– Cave -leyó en voz alta-. ¿Cave?

Pensó que tal vez era sólo parte de una palabra, pero no podía pensar: la única palabra más larga que se le ocurría era «caverna».

McCaleb congeló la imagen y se limitó a mirar, cautivado. Lo que estaba viendo lo transportaba a los lejanos días en que se dedicaba a trazar perfiles psicológicos, a una época en la que casi todos los casos que le asignaban le planteaban la misma pregunta: «¿Qué alma oscura y torturada es capaz de hacer esto?»

Las palabras de un asesino siempre eran significativas y situaban el caso en un plano superior. Por lo general, indicaban que el asesinato era una declaración, un mensaje transmitido del asesino a la víctima y de los investigadores al mundo.

McCaleb se levantó y bajó de la litera superior uno de los viejos archivadores. Levantó rápidamente la solapa y empezó a pasar los expedientes en busca de una libreta con algunas páginas en blanco. Empezar cada uno de los casos que le asignaban con una libreta de espiral nueva formaba parte de su ritual en el FBI. Al final encontró un expediente en el que sólo había un FSA y una libreta. Con tan pocos papeles en el expediente, sabía que sería un caso breve y que la libreta tendría muchas hojas en blanco.

McCaleb pasó las hojas de la libreta y vio que ésta apenas había sido usada. Entonces leyó la primera página del Formulario de Solicitud de Asistencia y enseguida reconoció el caso. Lo recordó de inmediato, porque lo había solucionado con una sola llamada telefónica. La solicitud había llegado de un detective de la pequeña localidad de White Elk, Minnesota, hacía casi diez años, cuando McCaleb todavía trabajaba en Quantico. El informe del detective decía que dos hombres se habían enzarzado en una pelea de borrachos en la casa que compartían, se habían desafiado a un duelo y ambos habían resultado muertos al abrir fuego al mismo tiempo desde una distancia de diez metros. El detective no necesitaba ninguna ayuda con el doble homicidio, porque era evidente, pero había algo que lo desconcertaba. En el curso del registro del domicilio de las víctimas, los investigadores se habían encontrado con algo extraño en el congelador del sótano. En un esquina del congelador había bolsas de plástico que contenían varias decenas de tampones usados. Los había de distintas marcas y los estudios preliminares de una muestra de los tampones reveló que la sangre menstrual correspondía a mujeres distintas.

El detective del caso no sabía qué tenía entre manos, pero se temía lo peor. Lo que solicitaba a la Unidad de Ciencias del Comportamiento del FBI era una idea acerca del posible significado de los tampones y de cómo proceder. Más concretamente, quería saber si los tampones podían ser recuerdos de las víctimas de uno o varios asesinos en serie que habían pasado desapercibidos hasta que se habían matado el uno al otro.

McCaleb sonrió al recordar el caso. Ya se había encontrado antes con tampones en un congelador. Llamó al detective y le formuló tres preguntas. ¿A qué se dedicaban los dos hombres? ¿Además de las armas de fuego había armas largas o alguna licencia de caza en el apartamento? Y, por último, cuándo empezaba la temporada de la caza del oso en Minnesota.

Las respuestas del detective resolvieron rápidamente el misterio. Ambos hombres trabajaban en el aeropuerto de Minneapolis para una empresa subcontratada encargada de suministrar personal de limpieza para los aviones comerciales. Se encontraron varios rifles en la casa, pero ninguna licencia. Y, por último, faltaban tres semanas para que se abriera la temporada de caza del oso.

McCaleb explicó al detective que en su opinión los hombres no eran asesinos múltiples, sino que habían estado recogiendo el contenido de los receptáculos para tirar tampones de los lavabos que habían limpiado. Se llevaban los tampones a casa y los congelaban. Cuando se iniciara la temporada de caza probablemente los descongelarían y los utilizarían para atraer a los osos, que eran capaces de oler la sangre desde una larga distancia. La mayoría de los cazadores utilizaban basura como cebo, pero no había nada mejor que la sangre.

Terry McCaleb recordó que el detective se había mostrado decepcionado de no tener ningún asesino o asesinos en serie entre manos. O bien estaba avergonzado porque un agente del FBI hubiera resuelto tan rápidamente el misterio sentado en un despacho de Quantico, o simplemente estaba molesto al darse cuenta de que su caso no iba a atraer la atención de los medios de comunicación nacionales. Colgó sin despedirse y McCaleb no volvió a saber nada más de él.

