Monseñor Tournier fue el único que dio señales de estar vivo cuando terminé de hablar. Mientras los demás permanecían mudos por la sorpresa, él inició una sonrisilla sarcástica que me hizo sospechar su manifiesta oposición a utilizar mis servicios antes de que yo entrara en el gabinete. Podía oírlo diciendo despectivamente: «¿Una mujer…?» De manera que fue su actitud socarrona y mordaz la que me hizo dar un giro de ciento ochenta grados y decir:
– … Aunque, bien pensado, quizá sí podría realizarlo, siempre y cuando me dieran el tiempo suficiente para ello.
La mueca burlona de Monseñor Tournier desapareció como por encanto y los demás relajaron súbitamente sus expresiones tensas, manifestando su alivio con grandes suspiros de satisfacción. Uno de mis grandes pecados es el orgullo, lo reconozco, el orgullo en todas sus variaciones de arrogancia, vanidad, soberbia… Nunca me arrepentiré lo suficiente ni haré la suficiente penitencia, pero soy incapaz de rechazar un desafío o de amilanarme ante una provocación que ponga en duda mi inteligencia o mis conocimientos.
– ¡Espléndido! -exclamó Su Eminencia, el Secretario de Estado, dándose un golpe en la rodilla con la palma de la mano-. ¡Pues no hay más que hablar! ¡Problema resuelto, gracias a Dios! Muy bien, hermana Ottavia, desde este instante, el capitán Glauser-Róist estará a su lado para colaborar con usted en cualquier cosa que necesite. Cada mañana, cuando empiecen su jornada de trabajo, él le hará entrega de las fotografías y usted se las devolverá al terminar. ¿Alguna pregunta antes de ponerse en marcha?
– Sí -repuse, extrañada-. ¿Acaso el capitán podrá entrar conmigo en la zona restringida del Archivo Secreto? Es un seglar y…
– ¡Naturalmente que podrá, doctora! -afirmó el Prefecto Ramondino-. Yo mismo me encargaré de preparar su acreditación, que estará lista para esta misma tarde.
Un soldadito de juguete (¿qué otra cosa son los guardias suizos?) estaba a punto de poner fin a una venerable y secular tradición.
Comí en la cafetería del Archivo y dediqué el resto de la tarde a recoger y guardar todo lo que tenía sobre la mesa del laboratorio. Aplazar mi estudio del Panegyrikon me irritaba más de lo que podía reconocer, pero había caído en mi propia trampa y, en cualquier caso, tampoco hubiera podido escapar de un mandato directo del Cardenal Sodano. Además, el encargo recibido me intrigaba lo suficiente como para sentir un pequeño cosquilleo de perversa curiosidad.
Cuando todo hubo quedado en perfecto orden y listo para iniciar una nueva tarea a la mañana siguiente, recogí mis bártulos y me marché. Cruzando la columnata de Bernini, abandoné la plaza de San Pedro por la via di Porta Angelica y pasé distraídamente junto a las numerosas tiendas de souvenirs todavía repletas de cantidades abrumadoras de turistas llegados a Roma por el gran Jubileo. Aunque los ladronzuelos del Borgo conocían de manera aproximada a quienes trabajábamos en el Vaticano, desde que había empezado el Año Santo -en los diez primeros días de enero llegaron a la ciudad tres millones de personas- su número se había multiplicado con los peligrosos rateros venidos en masa de toda Italia, así que sujeté el bolso con fuerza y aceleré el paso. La luz de la tarde se difuminaba lentamente por el oeste y yo, que siempre le he tenido un cierto miedo a esa luz, no veía el momento de refugiarme en casa. Ya no faltaba mucho. Afortunadamente, la directora general de mi Orden había considerado que tener a una de sus religiosas en un puesto tan destacado como el mío bien merecía la compra de un inmueble en las inmediaciones del Vaticano. Así que tres hermanas y yo habíamos sido las primeras habitantes de un minúsculo apartamento situado en la Piazza delle Vaschette, con vistas sobre la fuente barroca que antaño recibía la saludable Agua Angelica, de grandes poderes curativos para los trastornos gástricos.
