambos estaban seguros de que el secuestro de Maruja y Beatriz tenía móviles políticos, y no necesitaban ser adivinos para saber que el autor era Pablo Escobar. Pero lo esencial no era saberlo -dijo Gaviria- sino conseguir que Escobar lo reconociera, como primer paso importante para la seguridad de las secuestradas.

Villamizar tenía claro desde el primer momento que el presidente no se saldría de la Constitución ni de la ley para ayudarlo, ni suspendería los operativos militares en busca de los secuestradores, pero tampoco intentaría operaciones de rescate sin la autorización de las familias.

«Eso -dijo el presidente- es nuestra política».

No había más que decir. Cuando Villamizar salió del palacio presidencial habían transcurrido veinticuatro horas desde el secuestro y estaba ciego frente a su destino, pero sabía que contaba con la solidaridad del gobierno para emprender gestiones privadas en favor de sus secuestradas, y tenía a Rafael Pardo a su disposición. Pero lo que le merecía mayor credibilidad era el realismo crudo de Diego Montaña Cuéllar.

El primer secuestro de aquella racha sin precedentes -el 30 de agosto pasado y apenas tres semanas después de la toma de posesión del presidente César Gaviria había sido el de Diana Turbay, directora del noticiero de televisión Criptón y de la revista Hoy x Hoy, de Bogotá, e hija del ex presidente de la república y jefe máximo del partido liberal Julio César Turbay. Junto con ella fueron secuestrados cuatro miembros de su equipo: la editora del noticiero, Azucena Liévano; el redactor Juan Vitta, los camarógrafos Richard Becerra y Orlando Acevedo, y el periodista alemán radicado en Colombia, Hero Buss. Seis en total. El truco de que se valieron los secuestradores fue una supuesta entrevista con el cura Manuel Pérez, comandante supremo del Ejército de Liberación Nacional (ELN). Ninguno de los pocos que conocieron la invitación había estado de acuerdo en que Diana la aceptara. Entre ellos, el ministro de la Defensa, general Óscar Botero, y Rafael Pardo, a quien el presidente de la república le había hecho ver los riesgos de la expedición para que se los transmitiera a la familia Turbay. Sin embargo, pensar que Diana desistiría de ese viaje era no conocerla. En realidad, la entrevista de prensa con el cura Manuel Pérez no debía interesarle tanto como la posibilidad de un diálogo de paz. Años antes había emprendido en absoluto secreto una expedición a lomo de muía para hablar con los grupos armados de autodefensa en sus propios territorios, en una tentativa solitaria de entender ese movimiento desde su punto de vista político y periodístico. La noticia no tuvo relevancia en su tiempo ni se hicieron públicos sus resultados. Más tarde, a pesar de su vieja guerra con el M-19, se hizo amiga del comandante Carlos Pizarro, a quien visitó en su campamento para buscar soluciones de paz. Es claro que quien planeó el engaño de su secuestro tenía que conocer esos antecedentes. De modo que en aquel momento, por cualquier motivo, ante cualquier obstáculo, nada de este mundo hubiera podido impedir que Diana fuera a hablar con el cura Pérez, que tenía otra de las llaves de la paz. Por diversos inconvenientes de última hora la cita se había aplazado un año antes, pero el 30 de agosto a las cinco de la tarde, y sin avisarlo a nadie, Diana y su equipo emprendieron la ruta en una camioneta destartalada, con dos hombres jóvenes y una muchacha que se hicieron pasar por enviados de la dirección del ELN. El viaje mismo desde Bogotá fue una parodia fiel de cómo habría sido si en realidad lo hubieran hecho las guerrillas. Los acompañantes debían ser miembros de un movimiento armado, o lo habían sido, o habían aprendido muy bien la lección, porque no cometieron una falla que delatara un engaño ni en las conversaciones ni en el comportamiento.


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