—Pero si marchamos de noche, no podremos seguir las huellas —dijo Gimli.
—El rastro es recto, y no se desvía ni a la izquierda ni a la derecha hasta donde alcanzo a ver —dijo Legolas.
—Quizá yo pudiera guiaros en la oscuridad y sin perder el rumbo —dijo Aragorn—, pero si nos extraviásemos o ellos se desviaran, cuando volviese la luz nos retrasaríamos mucho mientras encontramos de nuevo el rastro.
—Hay algo más —dijo Gimli—. Sólo de día podemos ver si alguna huella se separa de las otras. Si un prisionero escapa, y si se llevan a uno, al este digamos, al Río Grande, hacia Mordor, podemos pasar junto a alguna señal y no enterarnos nunca.
—Eso es cierto —dijo Aragorn—. Pero si hasta ahora no he interpretado mal los signos, los Orcos de la Mano Blanca son los más numerosos, y toda la compañía se encamina a Isengard. El rumbo actual corrobora mis presunciones.
—Sin embargo, no convendría fiarse de las intenciones de los orcos —dijo Gimli—. ¿Y una huida? En la oscuridad quizá no hubiéramos visto las huellas que te llevaron al broche.
—Los orcos habrán doblado las guardias desde entonces, y los prisioneros estarán cada vez más cansados —dijo Legolas—. No habrá ninguna otra huida, no sin nuestra ayuda. No se me ocurre ahora cómo podremos hacerlo, pero primero tenemos que darles alcance.
—Y sin embargo yo mismo, Enano de muchos viajes, y no el menos resistente, no podría ir corriendo hasta Isengard sin hacer una pausa —dijo Gimli—. A mí también se me encoge el corazón, y preferiría partir cuanto antes, pero ahora tengo que descansar un poco para correr mejor. Y si decidimos descansar, la noche es el tiempo adecuado.
—Dije que era una elección difícil —dijo Aragorn—. ¿Cómo concluiremos este debate?
—Tú eres nuestro guía —dijo Gimli—, y el cazador experto. Tienes que elegir.
—El corazón me incita a que sigamos —dijo Legolas—. Pero tenemos que mantenernos juntos. Seguiré tu consejo.
—Habéis elegido un mal árbitro —dijo Aragorn—. Desde que cruzamos el Argonath todas mis decisiones han salido mal. —Hizo una pausa, mirando al norte y al oeste en la noche creciente—. No marcharemos de noche —dijo al fin—. El peligro de no ver las huellas o alguna señal de otras idas y venidas me parece el más grave. Si la luna diera bastante luz, podríamos aprovecharla, pero ay, se pone temprano y es aún pálida y joven.
—Y esta noche está amortajada además —murmuró Gimli—. ¡Ojalá la Dama nos hubiera dado una luz, como el regalo que le dio a Frodo!
—La necesitará más aquel a quien le fue destinada —dijo Aragorn—. Es él quien lleva adelante la verdadera Misión. La nuestra es sólo un asunto menor entre los grandes acontecimientos de la época. Una persecución vana, quizá, que ninguna elección mía podría estropear o corregir. Bueno, ya he elegido. ¡De modo que aprovechemos el tiempo como mejor podamos!
Aragorn se echó al suelo y cayó en seguida en un sueño profundo, pues no dormía desde que pasaran la noche a la sombra del Tol Brandir. Despertó y se levantó antes que el alba asomara en el cielo. Gimli estaba aún profundamente dormido, pero Legolas, de pie, miraba hacia el norte en la oscuridad, pensativo y silencioso, como un árbol joven en la noche sin viento.
—Están de veras muy lejos —dijo tristemente volviéndose a Aragorn—. El corazón me dice que no han descansado esta noche. Ahora sólo un águila podría alcanzarlos.
—De todos modos tenemos que seguirlos, como nos sea posible —dijo Aragorn. Inclinándose despertó al Enano—. ¡Arriba! Hay que partir —dijo—. El rastro está enfriándose.
—Pero todavía es de noche —dijo Gimli—. Ni siquiera Legolas subido a una loma podría verlos, no hasta que salga el sol.
—Temo que ya no estén al alcance de mis ojos, ni desde una loma o en la llanura, a la luz de la luna o a la luz del sol —dijo Legolas.
—Donde la vista falla la tierra puede traernos algún rumor —dijo Aragorn—. La tierra ha de quejarse bajo esas patas odiosas.
Aragorn se tendió en el suelo con la oreja apretada contra la hierba. Allí se quedó, muy quieto, tanto tiempo que Gimli se preguntó si no se habría desmayado o se habría dormido otra vez. El alba llegó con una claridad vacilante, y una luz gris creció lentamente. Al fin Aragorn se incorporó, y los otros pudieron verle la cara: pálida, enjuta, de ojos turbados.
—El rumor de la tierra es débil y confuso —dijo—. No hay nadie que camine por aquí, en un radio de muchas millas. Las pisadas de nuestros enemigos se oyen apagadas y distantes. Pero hay un rumor claro y distinto de cascos de caballo. Se me ocurre que ya antes los oí, mientras aún dormía tendido en la hierba, y perturbaron mis sueños: caballos que galopaban en el oeste. Pero ahora se alejan más de nosotros, hacia el norte. ¡Me pregunto qué ocurre en esta tierra!
—¡Partamos! —dijo Legolas.
Así comenzó el tercer día de persecución. Durante todas esas largas horas de nubes y sol caprichosos, apenas hicieron una pausa, ya caminando, ya corriendo, como si ninguna fatiga pudiera consumir el fuego que los animaba. Hablaban poco. Cruzaron aquellas amplias soledades, y las capas élficas se confundieron con el gris verdoso de los campos; aun al sol frío del mediodía pocos ojos que no fuesen ojos élficos hubiesen podido verlos. A menudo agradecían de corazón a la Dama de Lórien por las lembasque les había regalado, pues comían un poco y recobraban en seguida las fuerzas sin necesidad de dejar de correr.
Durante todo el día la huella de los enemigos se alejó en línea recta hacia el noroeste, sin interrumpirse ni desviarse una sola vez. Cuando el día declinó una vez más, llegaron a unas largas pendientes sin árboles donde el suelo se elevaba hacia una línea de lomas bajas. El rastro de los orcos se hizo más borroso a medida que doblaba hacia el norte acercándose a las lomas, pues el suelo era allí más duro y la hierba más escasa. Lejos a la izquierda, el río Entaguas serpeaba como un hilo de plata en un suelo verde. Nada más se movía. Aragorn se asombraba a menudo de que no vieran ninguna señal de bestias o de hombres. Las moradas de los Rohirrim se alzaban casi todas en el Sur, a muchas leguas de allí, en las estribaciones boscosas de las Montañas Blancas, ahora ocultas entre nieblas y nubes; sin embargo, los Señores de los Caballos habían tenido en otro tiempo muchas tropillas y establos en Estemnet, esta región oriental del reino, y los jinetes la habían recorrido entonces a menudo, de un extremo a otro, viviendo en campamentos y tiendas, aun en los meses invernales. Pero ahora toda la tierra estaba desierta, y había un silencio que no parecía ser la quietud de la paz.
Al crepúsculo se detuvieron de nuevo. Hasta ahora ya habían recorrido dos veces doce leguas por las llanuras de Rohan y los muros de Emyn Muil se perdían en las sombras del Este. La luna brillaba confusamente en un cielo nublado, aunque daba un poco de luz, y las estrellas estaban veladas.