– ¿Qué clase de objetos eran los que él veía? -pregunté-.
– En sus viajes de ensueño, él se iba al infinito -dijo don Juan-. Y no hay modo de saber qué era lo que él veía en ese infinito. Debes de tomar en cuenta que, siendo un indio, el nagual Elías iba a sus viajes de ensueño de la misma manera que un animal salvaje merodea en busca de alimento. Un animal nunca llega a un lugar donde haya señales de actividad; sólo llega cuando no hay nadie. El nagual Elías, un ensoñador solitario, visitaba, por así decirlo, el basural del infinito cuando no había nadie. Y copiaba todo lo que veía. Pero nunca supo si esas cosas tenían uso o de dónde provenían.
Una vez más, no tuve inconveniente alguno en aceptar lo que don Juan me decía. La idea del nagual Elías viajando en el infinito no me parecía descabellada en lo más mínimo. Estaba a punto de hacer un comentario acerca de esto, cuando don Juan me interrumpió con un gesto de cejas.
– Para mí, el ir de visita con el nagual Elías era el placer máximo, y sin embargo era un lata -dijo-. A veces creía que me iba a morir de aburrimiento. No porque el nagual Elías fuera aburrido, sino porque el nagual Julián era único, sin igual. El estar con el nagual Julián echaba a perder a cualquiera.
– Pero, yo creía que usted se sentía seguro y a gusto en la casa del nagual Elías -dije.
– Claro que sí y por mucho tiempo esa era la causa de mi conflicto -respondió-. Como a ti, a mí también me encantaba atormentarme con los extravíos de la mente. Muy al comienzo encontré paz en la compañía del nagual Elías. Sin embargo, más tarde, a medida que comprendía mejor al nagual Julián, me gustaba tanto estar con el que todos los demás se vinieron al suelo. Afortunadamente resolví mi problema imaginario. Encontré el encanto de aburrirme con el nagual Elías.
Continuando su relato, don Juan dijo que frente a la casa, el nagual Elías tenía una sección abierta y techada donde estaba la fragua para sus trabajos en hierro; un banco de carpintero y herramientas. La casa de adobe, con techo de teja, consistía en un enorme cuarto con suelo de tierra, donde vivía él con cinco brujas videntes, que en realidad eran sus esposas. También había cuatro hombres, brujos videntes de su grupo, que vivían en pequeñas casas en los alrededores de la casa del nagual. Todos eran indios de diferentes partes del país que se habían trasladado al norte de México.
– El nagual Elías sentía un gran respeto por la energía sexual -dijo don Juan- pensaba que nos había sido dada para que la utilicemos en ensoñar. Creía que el ensoñar había caído en desuso porque podía alterar el precario equilibrio mental de la gente susceptible.
"Yo te he enseñado a ensoñar tal como él me lo enseñó a mi -continuó-. Él me enseñó que durante los sueños, el punto de encaje se mueve moderadamente y de manera muy natural. El equilibrio mental de uno no es otra cosa que fijar el punto de encaje en un sitio específico y habitual. Si los sueños hacen que ese punto se mueva, y si el ensoñar es el control de ese movimiento natural, y si se necesita energía sexual para ensoñar, cuando se disipa esa energía en el acto sexual, los resultados son desastrosos.
– ¿Qué me está usted tratando de decir, don Juan? -pregunté-.
Pregunté eso, porque sentía que entrar en el tema del ensueño no se debía al desarrollo natural de la conversación.
– Tú eres un ensoñador -dijo-. Si no tienes cuidado con tu energía sexual ya puedes irte acostumbrando a los movimientos erráticos en tu punto de encaje. Hace un momento te asombraban tus propias reacciones. Bien, eso se debe a que tu punto de encaje se mueve sin sentido, porque tu energía sexual no está en equilibrio.
Hice un estúpido e inadecuado comentario sobre la vida sexual de los hombres adultos.
