– La hermana Ottavia, Eminencia -se apresuró a aclararle el Prefecto-, es miembro de la Orden de la Venturosa Virgen María.
– ¿Y por qué viste de seglar? -inquirió, de pronto, el Arzobispo Secretario de la Sección Segunda, Monseñor Françoise Tournier, desde su asiento-. ¿Acaso su Orden no utiliza hábitos, hermana?
El tono era profundamente ofensivo, pero no me iba a dejar intimidar. A estas alturas de mi vida en la Ciudad, había pasado infinidad de veces por la misma situación y estaba curtida en una y mil batallas por mi género. Le miré directamente a los ojos para responder:
– No, Monseñor. Mi Orden abandonó los hábitos tras el Concilio Vaticano II.
– ¡Ah, el Concilio…! -susurró con patente disgusto. Monseñor Tournier era un hombre muy apuesto, un verdadero candidato, por su aspecto, a Príncipe de la Iglesia, uno de esos petimetres que siempre salen espléndidamente en las fotografías-. «¿Está bien que la mujer ore a Dios con la cabeza descubierta?»
– se preguntó en voz alta, citando la primera epístola de San Pablo a los Corintios.
– La hermana Ottavia, Monseñor -puntualizó el Prefecto, a modo de descargo-, es doctora en Paleografía e Historia del Arte, además de poseer otras muchas titulaciones académicas. Dirige desde hace ocho años el Laboratorio de Restauración y Paleografía del Archivo Secreto Vaticano, es docente de la Escuela Vaticana de Paleografía, Diplomática y Archivística y ha obtenido numerosos premios internacionales por sus trabajos de investigación, entre ellos el prestigioso Premio Getty, Monseñor, en dos ocasiones, en 1992 y 1995.
– ¡Ajá! -exclamó, dejándose convencer, el Cardenal Secretario de Estado, Sodano, al tiempo que tomaba asiento despreocupadamente junto a Tournier-. Bueno… Pues por eso está usted aquí, hermana, por eso hemos solicitado su presencia en esta reunión.
Todos me miraban con evidente curiosidad, pero yo permanecí en silencio, expectante, no fuera que por hablar el Arzobispo Secretario citara también en mi honor aquel pasaje de San Pablo que dice «Las mujeres cállense en las asambleas, que no les está permitido tomar la palabra». Supuse que Monseñor Tournier, así como el resto de la concurrencia, preferiría antes que a mí, y con bastante diferencia, a sus propias religiosas-sirvientas, de las que cada uno de los presentes debía tener, como mínimo, tres o cuatro, o a las monjitas polacas de la Orden de María Niña, que, ataviadas con hábito y con toca a modo de tejadillo, se ocupaban de preparar las comidas de Su Santidad, limpiar sus aposentos y tener siempre reluciente su ropa; o a las hijas de la Congregación de las Pías Discípulas del Divino Maestro, que ejercían de telefonistas de la Ciudad del Vaticano.
– Ahora -continuó Su Eminencia Ángelo Sodano-, el Arzobispo Secretario, Monseñor Tournier, le explicará por qué ha sido usted convocada, hermana. Guglielmo, ven -le dijo al Prefecto-, siéntate a mi lado. Monseñor, le cedo la palabra.
Monseñor Tournier, con esa certidumbre que sólo poseen quienes saben que su aspecto físico les allana sin dificultades cualquier camino en esta vida, se incorporó serenamente de su asiento y extendió una mano, sin mirar, hacia el soldado rubio, que le entregó, con ademán disciplinado, un abultado dossier de tapas negras. Me dio un vuelco el estómago, y por un momento pensé que, fuera lo que fuera aquello que yo había hecho mal, debía ser terrible y, con seguridad, saldría de aquel despacho con el finiquito en la mano.
– Hermana Ottavia -empezó Monseñor; su voz era grave y nasal, y evitaba mirarme al hablar-, en esta carpeta encontrará usted unas fotografías que podríamos calificar… ¿cómo?, como insólitas, sin duda. Antes de que las examine, debemos informarle que en ellas aparece el cuerpo de un hombre recientemente fallecido, un etíope sobre cuya identidad todavía no estamos muy seguros. Observará que se trata de ampliaciones de ciertas secciones del cadáver.
