—¡Gondor! ¡Gondor! —exclamó Aragorn—. ¡Ojalá pueda volver a contemplarte en horas más felices! No es tiempo aún de que vaya hacia el sur en busca de tus claras corrientes.
¡Gondor, Gondor, entre las Montañas y el Mar!
El Viento del Oeste sopla aquí; la luz sobre el Árbol de Plata
cae como una lluvia centelleante en los jardines de los Reyes de antaño.
¡Oh muros orgullosos! ¡Torres blancas! ¡Oh alada corona y trono de oro!
¡Oh Gondor, Gondor! ¿Contemplarán los Hombres el Árbol de Plata,
o el Viento del Oeste soplará de nuevo entre las Montañas y el mar?
—¡Ahora, en marcha! —dijo apartando los ojos del sur y buscando en el oeste y el norte el camino que habían de seguir.
El monte sobre el que estaban ahora descendía abruptamente ante ellos. Allá abajo, a unas cuarenta yardas, corría una cornisa amplia y escabrosa que concluía bruscamente al borde de un precipicio: la Muralla del Este de Rohan. Así terminaban las Emyn Muil, y las llanuras verdes de los Rohirrim se extendían ante ellos hasta perderse de vista.
—¡Mirad! —gritó Legolas, apuntando al cielo pálido—. ¡Ahí está de nuevo el águila! Vuela muy alto. Parece que estuviera alejándose, de vuelta al norte, y muy rápidamente. ¡Mirad!
—No, ni siquiera mis ojos pueden verla, mi buen Legolas —dijo Aragorn—. Tiene que estar en verdad muy lejos. Me pregunto en qué andará, y si será la misma ave que vimos antes. ¡Pero mirad! Alcanzo a ver algo más cercano y más urgente. ¡Una cosa se mueve en la llanura!
—Muchas cosas —dijo Legolas—. Es una gran compañía a pie, pero no puedo decir más, ni ver qué clase de gente es ésa. Están a muchas leguas, doce me parece, aunque es difícil estimar la distancia en esa llanura uniforme.
—Pienso, sin embargo, que ya no necesitamos de ninguna huella que nos diga qué camino hemos de tomar —dijo Gimli—. Encontremos una senda que nos lleve a los llanos tan de prisa como sea posible.
—No creo que encuentres un camino más rápido que el de los orcos —dijo Aragorn.
Continuaron la persecución, ahora a la clara luz del día. Parecía como si los orcos hubiesen escapado a marcha forzada. De cuando en cuando los perseguidores encontraban cosas abandonadas o tiradas en el suelo: sacos de comida, cortezas de un pan gris y duro, una capa negra desgarrada, un pesado zapato claveteado roto por las piedras. El rastro llevaba al norte a lo largo del declive escarpado, y al fin llegaron a una hondonada profunda cavada en la piedra por un arroyo que descendía ruidosamente. En la cañada estrecha un sendero áspero bajaba a la llanura como una escalera empinada.
Abajo se encontraron de pronto pisando los pastos de Rohan. Llegaban ondeando como un mar verde hasta los mismos pies de Emyn Muil. El arroyo que bajaba de la montaña se perdía en un campo de berros y plantas acuáticas; los compañeros podían oír cómo se alejaba murmurando por túneles verdes, descendiendo poco a poco hacia los pantanos del Valle del Entaguas allá lejos. Parecía que hubieran dejado el invierno aferrado a las montañas de detrás. Aquí el aire era más dulce y tibio, y levemente perfumado, como si la primavera ya se hubiera puesto en movimiento y la savia estuviese fluyendo de nuevo en hierbas y hojas. Legolas respiró hondamente, como alguien que toma un largo trago luego de haber tenido mucha sed en lugares estériles.
—¡Ah, el olor a verde! —dijo—. Es mejor que muchas horas de sueño. ¡Corramos!
—Los pies ligeros pueden correr rápidamente aquí —dijo Aragorn—. Más rápido quizá que unos orcos calzados con zapatos de hierro. ¡Ésta es nuestra oportunidad de recuperar la ventaja que nos llevan!
Fueron en fila, corriendo como lebreles detrás de un rastro muy nítido, con un brillo de ansiedad en los ojos. La franja de hierba que señalaba el paso de los orcos iba hacia el oeste: los dulces pastos de Rohan habían sido aplastados y ennegrecidos. De pronto Aragorn dio un grito y se volvió a un lado.
—¡Un momento! —exclamó—. ¡No me sigáis todavía!
Corrió rápidamente a la derecha, alejándose del rastro principal, pues había visto unas huellas que iban en esa dirección, apartándose de las otras; las marcas de unos pies pequeños y descalzos. Estas huellas, sin embargo, no se alejaban mucho antes de confundirse otra vez con pisadas de orcos, que venían también desde el rastro principal, de atrás a adelante, y luego se volvían en una curva y se perdían de nuevo en las hierbas pisoteadas. En el punto más alejado Aragorn se inclinó y recogió algo del suelo; luego corrió de vuelta.
—Sí —dijo—, son muy claras: las huellas de un hobbit. Pippin, creo. Es más pequeño que el otro. ¡Y mirad!
Aragorn alzó un objeto pequeño que brilló a la luz del sol. Parecía el brote nuevo de una hoja de haya, hermoso y extraño en esa llanura sin árboles.
—¡El broche de una capa élfica! —gritaron juntos Legolas y Gimli.
—Las hojas de Lórien no caen inútilmente —dijo Aragorn—. Ésta no fue dejada aquí por casualidad, sino como una señal para quienes vinieran detrás. Pienso que Pippin se desvió de las huellas con ese propósito.
—Entonces al menos él está vivo —dijo Gimli—. Y aún puede usar la cabeza, y también las piernas. Esto es alentador. Nuestra persecución no es en vano.
—Esperemos que no haya pagado demasiado cara esa audacia —dijo Legolas—. ¡Vamos! ¡Sigamos adelante! La imagen de esos jóvenes intrépidos llevados como ganado me encoge el corazón.
El sol subió al mediodía y luego bajó lentamente por el cielo. Unas nubes tenues vinieron del mar en el lejano sur y fueron arrastradas por la brisa. El sol se puso. Las sombras se alzaron detrás y extendieron unos largos brazos desde el este. Los cazadores no se detuvieron. Había pasado un día desde la muerte de Boromir, y los orcos iban todavía muy adelante. Ya no había señales de orcos en la extensa llanura.
Cuando las sombras de la noche se cerraban sobre ellos, Aragorn se detuvo. En toda la jornada sólo habían descansado dos veces y durante un breve tiempo, y ahora los separaban doce leguas de la muralla del este donde habían estado al alba.
—Nos encontramos al fin ante una elección realmente difícil —dijo Aragorn—. ¿Descansaremos por la noche o seguiremos adelante mientras tengamos voluntad y fuerzas?
—A menos que nuestros enemigos también descansen, nos dejarán muy atrás si nos detenemos a dormir —dijo Legolas.
—Supongo que hasta los mismos orcos se toman algún descanso mientras marchan —dijo Gimli.
—Los orcos viajan raras veces por terreno descubierto y a la luz del sol, como parece ser el caso —dijo Legolas—. Ciertamente no descansarán durante la noche.