— Y únicamente será posible en planetas de clima muy caluroso — agregó Tey Eron sin dejar de hojear el libro—. Para hacerse líquido un océano de azufre necesitará una temperatura de cien a cuatrocientos grados.
— Creo que Afra tiene razón — intervino Mut Ang—. Todas esas supuestas atmósferas serán una gran rareza en comparación con la nuestra, compuesta de los elementos más difundidos en el Universo. ¡Y ello no es casual!
— ¡Claro que no! — accedió Yas Tin—. Pero en el Cosmos infinito, no son pocas las casualidades. Tomemos, por ejemplo, nuestra Tierra. En ella, así como en los planetas vecinos — la Luna, Marte, Venus— abunda el aluminio, elemento raro en el Universo.
— Y sin embargo, para encontrar la repetición de tales casualidades habrá que invertir decenas, si no cientos de milenios — dijo Mut Ang—. Aunque se emplee para dichos fines las astronaves pulsacionales. Y si los expedicionarios de esa nave hace mucho que buscan otro planeta como el suyo, es de comprender su emoción al encontrarse con nosotros.
— ¡Cuánto ¡me alegro de que nuestra atmósfera se componga de los elementos más comunes del Universo! — dijo Afra—. Hemos de encontrar, sin duda, multitud de planetas como el nuestro.
— ¡Pero el primer encuentro no ha sido con un planeta similar! — hizo notar Tey.
Afra, encendido el rostro, disponíase ya a responder cuando apareció el químico de a bordo para informar que la pared transparente estaba terminada.
— Pero, ¿podremos entrar en esa nave con nuestra vestimenta cósmica? — preguntó Yas Tin.
— Sin duda. También ellos pueden entrar aquí. Es probable que nos visitemos en más de una ocasión. Pero las presentaciones las haremos primero a distancia — explicó el capitán.
Los hombres de la Tierra montaron la pared al extremo de su galería. Las figuras blancas hicieron lo propio en la suya. Luego unos y otros juntáronse en el vacío, ayudándose mutuamente a unir con un pasillo las dos galerías. Una palmadita en el hombro o en la manga de la escafandra la interpretaban los tripulantes de ambas naves, como señal de afecto y amistad.
Aquellos seres llegados de otro mundo trataban de examinar los rostros de los hombres de la Tierra a través de los ahumados cristales de sus cascos. Pero si bien éstos permitían distinguir con relativa claridad las caras de los viajeros del Telurio, los cascos de los seres desconocidos, parecidos a unas conchas orladas de protuberancias corniformes y cubiertas en la frente con unas placas ligeramente convexas, eran impenetrables para los ojos humanos. No obstante, los seres terrenos intuían que desde aquella oscuridad les escudriñaban con vivo interés unos ojos amigos.
A la invitación de entrar en el Telurio, las figuras vestidas de blanco respondieron con ademanes negativos. Uno de ellos se llevó la mano a la escafandra y en seguida abrió los brazos, como si esparciese algo.
— Temen que sus cascos se deterioren en una atmósfera oxigenada — adivinó Tey.
— Ellos quieren, igual que nosotros, que nuestra primera entrevista sea en la galería — dijo Mut Ang.
Las dos naves pendían ahora en el espacio infinito formando un solo cuerpo. El Telurio conectó su potente calefacción. De esta manera sus tripulantes podían entrar en la galería con la indumentaria corriente de trabajo: unos monos azules de lana artificial ceñidos como una malla al cuerpo.
Al otro lado de la galería encendióse una luz azul semejante a la que reina en las alturas montañosas de la tierra. En la linde de estas dos cámaras, de diferente alumbrado, las transparentes paredes parecían de agua marina pura.
Sólo la respiración agitada de los seres terrenos alteraba el silencio.
Al rozar con el codo el brazo de Afra, Tey Eron notó que la joven temblaba de emoción.
La atrajo hacia sí, y ella le respondió con una mirada llena de gratitud.