– Nuestra energía sexual es lo que gobierna el ensueño -explicó-. El nagual Elías me enseñó que, o haces el amor con tu energía sexual o ensueñas con ella. No hay otro camino. Si te menciono todo esto es porque tienes una gran dificultad en mover tu punto de encaje para asimilar nuestro último tópico: lo abstracto.
"Lo mismo me ocurrió a mí -continuó don Juan-. Sólo cuando mi energía sexual se liberó del mundo, cayó todo en su sitio. Esa es la regla para los ensoñadores. Los acechadores son lo opuesto. Mi benefactor, por ejemplo, era un libertino sexual como hombre común y corriente y como nagual.
Don Juan parecía estar a punto de contarme las aventuras de su benefactor, pero obviamente cambió de idea. Meneó la cabeza y dijo que yo era demasiado pudibundo para tales revelaciones. No insistí.
Dijo que el nagual Elías poseía la sobriedad que sólo adquieren los soñadores tras inconcebibles batallas consigo mismos. El utilizaba esa sobriedad cuando le daba a don Juan complejas explicaciones sobre el conocimiento de los brujos.
– Según me explicó el nagual Elías, mi propia dificultad para comprender el espíritu era algo que le pasaba a la mayoría de los brujos -prosiguió don Juan-. De acuerdo al nagual Elías la dificultad era nuestra resistencia a aceptar la idea de que el conocimiento puede existir sin palabras para explicarlo.
– Pero yo no encuentro ninguna dificultad en aceptar todo esto -dije.
– El aceptar esta proposición no es tan sencillo como decir: la acepto -dijo don Juan-. El nagual Elías decía que toda la humanidad se había alejado de lo abstracto y que alguna vez debió de haber sido nuestra fuerza sustentadora. Luego sucedió algo que nos apartó de lo abstracto y ahora no podernos regresar a él. El nagual decía que un aprendiz tarda años para estar en condiciones de regresar a lo abstracto; es decir, para saber que el lenguaje y el conocimiento pueden existir independientemente el uno del otro.
Don Juan reiteró que el punto crítico de nuestra dificultad de retornar a lo abstracto era nuestra resistencia a aceptar que podíamos saber sin palabras e incluso sin pensamientos. Iba a argüir que si yo lo pensaba bien, él estaba diciendo tonterías cuando me asaltó el extraño sentimiento de que yo estaba pasando por alto algo de crucial importancia para mí. Don Juan me estaba tratando de decir algo que yo o bien no alcanzaba a captar, o no se podía decir del todo.
– El conocimiento y el lenguaje son cosas separadas -repitió lentamente.
Estuve a punto de decir: lo sé, como si realmente lo supiera, pero me contuve.
– Te dije que no hay manera de hablar del espíritu -continuó- porque al espíritu sólo se lo puede experimentar. Los brujos tratan de dar una noción de esto al decir que el espíritu no es nada que se pueda ver o sentir, pero que siempre esta ahí, vaga e indistintamente encima de nosotros. Algunas veces, hasta llega a tocarnos, sin embargo, la mayor parte del tiempo permanece indiferente.
Guardé silencio y él continuó explicando. Dijo que en gran medida, el espíritu es una especie de animal salvaje que mantiene su distancia con respecto a. nosotros hasta el momento en que algo lo tienta a avanzar. Es entonces cuando se manifiesta.
Le presenté el argumento de que, si el espíritu no es un ente, o una presencia, o algo que tuviera esencia, ¿cómo se lo podía tentar a manifestarse?
– Tu problema -dijo-, es tomar en consideración sólo tu idea de lo que es el espíritu. Por ejemplo, para ti, decir la esencia interna del hombre, o el principio fundamental es tocar lo abstracto; o probablemente decir algo menos vago, algo así como el carácter, la volición, la hombría, la dignidad, el honor. El espíritu, por supuesto, puede ser descripto mediante todos estos términos abstractos. Y eso es lo que resulta confuso, ser todo eso y no serlo al mismo tiempo.
Agregó que lo que yo consideraba como lo abstracto era, o lo opuesto a todas las cosas prácticas, o algo que se me había ocurrido considerar como carente de existencia concreta.