¡Ah…! Entonces ¿no me iban a despedir?
– Quizá sería conveniente preguntar a la hermana Ottavia -intervino por primera vez el Cardenal Vicario de Roma, Su Eminencia Carlo Colli- si va a poder trabajar con un material tan desagradable. -Me miró con una cierta preocupación paternal en el rostro y continuó-: Ese pobre desdichado, hermana, murió en un penoso accidente y quedó muy desfigurado. Resulta bastante enojoso contemplar esas imágenes. ¿Cree usted que podrá soportarlo? Porque, si no es así, sólo tiene que decírnoslo.
Yo estaba paralizada por el estupor. Tenía la profunda sensación de que se habían equivocado de persona.
– Discúlpenme, Eminencias -tartamudeé-, pero ¿no sería más correcto que consultaran con un patólogo forense? No consigo comprender en qué puedo ser yo de utilidad.
– Verá, hermana -me atajó Tournier, retomando la palabra e iniciando un lento paseo en el interior del círculo de oyentes-, el hombre que aparece en las fotografías estaba implicado en un grave delito contra la Iglesia Católica y contra las demás Iglesias cristianas. Lamentándolo mucho, no podemos darle más detalles. Lo que nosotros queremos es que usted, con la mayor discreción posible, realice un estudio de ciertos signos que, en forma de peculiares cicatrices, fueron descubiertos en su cuerpo al quitarle la ropa para practicar la autopsia. Escarificaciones creo que es la palabra correcta para este tipo de, ¿cómo podríamos decirlo…?, de tatuajes rituales o marcas tribales. Parece ser que ciertas culturas antiguas tenían por costumbre decorar el cuerpo con heridas ceremoniales. En concreto -dijo abriendo la carpeta y echando una ojeada a las fotografías-, las de este pobre desgraciado son realmente curiosas: muestran letras griegas, cruces y otras representaciones igualmente… ¿artísticas? Sí, sin duda la palabra es artísticas.
– Lo que Monseñor está intentando decirle -interrumpió de pronto Su Eminencia, el Secretario de Estado, con una sonrisa cordial en los labios-, es que debe usted analizar todos esos símbolos, estudiarlos y darnos una interpretación lo más completa y exacta posible. Por supuesto, puede utilizar para ello todos los recursos del Archivo Secreto y cualquier otro medio del que disponga el Vaticano.
– En cualquier caso, la doctora Salina cuenta con mi total apoyo -declaró el Prefecto del Archivo, mirando a los presentes en busca de aprobación.
– Te agradecemos el ofrecimiento, Guglielmo -puntualizó Su Eminencia-, pero, aunque la hermana Ottavia trabaja habitualmente a tus órdenes, en este caso, no va a ser así. Espero que no te ofendas, pero desde este momento y hasta que termine el informe, la hermana queda adscrita a la Secretaría de Estado.
– No se preocupe, Reverendo Padre -añadió suavemente Monseñor Tournier, haciendo un gesto de elegante desinterés con la mano-. La hermana Ottavia dispondrá de la inestimable cooperación del capitán Kaspar Glauser-Róist, aquí presente, miembro de la Guardia Suiza y uno de los agentes más valiosos de Su Santidad, al servicio del Tribunal de la Sacra Rota Romana. Él es el autor de las fotografías y el coordinador de la investigación en curso.
– Eminencias…
Era mi voz temblorosa la que se había escuchado. Los cuatro prelados y el militar se volvieron a mirarme.
– Eminencias -repetí con toda la humildad de la que fui capaz-, les agradezco infinitamente que hayan pensado en mí para un asunto tan importante, pero me temo que no voy a poder encargarme de llevarlo a cabo -suavicé aún más la inflexión de mis palabras antes de continuar-, no sólo porque en este momento no puedo abandonar el trabajo que estoy haciendo, que ocupa por completo mi tiempo, sino porque, además, carezco de los conocimientos elementales para manejar las bases de datos del Archivo Secreto y necesitaría también la ayuda de un antropólogo para poder centrar los aspectos más destacados de la investigación. Lo que quiero decir…, Eminencias…, es que no me siento capaz de cumplir el encargo.