Un grupo de ocho tripulantes de la otra nave apareció en el extremo opuesto de la galería... Los cosmonautas terrenos quedaron perplejos, sin poder dar crédito a sus ojos. En el fondo del alma, cada cual esperaba ver algo extraordinario y sobrenatural. La completa semejanza de aquellos seres con los hombres de la Tierra se les antojaba un milagro. Mas eso no fue sino la primera impresión. Cuanto más detenidamente los examinaban, más diferencias descubrían en lo que no ocultaba la oscura vestimenta: un conjunto de chaqueta ancha y corta y bombachos anchos y largos, que hacían recordar los antiguos atavíos de los pobladores de la Tierra.
Al apagarse la luz azul, ellos conectaron el alumbrado terrestre. Las transparentes paredes perdieron su matiz verdoso, para hacerse incoloras. Al contemplar a los hombres que se encontraban al otro lado de aquellos invisibles muros, costaba creer que ellos respirasen un gas considerado muy venenoso en la Tierra y que se bañasen en un ácido tan corrosivo como el fluorhídrico. Las líneas de sus cuerpos eran de proporciones normales y su estatura correspondía a la media de los hombres terrenos. Extraño era el color gris ferroso de su piel con visos argentados y un matiz apenas perceptible de rojo sanguíneo, como la hematites pulida.
Sus cabezas redondas estaban densamente pobladas de cabellos muy negros, que tiraban a azul. Pero la particularidad más remarcable de sus facciones eran los ojos. Excesivamente grandes y rasgados, de un corte muy oblicuo, ocupaban toda la anchura del rostro, subiendo con sus ángulos extremos hacia las sienes, a una altura mayor que los ojos de los hombres de la Tierra. Los blancos, de un intenso color turquesa, parecían desproporcionadamente largos respecto a los negros iris y pupilas.
Las cejas, negrísimas, rectas y muy abultadas, confundíanse con el cabello muy por encima de las sienes y llegaban casi a unirse en el angosto entrecejo, formando un ancho ángulo obtuso. Los cabellos, sobre la frente, descendían desde el centro hacia las sienes en líneas rectas y definidas, guardando perfecta simetría con las de las cejas. Por eso la frente presentaba la forma de un rombo estirado horizontalmente. La nariz, corta y achatada, tenía las fosas abiertas hacia abajo, como las de los hombres de la Tierra. La boca pequeña, de labios violáceos, dejaba entrever unas rectas hileras de dientes del mismo color azul celeste que los blancos de los ojos. La parte superior de la cabeza parecía muy ancha, pues más abajo de los ojos el rostro se estrechaba pronunciadamente hacia la barbilla, de contornos ligeramente angulosos. Y la configuración de las orejas no podía saberse porque todos aquellos seres extraños llevaban recubiertas las sienes con unas tiras doradas, que pasaban por la coronilla.
Entre ellos había, evidentemente, mujeres, a juzgar por sus cuellos largos y bien formados, por la redondez de sus facciones y por sus melenas cortas y muy espesas. Los hombres eran más altos y más fornidos, tenían más ancho el mentón y, en general, las mismas particularidades que les diferenciaban del sexo opuesto en la Tierra.
A Afra le dio la impresión de que no poseían más que cuatro dedos en cada mano. En comparación con los de los seres terrenos, parecían no tener articulaciones, pues se doblaban sin formar ángulos.
Era imposible precisar qué piernas tenían, pues la parte inferior de las mismas se hallaba hundida en la blanda alfombra que cubría el suelo. La vestimenta, a una luz natural para la vista humana, parecía ser de color rojo oscuro.
Cuanto más se miraba a los hombres llegados del planeta fluórico, tanto menos extrañaba su aspecto. Los astronautas terrenos iban comprendiendo poco a poco la belleza exótica, singular de aquellos seres desconocidos. El principal encanto lo constituían sus ojos enormes, que miraban con inteligencia y afecto.
— ¡Qué ojos más grandes tienen! — exclamó Afra—. Es más fácil hacerse persona con ojos como ésos que con los nuestros, aunque son también maravillosos.
— ¿Por qué cree usted eso? — le preguntó Tey en un susurro.