Las hermanas Ferma, Margherita y Valeria, que trabajaban juntas en un colegio público de las cercanías, acababan de llegar a casa. Estaban en la cocina, preparando la cena y charlando alegremente de menudencias. Ferma, que era la mayor de todas con sus cincuenta y cinco años de edad, seguía aferrándose obstinadamente al uniformado atuendo -camisa blanca, rebeca azul marino, falda del mismo color por debajo de la rodilla y gruesas medias negras- que adoptó tras la retirada de los hábitos. Margherita era la Superiora de nuestra comunidad y la directora del colegio en el que las tres trabajaban y tenía sólo unos pocos años más que yo. Nuestro trato había pasado, con el transcurrir de los años, de distante a cordial y de cordial a amistoso, pero sin entrar en profundidades. Por último, la joven Valeria, de origen milanés, era la profesora de los más pequeños del colegio, los de cuatro y cinco años, entre los que abundaban, cada vez más, los hijos de emigrantes árabes y asiáticos, con todos los problemas de comunicación que eso entrañaba en un aula. Recientemente, la había visto leyendo un grueso libro sobre costumbres y religiones de otros continentes.
Las tres respetaban muchísimo mi trabajo en el Vaticano aunque, en realidad, tampoco conocían muy a fondo mi ocupación; sólo sabían que no debían indagar en ello (supongo que estaban advertidas y que nuestras superioras les habían hecho especial hincapié en este asunto) ya que, en mi contrato laboral con el Vaticano, una cláusula muy explícita dejaba claro que, bajo pena de excomunión, tenía prohibido hablar de mi trabajo con personas ajenas al mismo. No obstante, como sabía que les gustaba, de vez en cuando les contaba algo recientemente descubierto sobre las primeras comunidades cristianas o los comienzos de la Iglesia. Obviamente, sólo les hablaba de lo bueno, de lo que se podía confesar sin socavar la historiografía oficial ni los puntales de la fe. ¿Para qué explicarles, por ejemplo, que en un escrito de Ireneo -uno de los Padres de la Iglesia – del año 183, celosamente guardado por el Archivo, se mencionaba como primer Papa a Lineo y no a Pedro, que ni siquiera aparecía mencionado? ¿O que la lista oficial de los primeros Papas, recogida en el Catalogus Liberianus del año 354, era completamente falsa y que los supuestos Pontífices que en ella aparecían mencionados (Anacleto, Clemente I, Evaristo, Alejandro…) ni siquiera existieron? ¿Para qué contarles nada de todo esto…? ¿Para qué decirles, por ejemplo, que los cuatro Evangelios habían sido escritos con posterioridad a las Epístolas de Pablo, verdadero forjador de nuestra Iglesia, siguiendo su doctrina y enseñanzas, y no al revés como creía todo el mundo? Mis dudas y mis temores, que Ferma, Margherita y Valeria captaban con gran intuición, mis luchas internas y mis grandes sufrimientos, eran un secreto del que sólo podía hacer partícipe a mi confesor, el mismo confesor que teníamos todos los que trabajábamos en los sótanos tercero y cuarto del Archivo Secreto, el padre franciscano Egilberto Pintonello.
Mis tres hermanas y yo, después de dejar la cena al horno y la mesa puesta, entramos en la capilla de casa y nos sentamos sobre los cojines esparcidos por el suelo, alrededor del Sagrario, frente al cual ardía permanentemente la luz de una minúscula vela. Rezamos juntas los misterios dolorosos del Rosario y, luego, nos quedamos calladas, recogidas en oración. Estábamos en Cuaresma y, esos días, por recomendación del padre Pintonello, andaba yo reflexionando sobre el pasaje evangélico de los cuarenta días de ayuno de Jesús en el desierto y las tentaciones del demonio. No era, precisamente, plato de mi gusto, pero siempre he sido tremendamente disciplinada y no se me hubiera ocurrido contravenir una indicación de mi confesor.
Mientras oraba, la entrevista mantenida aquel mediodía con los prelados volvía una y otra vez a mi cabeza, estorbándome. Me preguntaba si podría realizar con éxito un trabajo del que me ocultaban información y, además, el asunto tenía un cariz muy extraño. «El hombre que aparece en las fotografías -había dicho Monseñor Tournier- estaba implicado en un grave delito contra la Iglesia Católica y las demás Iglesias cristianas. Lamentándolo mucho, no podemos darle más detalles.»