McCaleb arrancó las pocas páginas de notas del caso de la libreta, las puso en el expediente, junto con el FSA y devolvió el archivador a su lugar en la litera convertida en estantería. Empujó el archivador hasta el fondo y éste resonó en el mamparo.

McCaleb volvió a sentarse, miró la imagen congelada de la pantalla de la televisión y acto seguido la página en blanco de la libreta. Al final, sacó el bolígrafo del bolsillo de la camisa y estaba a punto de empezar a escribir cuando la puerta del camarote se abrió de repente y apareció Buddy Lockridge.

– ¿Estás bien?

– ¿Qué?

– Estoy bien, Buddy. Sólo…

– Joder, ¿qué cono es eso?

Buddy estaba mirando la tele. McCaleb levantó inmediatamente el mando a distancia y apagó el aparato.

– Mira, Buddy, ya te he dicho que esto es confidencial y no puedo…

– Vale, vale, ya lo sé. Sólo estaba asegurándome de que no te hubieras desmayado o algo así.

– Muy bien, gracias. Estoy bien.

– Me quedaré un rato más arriba, por si necesitas algo.

– No necesitaré nada, pero gracias.

– ¿Sabes?, estás consumiendo un montón de energía. Mañana tendrás que poner el generador.

– No hay problema. Lo haré. Te veo más tarde, Buddy.

Buddy señaló la pantalla azul del televisor.

– Éste es de los raros.

– Adiós, Buddy -dijo McCaleb, impaciente.

Se levantó y cerró la puerta, aunque Buddy seguía en el umbral. Esta vez pasó la llave. Volvió a su asiento y empezó a escribir una lista en la libreta.

ESCENA DEL CRIMEN

1. Ligadura

2. Desnudo

3. Herida en la cabeza

4. Cinta/mordaza – ¿Cavé?

5. ¿Cubo?

Examinó la lista durante unos momentos, esperando que se le ocurriera una idea, pero no surgió nada. Era demasiado pronto. Instintivamente, sabía que las palabras de la mordaza constituían una pista que no iba a poder descifrar hasta que contara con el mensaje completo. Sintió la urgencia de abrir el expediente y buscarlo, pero en lugar de hacerlo, volvió a encender la tele y continuó reproduciendo la cinta desde el punto donde la había detenido. La cámara enfocaba de cerca la boca del cadáver y la cinta que la mantenía cerrada con fuerza.

– Dejaremos esto para el forense -dijo Winston-. ¿Has grabado todo lo posible, Barn?

– Sí-contestó el invisible cámara.

– Muy bien, retrocede y enfoca estas ligaduras.

La cámara siguió la cuerda desde la cabeza hasta los pies. Ésta formaba un nudo corredizo alrededor del cuello. Luego seguía por la columna vertebral y había sido enrollada repetidas veces alrededor de los tobillos, tirando de ellos con tanta tensión que la víctima tenía los talones en las nalgas.

Las muñecas estaban atadas con otro trozo de cuerda enrollado seis veces y luego asegurado con un nudo. Las ligaduras habían causado profundas marcas en la piel de muñecas y tobillos, lo cual indicaba que la víctima se había resistido durante un buen rato antes de sucumbir.

Una vez completada la grabación del cadáver, Winston pidió al invisible cámara que hiciera un inventario en vídeo de las distintas estancias del apartamento.

La cámara se alejó del cuerpo y enfocó el resto del salón comedor. La casa parecía amueblada en una tienda de muebles usados. No había ninguna uniformidad, los muebles eran de estilos completamente diferentes. Las escasas reproducciones de pinturas enmarcadas de las paredes parecían sacadas de una habitación de un hotel Howard Johnson de diez años atrás: todo en naranja y tonos pastel. Al fondo de la sala había una vitrina de porcelanas sin porcelana. Había algún que otro libro en los estantes, pero la mayoría estaban vacíos. Encima de la vitrina, McCaleb vio algo que le resultó curioso. Se trataba de una lechuza de cincuenta centímetros de alto que parecía pintada a mano. McCaleb había visto muchas parecidas antes, sobre todo en el puerto de Avalon y en el de Cabrillo. En la mayoría de los casos, las lechuzas o los búhos estaban hechos de plástico hueco y situados en lo alto de los mástiles o en los puentes de los barcos a motor, en un intento, por lo general infructuoso, de mantener alejados de los barcos a las gaviotas y otras aves. La teoría se basaba en que al ver a la lechuza como un depredador las otras aves no se acercarían, y por tanto no ensuciarían las embarcaciones con sus deposiciones.


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